El ministerio del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia.

Y estando juntos, les mandó que no se fueran de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días».

– Hechos 1:4.

En el comienzo del libro de los Hechos se produce una coyuntura histórica. Por un lado, el Señor se va a los cielos para sentarse a la diestra del Padre, y, por otro lado, los discípulos quedan en la tierra para comenzar la tarea de edificar la iglesia. Entonces, lo que el Señor dice allí cobra suma importancia, porque tiene que ver con aquello que va a regir, gobernar y permitir que efectivamente la iglesia sea edificada.

Por ello, el Señor les advierte que por ningún motivo hagan nada hasta que ocurra un evento fundamental: «Y estando juntos, les mandó…». Fíjense bien aquí, no les aconsejó, sino que les mandó, que no se fueran de Jerusalén, es decir, que no empezaran nada todavía.

Recuerden que el Señor les había dicho antes: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura … me seréis testigos … Id y haced discípulos a todas las naciones». Pero aquí les dice: ‘Antes de ir, antes de empezar nada, tienen que esperar, porque ustedes no pueden ir y hacerlo solos, por su propia cuenta. Tienen que esperar que venga el Espíritu Santo, la promesa del Padre, y entonces deberán ir’.

Primero, esperar «la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan ciertamente bautizó con agua…». Y entonces les explica cómo va a ser: «…mas vosotros seréis bautizados…». El Señor usa aquí la palabra griega ‘bautizar’, cuya idea es cubrir algo con agua o sumergirlo completamente. Entonces: ‘Así como fueron sumergidos por Juan en el río Jordán, ustedes van a ser sumergidos en el Espíritu Santo». Esa es la figura. A partir de aquí, va a comenzar todo.

Él dijo que lo había prometido antes. Miremos en Juan 14:15: «Si me amáis, guardad mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre – recuerden que él habló de la promesa del Padre –, y os dará otro Consolador». Observen bien esta expresión del Señor, porque es muy importante. Si el Señor dice «otro», es porque ya hay «uno». No diría otro si no hubiera uno. Pero, puesto que hay uno, habla, por tanto, de otro.

Ahora bien, la palabra griega que aquí se traduce como Consolador es parakletos. Significa, además de Consolador, uno que se pone al lado de otro para levantarlo, uno que anima, uno que exhorta, uno que ayuda, uno que defiende, uno que hace de abogado a favor de otro. Todo eso, en conjunto, es el significado de la palabra parakletos. Y ese parakletos fue primero el Señor Jesucristo.

Él estaba con sus discípulos, los guardaba, los protegía, los defendía, abogaba a favor de ellos. Cuando estaban desanimados, los levantaba; cuando estaban debilitados, los fortalecía; cuando estaban confundidos, aclaraba sus dudas; cuando tenían preguntas, las respondía; cuando se equivocaban, los corregía.

Pero ahora él les dice: ‘Yo me voy’. Y agrega: «Antes, porque os he dicho estas cosas, tristeza ha llenado vuestro corazón, pero yo os digo la verdad…». ¡Bendito sea el Señor, él es la verdad! Lo que él dice es verdad. ‘Confíen en mí’, es lo que está pidiendo el Señor: «Os conviene que yo me vaya, porque si no me fuere, el Consolador no vendría; mas si me fuere, os lo enviaré». Otro Consolador, para que esté con nosotros para siempre. Otro que vendría a hacer lo mismo que el Señor Jesús hacía, y a ser lo mismo que el Señor era para sus discípulos. No algo inferior, ni de segunda mano.

A veces, tenemos una idea teológicamente correcta del Espíritu Santo, es decir, «ya sabe hermano, aquella tercera persona de la Trinidad que es Dios con el Padre y con el Hijo, y que tiene la misma esencia del Padre y del Hijo’. Esta es una buena respuesta teológica, pero, en nuestra experiencia práctica de iglesia, tanto individual como corporativa, ¿qué sabemos del Espíritu Santo? ¿Es para nosotros verdaderamente el mismo parakletos que era el Señor; o es algo de segunda mano? (Pensamos, ¡qué lástima que el Señor no esté con nosotros!).

