Las bendiciones del pacto nunca dejarán de descender del cielo.

Y estableceré mi pacto entre mí y ti, y tu descendencia después de ti en sus generaciones, por pacto perpetuo”.

– Gén. 17:7.

Quisiera preguntarte, lector, si tu conciencia atestigua que eres un verdadero discípulo de Cristo; si has echado tu pobre alma en sus brazos, y si has llevado toda tu culpa y tus temores a su cruz. ¿Has experimentado que, por muerte al pecado, estás crucificado con él? ¿Manifiestas, viviendo para justicia, el poder de tu resurrección con él?

Si es así, ¡cuántas razones tienes para alabar al Dios que ha infundido el aliento de vida a tu cuerpo, y el Espíritu de vida a tu alma! Tus privilegios son grandes; tu parte es muy rica. Tu futuro es brillante; tu herencia es segura. Toda tu bendición se puede resumir diciendo que el mismo Dios es un Padre que pacta contigo.

Escudriña la Biblia. Estudia el contrato de tu libertad celestial. Lee las Escrituras que te confieren posición tan alta. En este mundo de miseria hay quienes recuentan su oro, sus joyas y sus posesiones. ¡Cuánto más debe hacerlo el que es heredero de dos mundos, para conocer su riqueza imperecedera!

Tesoros que brillan

Hay un conjunto de bendiciones en Jeremías 31 que se deben aplicar especialmente al corazón: santificación del espíritu, adopción en la familia de Dios, luz divina y perdón eterno. El creyente puede reclamarlas todas ellas a causa de la promesa del pacto.

«Pero este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo. Y no enseñará más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce a Jehová; porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande, dice Jehová; porque perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado» (33-34).

¿Quién no se deslumbraría al contemplar los tesoros que brillan como campos de luz? Un pensamiento inquieto puede preguntar cómo el Dios alto y santo, cuyo ser es perfecto y cuya morada es la eternidad, puede pactar con el hombre bajo, vil y aborrecible, producto del polvo.

Ningún rey se aliaría con el abyecto rebelde que tiene en el calabozo. ¿Cómo, entonces, ha podido el alto cielo descender hasta esta miseria, corrupción y suciedad?

Cuando se mira ese hoyo donde la naturaleza humana se debate, parece que es imposible. Pero, a pesar de esto, la realidad es que Dios ha hecho un pacto con cada uno de los que están bajo la gracia.

Hijo, por su pacto

Abraham es el primer testigo que acude a nuestra llamada; era nacido en pecado, inclinado al mal, hijo de ira y cargado de iniquidad, tal como nosotros somos.

Pero el testimonio afirma que Dios se comunicó con él: «He aquí mi pacto es contigo … Y estableceré mi pacto entre mí y ti, y tu descendencia después de ti» (Gén. 17:4, 7).

A continuación aparece David, quien, por ascendencia natural, era como nosotros. Pero con verdadera gratitud proclama: «Él ha hecho conmigo pacto perpetuo, ordenado en todas las cosas, y será guardado…» (2 Sam. 23:5).

Hasta aquí todo está claro: Dios pacta con el hombre. Pero quizá algún creyente se pregunte, dudando, si después de todo, ese pacto no sería solo para aquellos patriarcas del pueblo elegido. Pero la misericordia de Dios nos trae una respuesta rápida diciéndonos que el pacto ha sido establecido con Abraham y con su descendencia después de él. «Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa» (Gál. 3:29). Esta verdad, lector, brilla ahora como el sol, y no se puede negar que, si eres de Cristo, eres hijo de Dios por su pacto.

No de obras

Ahora estamos en posición de analizar la naturaleza del pacto de Dios con sus condiciones y su confirmación. Lo primero que hay que grabar bien en la mente es que este no es un pacto de obras.

