La mentalidad imperante en el mundo de hoy representa, entre otras cosas, una forma de relativismo cultural acerca de cosas como la razón, la verdad, los valores, el yo y otras nociones.

Una de las corrientes de pensamiento más influyentes de nuestro tiempo es el llamado Postmodernismo. Aunque tuvo su origen en el ámbito académico, su influencia se ha extendido a mundos tan diversos como los de la educación, la política, los medios de comunicación e incluso, la religión.

Hace poco tiempo una profesora contaba que en una conversación con otros colegas, cristianos la mayoría de ellos, surgió una discusión sobre la naturaleza de «la verdad». Para su sorpresa, la mayoría de ellos defendió que la verdad objetiva no existe, sino que existen verdades particulares y subjetivas, que dependen de convenciones sociales, condicionamientos culturales y preferencias individuales.

Lo sorprendente es que todo ello fue sostenido por personas que afirman ser seguidoras de Aquel que afirmó inequívocamente: «Yo soy… la verdad». Sin embargo, nadie, excepto la profesora, pareció percibir la contradicción implícita entre ambas posiciones.

La historia anterior ilustra muy bien hasta qué punto somos capaces de adoptar cosmovisiones que, en muchos de sus aspectos, chocan abiertamente con la visión cristiana del mundo, sin estar conscientes de ello.

Una de esas cosmovisiones es el Postmodernismo. El filósofo cristiano J. P. Moreland nos dice que, según el postmodernismo, «la realidad, los valores y la verdad son convenciones arbitrarias relativas a diferentes culturas». Este punto de vista es sostenido por una amplia y variopinta coalición de pensadores, distribuidos a través de varias disciplinas, de manera que es difícil definir el postmodernismo de una manera que haga justicia a todos ellos. No obstante es posible afirmar que el postmodernismo es una noción tanto histórica como filosófica.

Reacción contra la modernidad

Desde un punto de vista histórico, el modernismo es una reacción en contra del periodo histórico conocido como modernidad. Aunque este periodo comenzó en el Renacimiento, alcanzó un desenvolvimiento pleno durante la Ilustración en los siglos XVIII y XIX. Pensadores como Descartes, Hume, Locke y Kant son representativos de ella. A grandes rasgos, la modernidad estableció la razón científico-técnica como única fuente autorizada de conocimiento cierto o verdadero acerca del mundo.

Dicho de una manera bastante simplificada, la modernidad se estableció sobre dos ideas pivotales: La primera es que todo lo que existe es el mundo físico material, constituido de átomos, protones y electrones, auto-explicativo y causalmente cerrado. La segunda es que el conocimiento del mundo es posible únicamente a través de las percepciones de los sentidos, interpretados por la razón. Luego, puesto que cosas como Dios, las normas morales, el alma humana, los valores estéticos y un largo etc. no caben dentro de las categorías mencionadas, estos serán relegados al ámbito de los valores subjetivos.

Sólo de paso, es importante decir que las ideas centrales de la modernidad entrañan una contradicción insalvable, que luego el postmodernismo aprovechará en su crítica contra ella. Porque la idea de que el mundo físico material es todo lo existe es, ante todo, una noción metafísica, vale decir, una noción que estará para siempre fuera del alcance de nuestra percepción sensorial (empírica). De manera que no es posible saber a través de los sentidos que todo lo que existe es el mundo físico material.

Sin embargo, a partir de allí, la modernidad ello estableció una división arbitraria entre hechos y valores. Los hechos son aquello que la razón puede conocer de manera cierta a través del uso de los sentidos físicos. Estos son el dominio exclusivo de la ciencia, que vino a ser considerada como la única fuente autorizada de verdadero conocimiento. Por otra parte, las normas morales, dogmas religiosos y principios estéticos, pasaron a ser considerados como meros valores, esto es, la expresión de estados mentales, preferencias, gustos y deseos subjetivos sin referencia alguna a la realidad objetiva, esto es, el mundo de los hechos reales.

