La lección más importante que Jesús enseñó con sus palabras y ejemplo es que el hombre no puede hacer nada por sí mismo.

Después subió al monte, y llamó a sí a los que él quiso; y vinieron a él. Y estableció a doce, para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar, y que tuviesen autoridad para sanar enfermedades y para echar fuera demonios».

– Mar. 3:13-15.

Cuando el Señor llama a sus discípulos, lo hace para depositar en ellos el programa eterno del reino de Dios, esto es, el plan divino respecto del hombre, que se perdió por causa de la caída de éste y quedó escondido desde la fundación del mundo, pero que ahora ha venido con Jesucristo.

Multiplicación

El plan de Dios para la humanidad es reunido y cumplido ahora en Jesucristo. Por esta razón, Cristo llama discípulos, con el fin de encomendarles la administración de Su reino en el mundo, porque el propósito de Dios no es tener apenas un hombre según su corazón, sino que ese hombre se multiplique para llegar a ser muchos – la iglesia.

Jesús dijo a Pedro, y en él a todos sus discípulos: «A ti te daré las llaves del reino de los cielos» (Mat. 16:19). En otras palabras, él quiere multiplicarse a sí mismo, y que el reino que él encarna y representa sea también encarnado y representado por otros muchos: «Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos» (Rom. 8:29). Cristo es el primogénito, según el cual todos los otros serán formados.

Se dice que la iglesia nació en Pentecostés, pero en verdad ella empezó en la tierra cuando Jesús llamó a los Doce. Cuando la nueva Jerusalén desciende del cielo de Dios, en Apocalipsis, ella tiene doce fundamentos y en cada uno de ellos está escrito el nombre de uno de los doce apóstoles del Cordero.

Ellos son el comienzo de la iglesia. Y, viendo lo que el Señor hizo con ellos, entendemos el propósito de Dios para toda la iglesia. Lo que él hizo en ellos es el fundamento de lo que él hará hasta el final de los tiempos con todos los que son llamados. Por eso, cuando la iglesia empezó a apartarse del propósito original, a fines del primer siglo, Dios levantó a su siervo Juan, quien comienza su carta, diciendo: «Lo que era desde el principio…», refiriéndose a aquella experiencia inicial de los Doce con Jesucristo.

Ekklesia

«Después subió al monte, y llamó a sí a los que él quiso». La palabra ekklesia significa, literalmente, «los llamados afuera». Esta palabra era usada en el mundo griego para referirse a una reunión pública. En Grecia, cuando había que tratar los asuntos de una ciudad, la gente era llamada a salir de sus casas o negocios para reunirse en la plaza pública. Tal reunión era llamada ekklesia. El Señor Jesús rescató esa palabra y le dio un significado totalmente nuevo – los que él convoca del mundo, para reunirse con él y tratar los asuntos relativos al Reino.

En el registro de los evangelios, Jesús usó dos veces la palabra iglesia: «Dilo a la iglesia» (Mat. 18:17), y «…edificaré mi iglesia» (16:18). Ahora bien, su llamamiento, tal como se lee en el evangelio de Marcos, tiene un orden que no debe ser alterado. «…llamó a sí a los que él quiso; y vinieron a él. Y estableció a doce, para que estuviesen con él». El motivo principal de nuestro llamamiento no consiste en ser enviados a predicar, o servir a Dios en su obra. Estas no son más que consecuencias del llamado; pero, si perdemos de vista lo esencial, todo lo demás está en peligro de perderse.

Conocimiento de él

«…para que estuviesen con él». En primer lugar, fuimos llamados para estar con el Señor y conocerle. Esto es lo más importante en la vida de los hijos de Dios. Si no le conocemos, nada de lo que hagamos después sirve de mucho. La tragedia de la iglesia, ayer y hoy, radica en la falta de conocimiento de Dios. En el Antiguo Testamento, los profetas decían: «Mi pueblo fue destruido, porque le faltó conocimiento» (Os. 4:6). Y no se trata del conocimiento de doctrinas o teologías, sino del conocimiento íntimo del Señor.