La ineludible necesidad de la unción

Vamos a leer un pasaje del Antiguo Testamento para entender mejor este punto, en el libro de Éxodo 40:9. De hecho, todo el capítulo 40 de Éxodo nos describe el momento en que el tabernáculo fue erigido. Moisés preparó todos los materiales, las cortinas, los muebles, el arca, la mesa con los panes de la proposición, el candelabro, el altar, y todo lo que se requería para levantar la tienda de reunión. Cuando todo estuvo preparado, entonces erigió el tabernáculo.

Como ustedes saben, el tabernáculo del Antiguo Testamento es figura de la casa de Dios, que en el Nuevo Testamento es la iglesia. Entonces, observemos cuál fue la primera acción que se llevó a cabo en el momento en que fue levantado el tabernáculo, la casa de Dios:

Versículo 9: «Y tomarás el aceite de la unción y ungirás el tabernáculo, y todo lo que está en él; y lo santificarás con todos sus utensilios, y será santo». Antes de que el tabernáculo entrara en función, debía ser ungido. «…y todo lo que está en él». Aquí necesitamos percibir que el énfasis está en la palabra ‘todo’. No sólo es la unción sobre el tabernáculo de una manera general, sino también de todo lo que está dentro del tabernáculo. El tabernáculo estaba hecho de muchas piezas pequeñas. Había utensilios, instrumentos y objetos para usos diversos, y se le dice a Moisés que debe ungir no sólo el tabernáculo en general, sino cada utensilio en particular. «Ungirás también el altar del holocausto y todos sus utensilios; y santificarás el altar, y será un altar santísimo. Asimismo ungirás la fuente y su base, y la santificarás».

Es decir, todos los elementos que aquí tipifican la vida de la iglesia tenían que ser ungidos primero, antes de funcionar. Sin unción, los objetos del tabernáculo no pueden servir al Señor; sólo a través de la unción se hacen útiles y apropiados para el Señor.

El aceite de la unción es, en la Escritura, una figura del Espíritu Santo. Entonces, ¿qué significa que todo debe ser ungido? Que todo debe ser cubierto, como dijo el Señor, por el Espíritu Santo en la vida de la iglesia, antes de comenzar a funcionar como es debido.

Cuando el Espíritu Santo viene, significa que todo queda ungido y sumergido en el Espíritu Santo. Lo que queda sumergido, en este caso, por supuesto, no son objetos materiales como en el Antiguo Pacto, donde todo era tipo y figura. No son los edificios, los asientos, los lugares de reunión, los instrumentos de música. Lo que es ungido es la casa espiritual de Dios, que son los hijos e hijas de Dios.

¿Qué significa ser sumergidos en el Espíritu Santo? Significa desaparecer. Es decir, de alguna manera el Espíritu Santo es quien toma el control de todo; nosotros quedamos allí, pero estamos desbordados, y enteramente subordinados al Espíritu Santo de Dios. La iglesia es un organismo espiritual. No es algo producido por el alma humana. Y espiritual es un adjetivo de «espíritu»; es decir, aquello que viene del Espíritu se llama espiritual. No lo que viene del alma.

Somos espirituales cuando el Espíritu Santo tiene el control de todo. Dejamos de ser espirituales cuando el Espíritu deja de ser el que gobierna y dirige las cosas en medio de la iglesia.

La enseñanza de Hechos

¿Y qué hace que el Espíritu de Dios esté presente, o, por el contrario, se ausente de nuestra vida de iglesia? En el libro de los Hechos podemos encontrar una respuesta a esta pregunta. En el capítulo 2 tenemos la venida del Espíritu Santo, que desciende y se deposita sobre los hermanos y hermanas, y en ese momento nace efectivamente la iglesia sobre la tierra. Los hermanos estaban reunidos orando, pero no fueron realmente iglesia hasta el momento en que el Espíritu Santo descendió.

Por tanto, nosotros podemos juntar hermanos y podemos crear una congregación; pero eso, por sí solo, no es la iglesia. No, hasta que la venida del Espíritu Santo nos amalgame y nos constituya en iglesia, porque esa es una obra que sólo el Espíritu de Dios puede hacer. Aquella vida de cuerpo que es la marca de la iglesia, sólo puede producirla el Espíritu Santo de Dios.

