¿Cómo llegó el hombre a ser esencialmente malo? La respuesta cristiana a esta interrogante –como plantea C.S. Lewis– se encuentra en la doctrina de la caída. Según tal doctrina, el hombre de hoy es un horror para Dios y para sí mismo, una criatura mal adaptada al universo, no porque Dios lo hiciera así, sino porque él mismo lo hizo al abusar de su libre albedrío.

Dios es bueno, e hizo buenas todas las cosas, y una de las cosas buenas que hizo es el libre albedrío de las criaturas racionales. Pero, por la naturaleza misma del libre albedrío, éste incluía la posibilidad del mal. Y las criaturas, valiéndose de esa posibilidad, se hicieron malas.

Ahora bien, el primer pecado fue esencialmente el pecado de desobediencia. No un pecado social, sino personal; no contra el prójimo, sino contra Dios. Y esa desobediencia procedió del orgullo. San Agustín lo ha descrito como el intento de la criatura de establecerse a sí misma, de existir por sí misma.

Cuando la criatura fue consciente de su yo, como alguien distinto de Dios, surgió la alternativa de elegir entre Dios y el yo. A diario cometen este pecado los niños pequeños y los hombres ignorantes, al igual que las personas más sofisticadas: es la caída en cada vida individual, y cada caída de cada vida individual; el pecado básico tras todos los pecados individuales. A lo largo de todo el día, y todos los días de nuestra vida, nos deslizamos, resbalamos, caemos desde Dios a nosotros.

Pero Dios no puede habernos hecho así. Este gravitar lejos de Dios, siempre volviendo al yo, debe ser un producto de la caída. Este afán de independencia, de tener algo mío, como diferente de lo Suyo; este «ser dueño de su propia vida»; este afán de ser sustantivo, cuando solo se es adjetivo; esta gran porfía de la criatura que quiere ser dios, es el pecado de la caída. La sola existencia de un yo incluye desde el comienzo el peligro de la auto-idolatría.

Este pecado fue muy horrendo, puesto que las consecuencias fueron tan terribles. El espíritu humano dejó de tener pleno control de su organismo, a causa de que se rebeló contra la fuente de su poder. De allí el deterioro se hizo extensivo a todo su ser, y a toda la especie. Lejos de Dios, el hombre se convirtió en su propio ídolo. De ahí que el orgullo y la ambición, el deseo de ser adorable a sus propios ojos y abatir y humillar a todos los rivales, la envidia, la incansable búsqueda de más y más seguridad, fueron ahora las actitudes que con mayor facilidad se le daban. Una nueva clase de hombre, nunca creada por Dios, se había abierto paso a la existencia a través del pecado.

Así, nuestra condición actual se explica por el hecho de que somos miembros de una especie malograda. Por tanto, el mayor bien para nosotros en nuestro estado actual, debe significar principalmente un bien reparador o correctivo. Y en este contexto de reparación o corrección, es que el dolor tiene su parte.

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