Esta división fue devastadora para el conocimiento y llevó a una división insalvable entre el campo científico y el campo humanista. La universidad, hasta entonces, poseía una visión unificada del conocimiento, bajo la noción de que la mente de un mismo Dios creador era la fuente tanto del conocimiento empírico, como del conocimiento moral y religioso. Pero, al desplazar a Dios como fuente final y unificadora del conocimiento, este quedó dividido y fragmentado irremediablemente. Antes de la modernidad, las normas morales y la revelación bíblica también eran considerados hechos reales y objetivos, obtenidos de fuentes de autoridad diferentes a los sentidos y, como tales, capaces de ser entendidos de manera racional.

Pero ahora, religión y moral fueron relegados al campo de los sentimientos subjetivos, y por lo tanto, a la esfera privada de los gustos y preferencias personales, al mismo nivel que los gustos deportivos y culinarios, ¿Y quién tiene derecho a juzgar nuestros gustos deportivos o culinarios, y tratar de imponernos los suyos? De esta manera, se considera que la religión y la moral tratan de cosas relativas y subjetivas, mientras que la ciencia trata de hechos objetivos y absolutos del mundo real.

Esta forma de pensamiento sigue permeando gran parte de la cultura occidental, e incluso, muchos cristianos la aceptan de manera tácita. Se nos dice que «la ciencia trata con los hechos y la religión con los significados». En otras palabras, el cristianismo es tolerado de manera condescendiente siempre y cuando no quiera invadir el mundo los hechos reales, y hacer afirmaciones que impliquen «conocimiento» del mundo real, esto es, sobre cómo son y deben ser las cosas en la realidad. Recientemente, una columnista del diario La Tercera (Chile)expresó este mismo pensamiento, lo que nos muestra hasta qué punto la modernidad sigue vigente hoy, objetando el que los creyentes puedan participar con sus propios puntos de vista bíblicos en las discusiones sobre el aborto, el matrimonio homosexual, etc. Entonces, agrega, de manera condescendiente:

«¿Significa que la creencia religiosa debe ser motivo de ‘persecución laica’? Obviamente que no. Para su propio resguardo debe privatizarse. En una sociedad democrática, la privatización de lo religioso es parte de la garantía tanto de su propia existencia (la democracia), como de la pluralidad de creencias tanto religiosas como seculares».

En otras palabras, el cristianismo no es depositario de ningún conocimiento relevante acerca de cómo son o deben ser las cosas en el mundo público real, y debe permanecer en el área de lo privado.

La Venganza Postmoderna

Desde el tiempo de la Ilustración, las disciplinas humanistas se embarcaron en una larga lucha contra el naturalismo científico característico de la modernidad y su hegemonía cultural, que las había relegado el terreno de los valores subjetivos. Sin embargo, por mucho tiempo esa lucha pareció perdida, hasta que la llegada del siglo XX, con todos sus horrores, modificó el escenario. Las barbaries y genocidios del nazismo y los totalitarismos de diverso cuño, agudizaron en muchos intelectuales la percepción de que había algo fundamentalmente errado con el predominio de la razón científica-técnica. Las grandes ideologías por detrás de esos totalitarismos eran hijas del modernismo y, en consecuencia, muchos de ellos comenzaron a sospechar de la razón empírica y su capacidad para traer progreso y felicidad a la humanidad, tal como lo proclama la modernidad. Por ello, comenzaron a aplicar sobre el racionalismo cientificista la misma clase de crítica corrosiva que este había aplicado sobre la religión y las normas morales.

Desde el punto de vista filosófico, el postmodernismo es una redefinición de lo que cuenta como conocimiento verdadero, y representa una forma de relativismo cultural acerca de cosas como la razón, la verdad, los valores, el yo y otras nociones. Recordemos que la modernidad había establecido una diferencia entre hechos objetivos y valores subjetivos y relativos. El postmodernismo va a dar un paso más allá y afirmar que el mundo de los hechos objetivos tampoco existe. No hay tal cosa como la realidad objetiva, la razón y la verdad. Todas ellas no son más que construcciones sociales, creaciones y prácticas lingüísticas, no relativas a individuos sino a grupos sociales que comparten un mismo relato acerca del mundo, la realidad, la verdad, etc.