Pero allí donde el liderazgo humano, donde la iniciativa humana, y donde el hombre ha tomado el lugar del Espíritu, no hay guía, ni comunión en el Espíritu, ni relacionamiento en el Espíritu; por lo tanto, no hay iglesia en términos reales. Por supuesto, cada uno, si es que ha nacido de Dios, pertenece a la iglesia del Señor Jesucristo; pero estamos hablando en términos prácticos y reales.

Recuerden que en el capítulo 1 de Hechos, el Señor les advierte a los hermanos que va a venir el Consolador. Y cuando el Espíritu Santo vino, por lo menos los apóstoles ya estaban de alguna manera preparados para comprender y conocer la acción del Espíritu, porque era exactamente lo mismo que el Señor Jesucristo realizó entre ellos. La diferencia está en que antes, el Señor estaba fuera de ellos, como una persona de carne y hueso con el cual conversaban, y, por lo tanto, habían severas limitaciones.

Por ejemplo, cuando el Señor Jesús estaba con Pedro, Juan y Santiago en el monte, es evidente que no estaba ni con Bartolomé, ni con Tomás y los otros. Había una restricción física; no podían estar todos en la misma intimidad, en la misma comunión con el Señor. Si él estaba en Galilea, no estaba en Samaria; si estaba en Samaria, no estaba en Judea.

Pero ahora que el Espíritu Santo vino a morar en todos los hijos de Dios, el Señor Jesucristo está allí donde haya un hijo de Dios, y esa es la enorme diferencia, y por eso es mejor. Entonces, era conveniente que el Señor se fuera, porque si Pedro estaba en Samaria y Juan estaba en Jerusalén y Pablo andaba recorriendo Galacia, ¡allí estaba con ellos el poderoso Hijo de Dios, por medio del Espíritu Santo! Así que el Señor se podía ahora multiplicar por tantos como fuesen los miembros de su Cuerpo, por obra del Espíritu Santo.

Por consiguiente ¿quién debe dirigir todas las cosas en la iglesia? Sólo el Espíritu y nadie más que el Espíritu. Por ello, necesitamos que nuestro conocimiento y relación con el Espíritu Santo sean reales. Y para ello debemos aprender algunas lecciones.

El Espíritu Santo es Dios en persona

«Pero cierto hombre llamado Ananías, con Safira su mujer, vendió una heredad, y sustrajo del precio, sabiéndolo también su mujer; y trayendo sólo una parte, la puso a los pies de los apóstoles. Y dijo Pedro: Ananías, ¿por qué llenó Satanás tu corazón para que mintieses al Espíritu Santo…?» (Hechos 5:1-3).

Pedro no dice: «para que mintieses al Señor Jesucristo», sino «…para que mintieses al Espíritu Santo». Podemos extraer, al menos, dos cosas de este pasaje. Primero, que el Espíritu Santo no es simplemente una fuerza, una influencia, que actúa por detrás de las cosas de la iglesia, de una manera secundaria e inadvertida, sino que es una persona claramente distinguible. Usted no le puede mentir a una influencia, no le puede mentir al viento ni a la electricidad, pero sí le puede mentir a una persona.

Y lo segundo, que no sólo es una persona, sino también la Divina Persona que está en la iglesia hoy. El Hijo de Dios, en persona, está hoy a la diestra del Padre, y el Padre, en persona, está en el cielo. Y de las tres personas divinas, ¿cuál es la que hoy está efectivamente en la iglesia? Nosotros decimos que el Señor está con nosotros, y que Dios está con nosotros, pero es el Espíritu de Dios quien efectivamente está morando en nosotros. Y porque Dios es uno, el Hijo de Dios y el Padre están aquí también.

Entonces, cuando se miente, cuando se trata de engañar a Dios en la iglesia, se miente al Espíritu Santo en persona. ¿Nos atrevemos nosotros a hablar así hoy en día?

A veces no tenemos esa conciencia, esa tan clara percepción de la iglesia primera sobre la presencia de la divina persona del Espíritu Santo. Ustedes saben lo que significa: «El Señor está en su santo templo; calle delante de él toda la tierra». Si Dios está aquí, que no hable el hombre, que sólo hable Dios; que no actúe el hombre, que actúe Dios. Si Dios está aquí, que no gobierne el hombre, que gobierne Dios, porque está su Espíritu. Eso fue lo que ocurrió en Hechos. El Espíritu actuó, y Ananías y Safira murieron en ese momento por haber mentido al Espíritu Santo.

