Un humilde muchacho africano elevado a un sitial de leyenda por la elección y la gracia de Dios.

— Mi Padre me ha dicho que usted me llevará a Nueva York a ver a Esteban Merritt – dijo el joven negro al capitán, mientras éste desembarcaba desde un bote con varios tripulantes de su barco.

El capitán pareció no escucharle. Su interés era negociar con los nativos, para luego emprender la navegación otra vez. Sin embargo, al oír (porque había oído) esa extraña afirmación, se fijó en el muchacho, y vio que iba desharrapado y descalzo. ¿Quién era él para hablar así? Además, estaban en Liberia, Africa Occidental, a miles de millas de Estados Unidos.

—¿Quién es tu padre y dónde está? – le preguntó.

— Mi Padre está en el cielo – le contestó el muchacho.

El capitán era un hombre rudo. Así que dejó escapar unas cuantas blasfemias, y luego masculló:

— Mi buque no lleva pasajeros. Debes estar loco – y se fue.

El muchacho no se desanimó. Estuvo haciendo guardia dos días, mientras el capitán iba y venía en sus negocios. Dormía en la arena, y oraba gran parte de la noche.

Al tercer día, cuando pisaron tierra otra vez, el muchacho corrió hacia ellos:

— Mi Padre me ha dicho anoche que esta vez ustedes me llevarán.

El capitán lo miró asombrado. Dos tripulantes le habían abandonado la noche anterior, de manera que le faltaba gente.

Reconoció que el muchacho era de la tribu Kru y supuso que era un marinero con experiencia, como lo eran sus paisanos.

— ¿Cuánto quieres ganar? – le preguntó.

— Sólo lléveme hasta Nueva York a ver a Esteban Merritt – respondió el muchacho.

El capitán, entonces, dio la orden y fue embarcado. Corría el año 1889.

El desdichado rehén

¿Quién era el joven y por qué quería ver a Esteban Merritt, de Nueva York? La respuesta a esta doble pregunta es muy extraña. Su nombre era Kaboo, tenía diecisiete años, y esperaba que Esteban Merrit le enseñara todo lo que sabía sobre el Espíritu Santo.

Kaboo, en realidad, no era liberiano, sino que pertenecía a una tribu descendiente de los Kru que habitaba al oeste de Costa de Marfil. Su padre era jefe de la tribu. En aquellas regiones, a fines del siglo XIX, era costumbre que un jefe derrotado en la guerra debía entregar a su hijo mayor como rehén para asegurar el pago al vencedor. Si éste se retrasaba, el hijo frecuentemente era sometido a torturas. Esta fue la suerte de Kaboo.

A los 15 años de edad, ya había sido tomado como rehén en tres ocasiones. Para la primera vez era sólo un bebito; en la segunda, estuvo varios años sometido a sufrimientos inena-rrables. Para la tercera, Kaboo tenía 15 años. Su padre reunió todos los bienes que pudo en su asolada tribu para satisfacer las demandas del jefe vencedor, pero fueron insuficientes. Así que Kaboo comenzó a ser torturado cruelmente. Las heridas no tenían tiempo de curarse antes del próximo tormento. La piel de su espalda colgaba a jirones. Pronto estuvo tan agotado que ya no podía mantenerse en pie.

Entonces prepararon dos vigas en forma de cruz, adonde lo arrastraban para continuar el castigo.

Sin embargo, de seguir así las cosas, la muerte que le esperaba sería aun más atroz. Cavarían una fosa y lo enterrarían vivo hasta el cuello. Luego, lo untarían con melaza para atraer a las hormigas carnívoras. En pocos minutos quedarían los puros huesos.

Ante esa perspectiva, Kaboo sólo deseaba morir.

Una extraña luz

Sin embargo, su suerte habría de ser muy diferente a partir de entonces. Una gran luz, como un rayo, irrumpió sobre él. Una voz audible que parecía venir de lo alto le ordenó levantarse y huir. Los que le rodeaban oyeron la voz y vieron la luz pero no entendieron de qué se trataba.

En un abrir y cerrar de ojos, Kaboo recobró sus fuerzas y, saltando, huyó hacia la selva con la velocidad de un ciervo. ¿A dónde ir? No podía huir hacia su tribu, porque atraería sobre ella la peor de las venganzas.