En el centro de la crítica postmodernista está la idea de que no es posible acercarse a la realidad sino a través del lenguaje y que este determina la manera como la percibimos. Como lentes que colorean todo lo que vemos, nuestros lenguajes determinan lo que conocemos como realidad. Luego, puesto que el lenguaje es construcción social, también lo que llamamos realidad lo es. La ciencia, al igual que la religión, la moral, el arte, etc. no son más que diferentes «juegos de lenguajes», sobre los que ciertos grupos sociales se ponen de acuerdo. Como en un juego cualquiera, tenis, fútbol, básquetbol, etc. las reglas son arbitrarias y sólo son válidas para quienes las aceptan y participan del juego

En apariencia, parece que el post-modernismo quita al naturalismo científico su lugar hegemónico, y abre la puerta de regreso a otras visiones del mundo, tales como las que vienen de religión, la ética, etc. Sin embargo, el precio resulta demasiado alto, pues lo hace al costo de relativizar toda forma de conocimiento y volverla irrelevante.

Finalmente, puesto que no existe una verdad objetiva que encontrar allá afuera, todos los «relatos», como la ciencia, el cristianismo, el marxismo, el budismo, etc., pero también la hechicería, el ocultismo, el feminismo, etc. adquieren un status similar y relativo, mientras se vuelven competidores por el poder y la hegemonía cultural. Todo se convierte en una lucha de poder y dominio sobre los otros. La tolerancia postmodernista, tan en boga hoy en día, no significa el respeto por personas que piensan distinto, sino la afirmación de que no existen ideas o corrientes de pensamiento más o menos verdaderos que otros. Todos poseen el mismo estatus cognitivo y son relativos a un contexto social y cultural específico. Por eso, la única manera de imponerse a otros es a través de la captura y el uso del poder. En este sentido, el filósofo J.P. Moreland afirma que el postmodernismo lleva a la institucionalización de la ira:

«Los postmodernistas están preocupados con las luchas de poder que rodean el uso del lenguaje y la práctica social, y se ven a sí mismos como parte de un movimiento misionero que busca liberar de los dominadores a sus víctimas impotentes y oprimidas. A menudo practican una «hermenéutica de la sospecha», en la que interpretan el lenguaje corporal, el discurso hablado y escrito, y la comunicación escrita, no en términos de las propias intenciones de los comunica-dores sino en términos de su intento de victimizar y dominar al «otro» tal como lo entienden los postmodernistas en su agenda interpretativa (v.g. feminismo, derechos homosexuales, y similares)… Haciendo de las luchas de poder el foco central de la cruzada postmoderna, el movimiento dignifica la ira al institucionalizarla y colocarla en un alto status ideológico, y produce ira al acoger la sospecha relacional, según la cual hay un victimizador escondido detrás de cada árbol lingüístico».

Así, el postmodernismo ha sido cómplice en el surgimiento de un mundo lleno de gente indignada.

Por cierto, el pensamiento postmodernista entraña una auto contradicción, a nuestro juicio, insalvable. Por un lado, afirma que todas las corrientes de pensamiento no son más que relatos, estructurados en torno a lenguajes específicos y relativos a culturas particulares. En ese sentido, ningún relato puede reclamar un valor absoluto y universal. Pero, por otro lado, reclama tácitamente para sí mismo un status de de verdad objetiva y universal acerca de todos los demás lenguajes particulares, contradiciendo así su premisa básica. Porque sí su premisa básica es correcta, entonces tampoco el postmodernismo puede poseer validez universal y por lo tanto, la verdad objetiva acerca de todos los otros «relatos». En consecuencia, ya no podría ser verdad que todos los relatos son relativos a su contexto lingüístico y cultural, pues su propio caso sería una negación de esta premisa. El postmodernismo ha probado ser un ácido tan corrosivo, que ha minado sus propias bases de sustentación.