Por ello, cuando Juan habla de la esencia de nuestro llamamiento, dice: «Lo que era desde el principio». Él escribió estas palabras cuando era ya muy anciano. Al final del primer siglo, él había observado los signos de decadencia espiritual y por ello enfatiza la experiencia original y esencial que dio origen a la iglesia: «Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida» (1ª Juan 1:1). Y nos dice que todo se trataba de Cristo, de conocerlo, de escuchar su voz, de tocarle con nuestras manos.

Juan describe una experiencia progresiva. Él era el más joven de los discípulos, pero era también el más contemplativo. Fue absorbido más poderosamente por la personalidad del Señor Jesús. Sin embargo, él describe una experiencia plural. No solo «lo que yo oí, lo que yo vi», sino «lo que hemos oído, lo que hemos visto». Esa experiencia de los Doce con Jesús determinó el fundamento de la iglesia.

Llevando su imagen

Conocer a Jesús de la manera en que los discípulos lo conocieron vino a ser el fundamento de la vida y el carácter de ellos. El conocimiento de Cristo es el fundamento del carácter de los hijos de Dios. Sin este conocimiento, no hay carácter cristiano. Ellos vivieron en la presencia de Jesús, conociéndole, palpándole y oyendo su voz durante todos esos años, y esto transformó su carácter a imagen del carácter de su Señor.

Alguien que vive en la presencia del Señor por mucho tiempo, no puede seguir siendo el mismo. Este es el secreto de la transformación en la vida cristiana. El reino de Dios consiste en que el hombre lleve la imagen de Dios, y esta imagen está en Jesucristo, «la imagen del Dios invisible».

Vivir en la presencia de Dios es vivir en la presencia de Jesucristo. «Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor» (2ª Cor. 3:18). Es un misterio divino el que, cuando contemplamos el rostro del Señor, cuanto más le conocemos, somos conformados más y más a su imagen.

La obra del Espíritu Santo

¿Quién hace eso? No nosotros, sino el Espíritu de Dios que está en nosotros. El contexto de este pasaje explica lo que Pablo está diciendo. En el capítulo 3, él dice que la gloria del Nuevo Pacto es infinitamente superior a la gloria del Antiguo, porque nosotros no somos como Moisés. Cuando Moisés estuvo con Dios cuarenta días y cuarenta noches y descendió del monte llevando en sus manos las tablas del Pacto, los israelitas vieron que su rostro resplandecía con la gloria de Dios, y se aterraron.

Moisés no estaba consciente de lo que había ocurrido. De tanto estar en la presencia del Señor, la gloria de Dios se había impregnado en él y su rostro brillaba. Pero Moisés cubrió su rostro, para que ellos no fijaran la vista en el fin de aquello que había de ser abolido. Un día no lejano, ese brillo en el rostro de Moisés iba a desaparecer; esa gloria era temporal.

Sin embargo, Pablo dice que la gloria del Nuevo Pacto es totalmente diferente, porque nosotros, no con un velo, sino mirando a cara descubierta la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria, y esa gloria no se desvanecerá jamás. Cuanto más vemos aquella gloria, más de ella se impregnará en nuestra vida, y esta vez no será algo meramente exterior, sino una transformación desde adentro hacia afuera. Usted resplandecerá con la gloria del Señor. Este es el misterio del espejo.

¿Por qué dice: «como en un espejo»? Porque, cuando usted se mira en el espejo, ve su propio rostro. Pero, ahora, cuando usted viene al Señor, él es como un espejo. Usted se mira allí, pero el rostro que el espejo le devuelve no es el suyo, sino el rostro del Señor. El espejo le muestra un misterio: que usted está en Cristo y que, a los ojos de Dios, usted es como el Señor Jesucristo, y que el Espíritu Santo que está en nosotros nos conforma a la imagen del espejo, porque Cristo es lo que somos delante de Dios.