Algo sobrenatural volvió a ocurrir. La misma extraña luz que le había salvado le comenzó a guiar por los intrincados vericuetos de la selva. Kaboo se limitó a seguirla. Durante el día se ocultaba en el hueco de los árboles, y durante la noche continuaba su marcha. La noche era para él lo suficientemente clara como para juntar frutas y raíces y alimentarse. Cruzó lagos y ríos. A su alrededor, toda la fauna salvaje enmudeció, y dejó el paso libre al muchacho que huía.

Después de días llegó a una plantación en las afueras de Monrovia (Liberia). Grande fue su sorpresa cuando supo que había llegado a otro país. La primera persona que vio fue un hombre de su propia tribu, quien le contó que ese no era un lugar de esclavizadores, sino de liberadores de esclavos. ¡Dios le había guiado al único lugar donde estaría a salvo!

Allí encontró empleo y fue invitado a una reunión cristiana. Al oír la historia de la conversión de Saulo, pudo ver que Dios le había salvado de la misma forma. Una misionera lo condujo al Señor y le enseñó los rudimentos de la fe. También le enseñó a leer y escribir en inglés.

Muy luego, Kaboo fue cautivado por el Señor y sintió deseos de prepararse para ir a dar testimonio a su tribu. Sin embargo, sentía que tal vez nunca estaría en condiciones. Para él fue un gran descubrimiento el saber que el Espíritu había sido enviado para capacitar al cristiano. Comenzó a buscarle con gran insistencia, a tal punto que sus compañeros se cansaban de oírlo orar por las noches.

Un día tuvo la experiencia de la llenura del Espíritu. El no sabía nada de la doctrina sobre el Espíritu Santo, pero ese día fue lleno de Él. Poco después fue bautizado en las aguas y su nombre fue cambiado por el de Samuel Morris.

Samuel estaba tan cautivado por su relación con Dios, que pronto llegó a ser conocido como el nativo más consagrado y fervoroso de esa región de Liberia.

Un día, con la ayuda de un misionero, descubrió Juan 14. Al saber que el Espíritu Santo obra aquí en la tierra, que es una Persona Viviente, no tuvo palabras para expresar su asombro y felicidad. Supo que Él fue quien lo liberó y lo condujo hasta allí. Desde ese día, Samuel hizo largos viajes para conversar con los misioneros acerca del Espíritu Santo. Les hacía tantas preguntas difíciles que, por fin, una misionera se vio obligada a confesar:

— Samuel, ya te he dicho todo lo que sé acerca del Espíritu Santo.

Samuel insistió:

— ¿Y quién le dijo a usted todo lo que sabe acerca del Espíritu Santo?

Ella respondió que todo su conocimiento acerca de este tema lo debía a Esteban Merritt.

— ¿Dónde está Esteban Merritt?

— En Nueva York.

— Pues iré a verlo – fue la respuesta de Samuel.

Peripecias a bordo

Cuando subió a bordo, Samuel se encontró con un muchacho tirado en la cubierta. Era el camarero del capitán. Se hallaba tan malherido que ni siquiera podía incorporarse. Samuel se arrodilló junto a él y oró. El muchacho se levantó de inmediato, totalmente restablecido.

Poco más tarde, cuando el capitán quiso deshacerse de Samuel, al comprobar que no sabía trabajar, el camarero intercedió por él.

— Por favor, capitán, llévelo. ¡Mire lo que hizo por mí!

La vida a bordo era cruel. Casi cada palabra era acompañada por una blasfemia, un puntapié o un bofetón. La tripulación se hallaba compuesta por hombres de distinta procedencia. Samuel era el único negro a bordo, y todos le rechazaban. Los golpes y los insultos llovían sobre su cabeza.

Al tercer día se desató una tormenta. A Samuel lo amarraron a uno de los mástiles para que ayudara a recoger las velas. Allí enfermó gravemente, debido al feroz azote de las olas. Entonces Samuel oró:

— Padre, tú sabes que he prometido a este hombre trabajar todos los días hasta llegar a América. Yo no puedo trabajar si estoy enfermo. Por favor, quita esta enfermedad.