Desde luego hubo un momento en que se propuso semejante arreglo. «Haz esto y vivirás», eran la condición y la recompensa. Pero, apenas vio la luz, cuando ya aquel pacto había muerto, porque el hombre no lo puso en su corazón sino que lo pisoteó, lo esparció todo a los cuatro vientos, e inmediatamente perdió sus privilegios. Aquella voz que empezó con promesas concluyó con juicios de ira. La columna de la inocencia se derrumbó para nunca más levantarse. Aquella página sublime fue despedazada y ya no volvería a escribirse.

Temo que haya muchos que, en la noche oscura de su pecado, sueñen vanamente que este pacto aún es válido, y que por él hallarán la vida. Pero una caña quebrada no es un buen apoyo, ni la blanda arena sirve de fundamento. Un tratado violado no es un buen argumento.

Sería ridículo hacer reclamaciones cuando no hay nada que reclamar. Es como si el hijo pródigo hubiera pedido que se le recibiese basándose en su desobediencia; como si un rebelde dijera: «Perdóneme, porque soy un traidor»; o un criminal demandase: «Absuélvanme, porque soy culpable».

Estos son los vanos pensamientos de los que confían en un pacto que ha desaparecido; que empezó y terminó en Adán. La inocencia no tenía suficiente poder para mantenerlo; y, ¿cómo van a recobrarlo aquellos que están debilitados por el pecado?

Pacto eterno

Pero el pacto que protege al creyente es muy diferente. Está escrito con letras imborrables de amor eterno. Se basa en la roca de propósitos inmutables. Y esto es así porque Dios «para siempre ha ordenado su pacto» (Sal. 111:9).

Pero, ¿dónde hay que encontrar su origen, su vigor y su frescor inalterable? Lo cierto es que si existe, si es fuerte, y si es eterno, se debe a que Jesús lo ha hecho. Es él quien se presenta ante Dios como un segundo Adán; como cabeza de una familia nacida del Espíritu. Las promesas y condiciones que Dios le da para nosotros se cumplen en él. Lo que Dios estipula, Cristo lo lleva a cabo.

Veamos las condiciones: Dios requiere que estemos limpios de todo pecado, vestidos de rectitud, renovados en toda facultad de nuestro espíritu y alma. Cristo es el encargado de realizar esta ingente tarea. Dios promete que Cristo será nuestro Dios; y Cristo promete que nosotros seremos su pueblo. Éste es el nuevo pacto, hecho y ratificado en Cristo.

Cristo es su realidad

Por medio de la fe podemos recoger frutos muy preciosos del árbol de las Escrituras. En Isaías 42:6 y 49:8, por ejemplo, tenemos provisión abundante. En estos pasajes el Padre dialoga con su Hijo. En la cámara del consejo de la eternidad, Dios, en su majestad, dice: «Yo Jehová te he llamado en justicia, y te sostendré por la mano; te guardaré y te pondré por pacto al pueblo … te guardaré, y te daré por pacto al pueblo».

Aquí vemos que Jesús mismo constituye el pacto, porque, en efecto, el pacto no tendría existencia, ni continuidad, ni poder, si no fuera en Él. Cristo es su realidad, su esencia, su plenitud, su todo; y sobre él se funda, se erige y se concluye. Sin Cristo no hay pacto. Pero si se le recibe, ese pacto pasa a ser nuestro con toda su verdad y su riqueza. El que le rechaza perecerá, porque carece de la más leve excusa.

El mismo Jesús es el pacto, ya que, como compañero de Dios el Padre, lo planea, lo desea, lo ordena, lo compone y lo acepta. ÉI es el pacto porque, siendo Dios-Hombre, se hace cargo de él y cumple sus condiciones.

Música que deleita

La evidencia de Malaquías 3:1 es digna de tenerse en cuenta: «Vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis, y el ángel del pacto, a quien deseáis vosotros». Cristo aparece aquí como el mensajero de este pacto. Su misión es venir con la grandeza de su poder, transportado por su amor y con la presteza que el celo de su corazón le da, para anunciar que se ha hecho un pacto, y para informar de lo que éste contiene.