Una experiencia ascendente

«…de gloria en gloria». Recuerden la experiencia de Juan. Primero, dice «lo que hemos oído»; después, «lo que hemos visto»; esto es un poco más profundo. Luego «lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos». Es una experiencia progresiva, ascendente, con el Señor.

Cuando Oseas dice que el pueblo pereció porque le faltó conocimiento, nos entrega la solución a ese estado de cosas, diciendo: «Y conoceremos, y proseguiremos en conocer a Jehová; como el alba está dispuesta su salida» (Os. 6:3). Así ocurrirá con aquellos que buscan al Señor. Nunca dejará de salir el sol para ellos; el Señor está dispuesto a revelarse a todos los que le buscan. Aquel que le busca, verá salir el Sol de justicia sobre su vida.

«…y vendrá a nosotros como la lluvia, como la lluvia tardía y temprana a la tierra». En Israel, al principio de la primavera, venía una lluvia temprana que hacía brotar los campos.

Algunos comenzaron a servir al Señor cuando eran jóvenes; vino la lluvia temprana y fueron regados con ella. A otros se les pasó el tiempo, pero el Señor dice que vendrá también como la lluvia tardía. Sea cual sea su edad, él ha prometido que si usted le busca, vendrá la mañana, y la gloria del Señor resplandecerá sobre su vida.

Entonces, el principio fundamental de la vida cristiana, el fundamento del carácter, es una vida de conocimiento de Dios en Jesucristo. El conocimiento de Dios se obtiene a través de Jesucristo. Este es el primer elemento del reino de Dios. Este reino es difícil de definir, porque él abarca tanto a la persona como a la obra de Dios y, ¿cómo podríamos definir a Dios mismo?

El fundamento del Reino

El reino de Dios es una realidad tan amplia como Dios; pero, al leer con atención en Génesis 1, vemos los elementos fundamentales que definen la naturaleza del Reino: «Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra» (Gén. 1:26).

«Entonces dijo Dios». Dios mismo es el fundamento del Reino. Y el Dios que se revela aquí es el Dios trino, la Trinidad divina. Por eso dice: «Hagamos», en plural. Entonces, conocer a Dios, es conocer al Padre, conocer al Hijo y conocer al Espíritu Santo. Ese es nuestro llamamiento esencial.

Jesús llamó a los suyos para que le conociesen; pero, conociéndole a él, también aprenderían a conocer al Padre y al Espíritu Santo, y entonces estaría completo el fundamento del Reino en sus vidas. Dijimos que el Señor Jesús es el hombre según el corazón de Dios; él expresa la imagen de Dios y el propósito divino respecto del hombre. Él es el hombre que tiene el conocimiento de Dios, que ejerce la autoridad de Dios, y que luego se multiplica para llegar a ser muchos, como el principio de una nueva creación.

Jesús: dos naturalezas

El Señor Jesús es el Verbo de Dios hecho carne; su persona divina ha asumido la naturaleza humana. Él participa de la misma naturaleza del Padre y del Espíritu y, como el Verbo de Dios, él posee la plenitud de los atributos de Dios comunicables (amor, justicia, sabiduría, bondad, etc.) e incomunicables (eternidad, omnipotencia, omnipresencia, omnisciencia, etc.).

La Escritura dice que, de las tres personas divinas, una de ellas, el Verbo se encarnó. Sin dejar de ser divino, su persona asumió una segunda naturaleza – la naturaleza humana. Pero estas dos naturalezas no se confunden; él asume ambas en una unión inefable. No es que el hombre se haya divinizado, sino que Dios asumió la naturaleza humana en Cristo.

El mismo Verbo, que eternamente estuvo cara a cara con Dios, es el que habló ahora cara a cara con los hombres. Esto es de suma importancia para entender la naturaleza de nuestro llamamiento. El es el Verbo de Dios, una de las tres personas divinas, pero ahora en una naturaleza humana. Y la naturaleza humana que Jesús asumió es completa; no solo tuvo un cuerpo, sino también un alma y un espíritu humanos.