Luego se levantó y retomó sus tareas. Nunca más estuvo enfermo en el barco.

Al día siguiente, el camarero lo relevó de su trabajo, así que Samuel se dirigió a la cabina del capitán. Éste, que estaba ebrio, golpeó a Samuel hasta dejarlo inconsciente en el suelo. Al recuperar el conocimiento, Samuel se levantó y siguió con sus tareas, tan animadamente, como si nada hubiera pasado. Le preguntó al capitán si conocía a Jesús. Luego, se arrodilló y oró con tanta sinceridad y fervor por él, que éste inclinó la cabeza, conmovido.

Un día, azuzados los hombres por el alcohol, comenzó una pelea sobre cubierta. Era una disputa sin sentido por prejuicios raciales. Un malayo muy corpulento, que pocos días antes había amenazado con matar al “negro”, se sintió insultado, tomó un machete y se abalanzó sobre los demás, con ansias de matar. De pronto, Samuel se interpuso en su camino y comenzó a decirle, con su modo calmo:

—No mates, no mates.

El hombre levantó el arma contra él y le miró con ojos centelleantes. Samuel, a su vez, le miró a los ojos, sin hacer movimiento alguno para defenderse. El malayo se detuvo y, lentamente, bajó su arma y se volvió a su litera.

Cuando el capitán supo esto pensó que Samuel tenía un poder misterioso. Bajó al camarote con Samuel y éste oró por él y por toda la tripulación. Por primera vez el capitán se unió a la oración. En aquel momento el capitán entregó su vida al Señor. Fue el primero de muchos convertidos a Cristo allí en el buque.

A partir de entonces, Samuel se ganó por completo el corazón del capitán, quien ya no pagó más a su gente con ron. Las peleas se acabaron. Ahora el capitán llamaba a sus hombres al puente de popa para orar. Samuel dirigía esas oraciones y cantaba los himnos que había aprendido en Liberia. En sus momentos libres pasaron horas escuchándole cantar. Así, ellos comenzaban a sentir la obra de la gracia de Dios en sus corazones.

Poco después del incidente, el malayo cayó gravemente enfermo. Samuel oró por él y recibió inmediata sanidad. Esto produjo una nueva impresión en el corazón de esos duros hombres de mar. Desde entonces todos comenzaron a orar y cantar con Samuel Morris.

Todos a bordo se convirtieron en sus amigos. Más de la mitad de ellos habían recibido al Señor. Las discriminaciones raciales habían sido olvidadas. Un embajador de Dios había navegado con ellos por un tiempo y les había enseñado con su ejemplo que hay un Dios personal, que contesta la oración y que no hace acepción de razas o color.

Una breve estadía

Tras cinco meses a bordo, el barco llegó a Nueva York. La tripulación hizo una colecta de ropa para cambiar las ajadas prendas de Samuel. Al darle la mano por última vez, muchos de esos hombres endurecidos lloraron como niños.

Nueva York estaba allí. Esteban Merrit sería ubicado milagrosamente, y en los próximos dos años, Samuel habría de ser conocido por muchos. Todos quedaban sobrecogidos por la presencia del Espíritu Santo que irradiaba de él. Samuel no predicaba, pero cuando oraba, todos eran tocados. Muchos caían de rodillas pidiendo perdón a Dios por sus pecados, o bien alabándole por su salvación.

Aunque murió tempranamente, a los 21 años de edad, su influencia perduró en el corazón de quienes le conocieron. Antes de morir, él dijo:

— La luz que mi Padre del cielo envió para salvarme en Africa tuvo un propósito. Fui salvado con un propósito. Ahora ya lo he cumplido. Mi obra aquí en la tierra se ha terminado.

Hasta el día de hoy, la Universidad de Taylor, en Estados Unidos, donde fue atendido, exhibe un monumento con una inscripción que dice:

SAMUEL MORRIS 1872-1893 PRÍNCIPE KABOO
NATIVO DEL AFRICA OCCIDENTAL
MISTICO CRISTIANO APOSTOL DE LA FE SENCILLA
EXPONENTE CABAL DE UNA VIDA LLENA DEL ESPÍRITU SANTO

Fuentes: Samuel Morris, por Lindley Baldwin, y La investidura del poder, por O.J. Smith.