Por medio de su Palabra y de sus ministros, él nos lee línea a línea las concesiones del contrato. Como un glorioso espejo, Jesús nos va mostrando a Dios reconciliado, la paz establecida, toda la gracia obtenida, y las puertas abiertas del cielo. Oh, alma mía, ¿son las dulces notas de este mensaje la música que te deleita?

Cuando el mensajero regresa a la mansión en las alturas, declara al Padre celestial que aquellos pecadores han oído del pacto de gracia, se han humillado arrepentidos, han pasado de las tinieblas a la luz, del odio al amor, y de ser extraños a ser hijos. ¿No nos lleva esto a entrar en el ámbito de ese pacto?

Doble fiador

Veamos las buenas nuevas de Hebreos 7:22. «Por tanto, Jesús es hecho fiador de un mejor pacto». Cristo aparece aquí como fiador de este pacto. La misión del fiador es asegurar que las dos partes cumplan el contrato. En el pacto de obras no había ningún fiador, y por eso fracasó tan rápidamente. Pero ahora el Dios-Hombre, Jesús, es el fiador tanto del Padre como de su pueblo. No es necesario que repita la bendición ilimitada que el Padre ha prometido.

Todo nos será dado, y nuestra copa rebosará. Así será, porque Jesús es el fiador. Las condiciones de los creyentes se cumplirán con total seguridad: se arrepentirán, vivirán por fe y serán fructíferos árboles de justicia. Jesús obrará en ellos el querer y el hacer y, por último, los presentará limpios y santificados, como una iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga ni cosa semejante. La verdad, el amor y el poder de este fiador conseguirán todo esto.

Sellado con sangre

Qué deleites fluyen, también, de Hebreos 12:24: «Jesús el Mediador del nuevo pacto». Cristo es el mediador entre Dios y el hombre; es uno con Dios y uno con el hombre; y pone su mano en ambos de forma que, en él, los dos vienen a ser uno; la separación desaparece y se efectúa la unión. Por eso, las bendiciones del pacto nunca dejarán de descender del cielo.

La verdad que contiene Hebreos 9:15 proporciona un gran banquete: «Así que, por eso es mediador de un nuevo pacto, para que interviniendo muerte para la remisión de las transgresiones que había bajo el primer pacto, los llamados reciban la promesa de la herencia eterna».

Antiguamente, los pactos adquirían validez con la sangre de una víctima. Cuando Dios le mostró a Abraham lo que era el pacto de gracia, hizo pasar un horno humeante y una antorcha encendida entre los animales sacrificados. Esto era para indicar que el pacto eterno tenía que ser sellado con sangre.

Al morir aquella víctima expiatoria y reconciliadora, que no era otro que el mismo Mediador, el Padre quedó complacido y exclamó: «No olvidaré mi pacto, ni mudaré lo que ha salido de mis labios» (Sal. 89:34). La respuesta del creyente está llena de alabanza, porque sabe que Dios es su Padre para siempre, por medio del pacto. La obra del Espíritu hace que este pacto sea seguro e inviolable.

Me pregunto, lector, si tu corazón habla con el mismo lenguaje de gratitud. Hay muchos, por desgracia, que prefieren aliarse con el mundo, adoptando sus costumbres y sus principios. A cambio de ello, éste les ofrece una copa rebosante de gozo imaginario, y cuando las víctimas engañadas van a beber aquella copa, no hallan más que sufrimiento y vergüenza. Luego viene el fin. La condenación eterna viene a confirmar la gran verdad de que la amistad con el mundo es enemistad con Dios.

Huye de esa trampa engañosa. Sal fuera, mantente aparte, sepárate. Los que se pierden descubren demasiado tarde que su alianza con el mundo los lleva atados al infierno.

De El Evangelio en Génesis