Para salvar al hombre íntegramente, Jesús tenía que asumir la naturaleza humana completa. Gregorio de Niza, uno de los padres de la iglesia, dijo: «Lo que no era asumido, no podía ser salvado». En otras palabras, si Jesús no asumía la plenitud de nuestra naturaleza, no podía salvarnos íntegramente; por eso, él asumió una naturaleza humana perfecta, con una excepción – el pecado.

Esto no es meramente teología, sino que tiene un valor enorme para nuestra vida cristiana. Porque cuando el Verbo de Dios asumió la naturaleza humana, se despojó de los atributos de su gloria divina, no en el sentido de abandonarlos, (porque si realmente abandonara sus atributos divinos, ya no sería más Dios), sino en cuanto los ocultó, los suspendió, dejándolos en manos del Padre.

Por amor a nosotros, el Señor dejó su gloria, todo lo que poseía en los cielos, y se humilló a sí mismo, haciéndose como uno de nosotros. Él anduvo en esta tierra, débil y dependiente, como un simple hombre, sin invocar sus atributos divinos, dejando que el Padre gobernase el tiempo y la hora cuando ellos serían manifestados en su vida. ¿No es eso maravilloso?

Se hizo hombre

El Señor vivió una vida completa y perfectamente humana. Él sabe lo que es ser un hombre. Él se hizo hombre, vivió como vive el hombre, miró con los ojos del hombre, oyó con los oídos del hombre y sintió como siente el hombre. ¡Dios sabe lo que es ser como nosotros!

Jesús, el Verbo de Dios, aprendió lo que significa la incertidumbre, lo que significa depender completamente de Dios, sin saber qué vendrá mañana, confiando en la sabiduría del Padre. Él sabe lo que es el dolor, la soledad, la humillación. Por eso, «no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades», sino uno que nos entiende, que siente como nosotros, que sabe perfectamente lo que es ser hombre y aun lo que es morir como muere el hombre. Ni siquiera de eso fue librado, ni mucho menos. Todo eso hizo él por nosotros.

En todo ese tiempo, Jesús tenía que ser no solo el hombre según el corazón de Dios, sino además ser el principio de una nueva humanidad. Porque en él la humanidad fue re-creada, restaurada, levantada del cautiverio de la muerte y del pecado, y regresada al propósito eterno de Dios. Puesto que todos fallamos en Adán, él se convirtió en el comienzo de una nueva humanidad. Esto significa que él aprendió a vivir como el hombre debió siempre haber vivido delante de Dios.

Desde la eternidad, el Verbo es la imagen perfecta de Dios, la expresión misma de Dios. Pero, cuando se hizo hombre, aprendió a ser la imagen de Dios ahora como un hombre. Tuvo que aprender a la manera humana. ¿Y cómo se hace eso? Vamos a verlo en la historia de Jesús.

Recuerden que él llamó a doce, «para que estuviesen con él». Aquí hay un gran misterio. Así, ellos le conocieron; fueron entrenados, capacitados para ser como Jesús. Viéndole, los discípulos aprendieron a ser hombres conforme al corazón de Dios. Ahora, veamos qué aprendieron ellos de él.

Tuvo que aprender

¿Cómo Jesús llegó a manifestar la perfecta imagen de Dios como hombre? Recuerden, como Verbo de Dios, él es eternamente la imagen de Dios; pero ahora fue hecho hombre, y los hombres no nacemos perfectos y maduros. Nacemos bebés y tenemos que aprender a razonar y a usar nuestra voluntad. Jesús nació como nacemos todos nosotros. Cuando el Verbo de Dios se hizo carne, entró en el sueño de la inconsciencia, en el vientre materno.