El requisito esencial para el servicio

En Hechos 6:1 vemos la primera dificultad que enfrentó la iglesia en Jerusalén.. No hay nada ideal o romántico en esto de la vida de iglesia. Las iglesias son reales, y tienen muchos problemas, pero éstos sirven para la manifestación de la gracia, la sabiduría, el amor y la paciencia del Señor Jesucristo.

«En aquellos días, como creciera el número de los discípulos, hubo murmuración de los griegos contra los hebreos…». Los hermanos murmuraron, y el motivo era que, cuando se repartía la comida, los judíos de origen griego, no nacidos en Judea y considerados como de segunda categoría, eran discriminados.

Pero, prestemos atención a la solución dada por los apóstoles al problema: «Entonces los doce convocaron a la multitud de los discípulos, y dijeron: No es justo que nosotros dejemos la palabra de Dios, para servir a las mesas. Buscad, pues, hermanos, de entre vosotros a siete varones…» (Hechos 6:2-3).

¿De qué se trataba? De repartir la comida. No era algo como para decir: ‘Hermano, necesitamos personas muy capacitadas para esto’. Humanamente hablando, ese tipo de tarea es fácil; repartir la comida es algo que puede hacer cualquiera. Pero, observen, estamos hablando de la iglesia del Señor Jesucristo. No estamos hablando de algo humano, sino de algo divino, y en la iglesia todo tiene que ser bajo la unción del Espíritu Santo. Entonces, ¿quiénes van a servir a las mesas?

«Buscad, pues, hermanos, de entre vosotros a siete varones de buen testimonio, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, a quienes encarguemos de este trabajo» (Hechos 6:3). Observe que para servir a las mesas, para repartir la comida, hay que tener buen testimonio. ¿Y qué más? «…llenos del Espíritu Santo…». Hermano amado, en la iglesia del Señor Jesucristo, aun para clavar un clavo, hay que ser llenos del Espíritu Santo. ¿Por qué? Porque la iglesia tiene que ser ungida por el Espíritu, desde la tienda hasta las estacas.

Cuando enviamos a hacer las tareas en la iglesia a los que no son llenos del Espíritu Santo, ¿saben lo que ocurre? La iglesia desciende en su condición espiritual. Porque aun el servir a las mesas requiere discernimiento espiritual, y para ello hay que ser llenos del Espíritu Santo. ¿Por qué los hermanos se descuidaban y daban a unos más y a otros menos? Porque estaban llenos de prejuicios. Y el único que puede quitar los prejuicios de nuestro corazón y de nuestra mente es el Espíritu Santo de Dios, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo.

Por tanto, este es el segundo principio que hallamos en el libro de los Hechos. En la iglesia todas las cosas tienen que ser hechas por hombres y mujeres llenos del Espíritu Santo de Dios. Y observe el resultado. Versículo 7: «Y crecía la palabra del Señor…». Es decir, algo que parece de poca importancia como el servir las mesas, y repartir la comida, al ser hecho espiritualmente, por hombres llenos del Espíritu, trajo enormes consecuencias: «… y el número de los discípulos se multiplicaba grandemente en Jerusalén».

Muchas veces la vida y el crecimiento de la iglesia están paralizados porque, en algunos aspectos que nosotros consideramos secundarios, o de poca importancia, hemos descuidado la presencia del Espíritu de Dios en los hermanos y en las hermanas.
El Espíritu dirige la iglesia

En el capítulo 10 de Hechos está la historia de cómo el Señor abrió la puerta de los gentiles para que éstos vinieran a la fe. Recuerden que Pedro había ido a Jope, una ciudad portuaria, y allí estaba hospedado en casa de Simón el curtidor; y mientras él oraba en la azotea de la casa, le vino la visión de un lienzo lleno de animales considerados inmundos por los judíos, y se le dijo a Pedro: «Lo que Dios limpió, no lo llames tú común».

«Y mientras Pedro estaba perplejo dentro de sí sobre lo que significaría la visión que había visto, he aquí los hombres que habían sido enviados por Cornelio, los cuales, preguntando por la casa de Simón, llegaron a la puerta. Y llamando, preguntaron si moraba allí un Simón que tenía por sobrenombre Pedro. Y mientras Pedro pensaba en la visión, le dijo el Espíritu: He aquí, tres hombres te buscan» (Hechos 10:17-19).