Finalmente, el relativismo post-modernista arroja al hombre a un mundo carente de verdad y significado objetivos. Un mundo donde el individuo se ve obligado a construir sus propios valores y significados sin ninguna referencia a una verdad objetiva y superior que lo oriente o conduzca a través de la vida. Pero un mapa de significados propios y subjetivos siempre resultará superfluo al final, porque siempre sabremos que podría haber sido cualquier otro, y que, en realidad, da lo mismo el que sea. En un mundo como ese, donde la verdad absoluta ha desparecido del mapa, algo tiene que reemplazarla. Y lo que ha venido a ocupar su lugar es la importancia absoluta de satisfacer nuestros deseos. Sin la verdad para guiarnos, nuestros deseos se convierten en nuestros amos. Por ello, en un mundo postmoderno se nos incita de manera constante a perseguir nuestros deseos, y dejar a otros hacer lo mismo. El resultado: hombres y mujeres vacíos y desorientados que, como obsesivos consumidores de comida chatarra, nunca se sacian de nuevas experiencias emotivas y sensoriales, sometidos bajo la tiranía de un conjunto caótico de deseos que luchan en su interior, mientras demandan ser satisfechos.

La recalcitrante imagen de Dios

En la sociedad actual, modernismo y postmodernismo cohabitan en la mente de muchas personas. Para muchos la ciencia sigue siendo la fuente última de autoridad respecto de los hechos de la vida real, pero se vuelven rápidamente postmodernos en asuntos relativos, por ejemplo, a la moral sexual o la religión. Nadie quiere asumir una posición post-modernista respecto a su salud o su estado financiero. En estos casos, también los postmodernistas quieren conocer los hechos reales y verdaderos, por mucho que su filosofía afirme que tales hechos objetivos no existen. Porque en este, como en muchos casos, la imagen de Dios en el hombre se muestra recalcitrante.

La filosofía modernista afirma que los valores morales son meras ilusiones subjetivas, pero, todo modernista, llegado el caso, exigirá ser tratado con justicia, honestidad y verdad, es decir, conforme a valores morales objetivos, haciendo caso omiso de su filosofía. De hecho, todo el tiempo estamos escuchando como los defensores del modernismo y el postmodernismo intentan imponer su propia agenda moral sobre otros.

Ciertamente, varios aspectos de la crítica postmodernista a la modernidad son correctos y pueden ser acogidos desde una perspectiva cristiana. El problema no está en el diagnóstico de la enfermedad sino en el remedio propuesto para su cura. Termina, recordando las palabras del filósofo Francis Schaeffer, en una huída final de la razón y de la verdad. No deja de ser irónico que la modernidad, en su intento de elevar la razón a un pedestal de suprema autoridad, acabase destruyendo las mismas bases de su credibilidad.

El problema está en que tanto el modernismo como el postmodernismo son filosofías demasiado «delgadas» para dar cuenta de la densidad de la experiencia humana real. El cristianismo no es meramente una fe privada y subjetiva como afirma el modernista, ni tampoco una convención lingüística y social, como afirma el postmodernista. El cristianismo afirma estar en posesión de un conocimiento relevante y verdadero sobre el mundo real. Ese conocimiento es testeable y está abierto al examen de todos los hombres racionales. No puede ni debe ser aceptado como una mera creencia subjetiva. Por el contrario, tiene la capacidad dar cuenta de una manera mucho más rica y profunda de toda la densidad del mundo real y de la experiencia humana. Si una filosofía no puede satisfacer nuestro profundo anhelo por conocer la verdad, o dar cuenta cabal de nuestra experiencia moral, peor entonces para esa filosofía. El cristianismo hace ambas cosas y de manera plena. Y si aún no lo vemos así, se debe a que quizá no hemos comprendido plenamente el poder de estas palabras: «Yo soy el camino y la verdad y la vida».