¿Cómo él pudo hacer algo así? Aquel que es omnisciente, que todo lo sabe desde la eternidad, entró en un estado de desconocimiento absoluto en el vientre de su madre, y nació como nacemos todos. Tuvo que aprender a hablar, a pensar, a caminar, como todos nosotros aprendemos. Pero, a diferencia nuestra, él estaba en las manos de Dios el Padre y, desde el principio, el Espíritu de Dios estuvo con él.

Segundo misterio

Entonces, tenemos un segundo gran misterio. Dijimos que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son una misma esencia divina, indivisible. Existe, además, una unión inexpresable del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, como una danza eterna de las personas divinas, tan compenetradas la una en la otra, que todo lo que hace uno lo hace también el otro.

No hay un solo acto del Padre que no sea hecho por el Hijo y a la vez por el Espíritu. No hay un solo acto del Hijo en el cual no estén el Padre y el Espíritu, y no hay un solo acto del Espíritu donde no estén también el Padre y el Hijo. Esta es la inefable compenetración de las personas divinas.

Piensen en esto por un momento. Cuando el Verbo se hace carne y experimenta el camino del hombre, de alguna manera, la Divinidad completa recorre ese camino con él. Jesús dijo: «…porque el Padre siempre está conmigo» (Juan 16:32).

Y no solo el Padre. Una tercera persona siempre estuvo con él: el Espíritu Santo de Dios. De manera que, en Jesús, también el Espíritu de Dios recorrió el camino del hombre.

Esto es tremendamente importante para nosotros. El Espíritu le instruyó, de modo que la vida humana de Jesús fue formada y perfeccionada por el Espíritu Santo, bajo el gobierno del Padre. La naturaleza humana de Jesús no podía volverse divina; sin embargo, se convirtió en el contenedor de la vida divina, que habitó plenamente, no solo en su naturaleza divina como Verbo de Dios, sino ahora también en su naturaleza humana, hasta donde ésta podía contener y expresar la vida divina.

La santa unción

Un pasaje del Antiguo Testamento nos ayuda a entenderlo mejor: «Habló más Jehová a Moisés, diciendo: Tomarás especias finas: de mirra excelente quinientos siclos, y de canela aromática la mitad, esto es, doscientos cincuenta, de cálamo aromático doscientos cincuenta, de casia quinientos, según el siclo del santuario, y de aceite de olivas un hin. Y harás de ello el aceite de la santa unción; superior ungüento, según el arte del perfumador, será el aceite de la unción santa. Con él ungirás el tabernáculo de reunión, el arca del testimonio, la mesa con todos sus utensilios, el candelero con todos sus utensilios, el altar del incienso, el altar del holocausto con todos sus utensilios, y la fuente y su base. Así los consagrarás, y serán cosas santísimas; todo lo que tocare en ellos, será santificado. Ungirás también a Aarón y a sus hijos, y los consagrarás para que sean mis sacerdotes. Y hablarás a los hijos de Israel, diciendo: Este será mi aceite de la santa unción por vuestras generaciones. Sobre carne de hombre no será derramado, ni haréis otro semejante, conforme a su composición; santo es, y por santo lo tendréis vosotros. Cualquiera que compu-siere ungüento semejante, y que pusiere de él sobre extraño, será cortado de entre su pueblo» (Éx. 30:22-33).

El tabernáculo, del cual se habla aquí, es figura de la iglesia. Todos los elementos mencionados aquí representan diferentes elementos de la iglesia de Cristo. Para que la casa fuese establecida, debía ser ungida con el aceite de la unción, que era lo que santificaba al tabernáculo para el propósito de Dios.

En el Antiguo Testamento, el aceite es figura del Espíritu Santo. Y en el Nuevo Testamento se nos dice que la unción es el Espíritu Santo. La unción capacitaba a la casa. Por ello, cada elemento de la casa tenía que ser ungido. Pero observen con atención aquí: no es puro aceite, sino un aceite compuesto, un perfume.