Tenemos en este punto una primera mención importante: «…le dijo el Espíritu». El texto podría decir: ‘Le dijo el Señor’, pero nos dice directamente: «le dijo el Espíritu». Si usted lee el libro de los Hechos, va a encontrar que esa es la manera normal en que los apóstoles o los hermanos eran gobernados. A veces se dice: «El Señor apareció en una visión y le dijo…». Pero la mayoría de las veces es: «Le dijo el Espíritu…». Es decir, se reconoce que la voz del Espíritu Santo de Dios hablando en el corazón, es la voz del Señor.

La Escritura declara: «Dijo el Espíritu», para enfatizar que es la persona del Espíritu la que está actuando en esta situación. Y observen cómo el Espíritu habla en primera persona. Versículo 20: «Levántate, pues, y desciende y no dudes de ir con ellos, porque yo los he enviado». ¿Se da cuenta? El Espíritu asume toda la autoridad y habla en primera persona.

Y el Espíritu envió a Pedro. No es simplemente algo que actúa como una influencia, sino alguien que toma identidad y autoridad en primera persona. «Yo los he enviado». Habla con la autoridad de Dios, porque el Espíritu Santo es Dios, Y Dios no puede hablar sino como Dios.

El Espíritu Santo posee de todos los atributos y las prerrogativas de Dios. No puede ser colocado, ni considerado en un lugar inferior al de Dios. Si nosotros no consideramos al Espíritu como debe ser, el Espíritu no puede obrar entre nosotros. Si no lo honramos como debe ser honrado, reconociendo efectivamente su autoridad divina, él no podrá actuar en la iglesia. Si nosotros no reconocemos que él es Dios, él no puede actuar como Dios, y si no actúa como Dios, él no actúa de ninguna manera, porque Dios sólo actúa cuando es reconocido como tal. Por eso Pedro no discutió. Era Dios. Y obedeció.

Y aquí hay una clave que nos muestra cómo andar en el Espíritu. Pedro no entendía lo que el Espíritu le pedía. Toda su formación religiosa le decía que eso era absolutamente impropio e inadecuado. Iba contra todo lo que él entendía – aun su concepto de iglesia, porque para él hasta ese momento la iglesia sólo estaba constituida por judíos y en la práctica no pasaba de ser una secta judía. Pero, gracias a Dios, eso no era lo que el Espíritu tenía en mente.

Pero lo interesante es que Pedro era un hombre sujeto al Espíritu; y aunque no entendía hasta dónde llegaba el propósito de Dios se dejó guiar por el Espíritu y como consecuencia, ese día las puertas de la iglesia se abrieron para los gentiles, no por iniciativa de Pedro, sino por iniciativa del Espíritu Santo de Dios.

Porque el Espíritu sí sabía todo lo que tenía que venir y era obra del Espíritu traer a los gentiles y unirlos al cuerpo que es la iglesia. Porque el mismo Espíritu que actuó en Pedro para abrir la puerta de los gentiles sin que éste entendiera, es el mismo Espíritu que un día reveló a Pablo el misterio escondido desde los siglos en Dios: Que los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio.

A veces perdemos de vista cómo ocurrieron las cosas. El Señor Jesús enseñó muchas cosas maravillosas, pero la revelación del misterio eterno de Dios vino por el Espíritu Santo a los apóstoles y profetas. Y fue ese mismo Espíritu quien le reveló mucho tiempo después a Pablo el significado de este evento en la casa de Cornelio, donde actuó en su propia soberanía divina, por su propia condición de Dios, tomando las riendas de la iglesia y llevándola adelante aun en contra de los prejuicios y las ideas preconcebidas de Pedro.

El Espíritu establece ministerios

«Había entonces en la iglesia que estaba en Antioquía, profetas y maestros: Bernabé, Simón el que se llamaba Niger, Lucio de Cirene, Manaén el que se había criado junto con Herodes el tetrarca, y Saulo. Ministrando éstos al Señor, y ayunando, dijo el Espíritu Santo…» (Hechos 13:1-2).

Y aquí hay algo muy interesante. El Señor Jesús había establecido a doce a quienes llamó apóstoles durante su ministerio en la tierra. Esos doce apóstoles estaban en Jerusalén, y eso fue algo que hizo el Señor. Pero ahora el Señor se fue al cielo, y él está a la diestra de Dios el Padre.

Pero, observe lo que ocurre aquí en Antioquía, una iglesia mayormente gentil. Aparentemente, los hermanos que son nombrados como maestros y profetas, son todos judíos; pero la mayoría de los hermanos y hermanas eran gentiles. Vemos la acción el Espíritu aquí, una vez más, obrando aun en contra de los prejuicios de muchos hermanos, y aun de los mismos líderes de Jerusalén. Pero aquí hay una cosa mucho más extraordinaria todavía. El Espíritu Santo les dice: «Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado» (v. 3). El Espíritu mismo toma la iniciativa y nombra a dos apóstoles, además de los doce que el Señor había nombrado. Y estos apóstoles, tiempo después, fueron reconocidos por los de Jerusalén como verdaderos apóstoles del Señor (Gál. 1:17, 2:9), los cuales reconocieron la obra soberana del Espíritu de Dios en Antioquía.

Pero, observen: el Espíritu no le consultó a nadie. Él actuó con autoridad divina, y envió a estos dos nuevos apóstoles. Porque el Espíritu Santo ya tenía todo preparado. Producto de esto, iba a surgir todo el gran movimiento de las iglesias gentiles, iniciado por el Espíritu con hombres enviados por el Espíritu, ungidos y gobernados por el Espíritu.

Enviados por el Espíritu

Más adelante, cuando usted lee sobre sus viajes encuentra que se dice: «Nosotros, queriendo entrar en tal provincia, el Espíritu Santo lo prohibió. Después quisimos ir a la otra y el Espíritu Santo no nos permitió». Es decir, en la obra de Dios, no es que usted hace o se mueve como quiere. Si va enviado por el Espíritu, usted tiene que caminar por el Espíritu, entrar donde el Espíritu le permita entrar y no entrar allí donde el Espíritu le impida entrar, porque es el Espíritu el que edifica la iglesia.

Además, en el momento en que los ancianos fueron establecidos en las nuevas iglesias, se buscó que fueran hombres llenos del Espíritu Santo de Dios. Porque todas las funciones, todos los ministerios, todos los movimientos y todo lo que se hace en la iglesia tiene que estar bajo la unción del Espíritu Santo de Dios.

Debemos preguntarnos, en consecuencia, con relación a todo lo que hoy estamos haciendo: ¿Nos envió el Espíritu? ¿El Espíritu nos mandó? En esto donde estamos trabajando hoy día: ¿el Espíritu nos colocó? Hermanos ancianos, las decisiones que están tomando en la dirección de los asuntos de la iglesia: ¿el Espíritu se las ordenó? Obreros, lo que hacemos hoy: ¿el Espíritu nos envió a hacerlo? Hermanos y hermanas que sirven en cualquier servicio: ¿el Espíritu nos está llevando a atender las necesidades de los hermanos? ¿O es más bien la acción de nuestra alma, de sus emociones, o sus conceptos e intereses?

¿Es el Espíritu quien gobierna todo en la Iglesia, o somos nosotros? Eso hace toda la diferencia. Llegó un día desastroso, trágico, de ruina para la iglesia, a fines del primer siglo. Los hombres tomaron el lugar del Espíritu y este no pudo seguir gobernando la iglesia. Aparecieron los obispos, los jerarcas de la iglesia, para gobernar, para dirigir, para determinar, para mandar. En ese día, el Espíritu Santo dejó de ser el Señor de la iglesia y se retiró.

Gracias a Dios por los obreros, por los ancianos, por los ministros y todos los que sirven. Pero quien debe gobernar, dirigir, mandar, quien tiene los planos, quien sabe todo, es el Espíritu Santo. Si nosotros nos desligamos de él, vamos a olvidar de inmediato la esencia de todo, porque la memoria de las cosas divinas están en el Espíritu. Los planos de las cosas divinas y la tarea por cumplir está en el Espíritu. Toda la plenitud de Cristo está en el Espíritu. El es el otro Consolador que ha venido para conducirnos a la gloria eterna.

Por ello, ¡necesitamos ser hombres y mujeres llenos del Espíritu Santo!