Para crear un perfume se requieren dos elementos. El primero es un fijador, que captura los aromas de algún tipo de esencia y los fija en él en forma permanente; y el segundo elemento es el material que da su aroma al aceite. Cuando estos ingredientes se ponen en el aceite, liberan su aroma. Este es el arte del perfumador, y eso pasa en realidad con todos los perfumes. No se trata solo aceite puro de oliva, sino de un aceite que ha capturado los aromas de todos los elementos depositados en él.

¿Cuáles son esos elementos? Mirra, canela y cálamo aromático y casia. Cada especia representa un rasgo de la humanidad perfecta del Señor Jesucristo. Por ejemplo, la mirra, el sufrimiento del Señor. Pero esa humanidad fue sumergida en el Espíritu Santo de Dios, y todas las características de su humanidad se fijaron para siempre en el Espíritu, porque el Espíritu caminó con él toda la jornada de su encarnación.

Cada sufrimiento, cada acto de la humanidad santificada y perfeccionada del Señor, se fijaron en el Espíritu Santo. Es por eso que el Espíritu Santo vino a ser el Espíritu de Jesús el hombre. La Escritura dice que aun la muerte del Señor fue realizada mediante el Espíritu Santo de Dios. Entonces, cuando el Señor subió al cielo, y derramó el Espíritu sobre nosotros, no fue el Espíritu como era –por decirlo así–, puro, en la eternidad, sino el Espíritu que había caminado con él durante los días de su encarnación, y que retuvo en sí mismo todos las cualidades y riquezas de la humanidad perfecta del Señor Jesús.

Aprendiendo a vivir Su vida

Ese es el Espíritu que él derramó sobre nosotros. Por eso es tan vital entender la relación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Porque el Espíritu Santo es también el Espíritu de Cristo, el Espíritu que posee la misma vida divina del Padre y del Hijo, pero una vida que ha sido ‘humanizada’ para nosotros.

Nosotros no podríamos resistir ni por un segundo la vida divina en un estado ‘químicamente puro’. Ella nos destruiría. Pero esa vida fue filtrada a través de la humanidad de Cristo, y llegó a nosotros humanizada; no nos fue impartida directamente, sino que fue mediada, humanizada y atenuada en Cristo. Esta es la vida que Espíritu ahora nos entrega.

¿Qué aprendemos, entonces, de Jesucristo el hombre? Aprendemos a vivir, como hombres, la vida divina. Y, ¿cómo se vive esa vida? Veamos otro pasaje. En el contexto de Juan capítulo 5, ocurre un milagro. El Señor Jesús sana a un paralítico en el estanque de Betesda, y provoca todo un revuelo, porque lo ha hecho un día sábado. A los judíos les parecía que no se podía hacer nada en ese día, y que el Señor Jesús quebrantaba el sábado.

Entonces, el Señor Jesús responde: «No puedo yo hacer nada por mí mismo» (v. 30). Esta es la lección de vida cristiana práctica más importante que él enseñó jamás a sus discípulos, una lección fundamental, que el Señor grabó a fuego en el corazón de ellos. El Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino «según oigo, así juzgo, y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió, la del Padre». Versículos 31-32: «Si yo doy testimonio acerca de mí mismo, mi testimonio no es verdadero. Otro es el que da testimonio acerca de mí, y sé que el testimonio que da de mí es verdadero».

Nada por sí mismo

Ahora veamos los versículos 19-20: «Respondió entonces Jesús, y les dijo: De cierto, de cierto os digo: No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente. Porque el Padre ama al Hijo, y le muestra todas las cosas que él hace; y mayores obras que estas le mostrará, de modo que vosotros os maravilléis».

Los judíos estaban juzgando al Señor por causa de aquel milagro. Y él responde que él no puede hacer nada, a menos que el Padre lo haga en él. Esto es maravilloso, porque él está hablando como un hombre, tomando la posición de los hombres ante Dios. Aun el más perfecto de todos los hombres no podía hacer nada por sí mismo.

Esta es la lección más importante que Jesús enseñó con sus palabras y ejemplo. El hombre no puede hacer nada por sí mismo. De hecho, él renunció a la manifestación de sus atributos divinos, y ahora dependía del Padre para hacer todo, aunque podría hacerlo, porque todo lo que el Padre hace, lo hace el Hijo igualmente, y ambos son inseparables en su acción. Sin embargo, él habla como hombre y reconoce: «El Padre que mora en mí, él hace las obras» (Juan 14:10).

Jesús escuchaba solo una voz – la voz del Padre. Y actuaba gobernado por esa voz, en todo. Pensaba los pensamientos de Dios, sentía los sentimientos de Dios, pero como hombre. Él había habituado su oído para oír aquella única voz, y así caminó él en la tierra. Entonces, cuando llegó el final, él les dijo a sus discípulos: «Separados de mí, nada podéis hacer» (Juan 15:5). «Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí» (Juan 6:57). «Así como yo no puedo hacer nada sin mi Padre, así ustedes no pueden hacer nada sin mí».

Cuando Jesús llamó a los discípulos, les dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí…». ¿Qué es lo primero que tiene que hacer un discípulo? ¿Y lo segundo y lo tercero, y siempre? «…niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Luc. 9:23). Negarse a pensar sus propios pensamientos, a tomar sus propias decisiones, a sentir sus propios sentimientos, para pensar los pensamientos de Cristo, sentir los sentimientos de Cristo y hacer las obras de Cristo. Ese es el secreto que Jesús enseñó a sus discípulos.

El secreto del Reino

¿Hemos aprendido la lección? ¿Podemos nosotros hacer milagros? No. Jamás haremos un solo milagro por nosotros mismos. El Padre ni siquiera le delegó a Jesús el poder de hacer milagros a discreción. El Hijo solo los hacía cuando el Padre los hacía en él. Estaba en la soberana potestad de Dios hacer o no hacer esas obras, y por ello Jesús sanó solo a un hombre en el estanque de Betesda, aunque allí había una multitud de enfermos.

¡Cuán glorioso es estar bajo las órdenes del cielo! Cuando el cielo está abierto sobre nosotros, vemos a Jesucristo, todas las obras de Dios obrando a través de él, y las palabras de Dios fluyendo a través de él. Los enfermos eran sanados y los endemoniados eran libertados, porque el reino de Dios estaba viniendo sobre él y a través de él.

¿Cuál es el secreto de ese Reino?: El Hijo no puede hacer nada por sí mismo. Este es el secreto de un cielo abierto. Si el cielo no está abierto como debiera sobre nosotros, es porque aún creemos ser capaces de hacer muchas cosas por nosotros mismos. Pero esa es la gran lección que nos enseñó el Maestro: No puedo hablar nada por mí mismo; yo oigo, y así hablo. Lo que escucho, eso digo; lo que veo, eso hago. Por eso, Juan dice: «Lo que hemos visto», no lo que hemos inventado o lo que a nosotros nos parece. «Lo que hemos visto y oído, eso anunciamos» (1ª Juan 1:13).

¿Es posible conocer hoy a Jesús y, a través de él, conocer al Padre y al Espíritu Santo, como lo conocieron los discípulos? La Escritura afirma que sí es posible. ¿Cómo aprendieron los apóstoles a vivir bajo la unción del Espíritu? Jesús les enseñó, no de manera teórica, sino práctica. Él anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios lo había ungido con el Espíritu Santo y con poder, y ellos aprendieron con Jesús cómo caminar bajo la unción del Espíritu.

Hay tanto que aprender de Jesús; por eso somos sus discípulos, para aprender de él y vivir como él vivió. Recuerden, el conocimiento de Dios trae el carácter; y el carácter trae la autoridad y el dominio. Que el Señor nos socorra a todos.

Mensaje impartido en Cuba (Octubre 2013).