Los hijos de Israel aprendieron, en la penumbra de sus ritos, la plenitud de la obra de Cristo.

Y percibió Jehová olor grato».

– Gén. 8:21.

Lector, ¿no desearías que tu alma fuese acepta ante el trono de la gracia? Quizá contestes: Tal bendición es inalcanzable. ¿Cómo puede alcanzar tal favor una criatura tan insignificante, un pecador tan vil? ¡Bendito sea Dios! Hay una puerta disponible. Acércate apoyado con fe en el brazo de Jesús; revestido, por fe, en su justicia; amparándote, por fe, en los méritos de su sangre, y entrarás con alegría indescriptible.

La Biblia parece escrita con el objeto de guiarnos, por un camino eterno, al reposo que Dios ofrece. Por eso, en sus páginas, vemos cómo las doradas puertas se abren cuando manos como las nuestras las tocan. Abel se acerca con el cordero requerido y no halla rechazo. «Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda». Noé fue con la misma llave y no encontró impedimentos. Su culto consistió en aquel incienso de gratitud. «Y percibió Jehová olor grato».

La muerte de Jesús

Así fue y siempre será. Hay tan poderosa virtud en la muerte de Jesús, que Dios no la puede resistir. Cuando un pobre pecador la presenta, hay gozo en lo alto. ¡Cuán importante es que veamos esta verdad con toda claridad! De aquí que, cuando Noé vertió la sangre, que representaba a Cristo, Dios percibió olor grato. Al ser inmolado el Cordero, una fragancia agradable inundó el cielo.

Estas gratas nuevas muestran el argumento con que podemos obtener el perdón y toda la gracia necesaria. Aún cuando hubiéramos tratado de explicar esta lección con muchos razonamientos, tan solo se hubiera logrado elaborar un leve bosquejo. Pero el Espíritu solo afirma: «Y percibió Jehová olor grato». Con una sola mirada, lo comprendemos todo. Al alzarse la cruz, nubes de aroma de victoria traspasan el firmamento.

Esta imagen es una joya del tesoro bíblico, que habla en el lenguaje de todas las clases en todas las épocas y en todos los lugares. Fue ella una luz para los piadosos peregrinos de los primeros tiempos y, después de muchos siglos, continúa siendo una luz para nosotros. Ella reavivó a nuestros hermanos de la antigüedad y rea-vivará al último santo. Desciende a la humildad de la más sencilla morada, pero se remonta también por encima del intelecto más elevado.

«Y percibió Jehová olor grato». Todos entienden por igual que el Padre halla su reposo en Jesús, quedando su divinidad satisfecha. Todo el Evangelio de la reconciliación se encuentra en esa frase. Los hijos de Israel aprendieron, en la penumbra de sus ritos, la plenitud de la obra de Cristo. El derramamiento de sangre proclamaba un perdón completo. Pero, para darles una certeza más grande aún, se agitaba, sobre cada víctima, este ramo de olivo: «…y el sacerdote hará arder todo sobre el altar; holocausto es, ofrenda encendida de olor grato para Jehová» (Lev. 1:9).

Y cuando el gran apóstol ensalza la cruz, usa el mismo emblema para demostrar su poder: «Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante» (Ef. 5:2). Éste es el cristal de aumento con el cual vemos que la muerte de Jesús es el jardín que emana los perfumes más suaves para Dios. Aquel solo sacrificio exhala una fragancia eterna e ilimitada.

La Justicia

Acerquémonos más y veamos el deleite infinito de Dios. Cuando contemplamos a Dios en su majestad, podemos ver sobre su cabeza las incontables coronas de su pura y santa excelencia. Todas ellas brillan armoniosamente con gloria infinita e inmutable. Son inseparables y no pueden existir solas. Están unidas con lazos que solo Dios podía atar, y que él nunca deshará. Siendo así, se podría preguntar: ¿Cómo, entonces, pueden todas ellas contribuir para hacer que un pecador participe del trono del Eterno?

Que hable, primero, la Justicia. Sus reclamaciones nos llenan de terror. Tiene derecho a exigir una obediencia ininterrumpida durante toda la vida. Cada pensamiento que se desvía del amor perfecto, incurre en una deuda infinita. En su mano lleva un rollo escrito, contra nosotros, por dentro y por fuera. Si se relajara, equivaldría a tolerar el mal, y Dios cesaría de ser Dios. Por lo tanto, clama con insistencia: «Paga lo que debes». Pero ¿cómo podrá pagar el que no posee nada sino su propio pecado?

Contempla la cruz. Allí pagó Jesús con su muerte, y no hay lengua que pueda expresar su valor. La Justicia sostiene la balanza, que cruje con el peso de tanta iniquidad. Pero aquel sacrificio colma, con creces, la diferencia. La Justicia se regocija ahora, porque ha sido infinitamente honrada, pues, aunque toda la raza humana hubiese sido precipitada en la celda del tormento y allí se hubiese retorcido eternamente pagando el castigo infernal, con todo, la deuda no se hubiera cancelado. Pero muere Jesús y la Justicia queda, de inmediato, coronada con satisfacción eterna.

Un ejemplo de la vida diaria, aunque solo refleja la verdad en parte, puede ayudarnos. Cierto hombre tiene una deuda millonaria. Sus medios solo le permiten pagar un centavo cada día. El acreedor manda arrestarlo y empieza a cobrar el débito diario. Pasan los años, pero la cantidad apenas decrece, pues el quitar un grano de arena cada día nunca extinguirá las arenas del océano. Pero, he aquí, un hombre rico viene y, con un solo pago, cancela la deuda. La acusación se retira; el prisionero sale libre; y el acreedor se regocija con el pago. Del mismo modo, la copa de expiación que la justicia recibe en la cruz está tan llena que no puede contener más. La Justicia se goza con la dulzura de su sabor.

Considera las maravillas que así se obran: la Justicia descansa su espada vengadora y se envuelve en sonrisa de amor aprobatorio. Cesa de ser el adversario que exige la condena, y se transforma en abogado que, insistente, pide la absolución. El mismo principio que con tanta rigidez demanda la muerte por cada pecado, se niega, con igual rigidez, a recibir el pago dos veces. Aférrate, pues, a la cruz. La Justicia establece allí, con petición poderosa, tu derecho al cielo.

La Verdad

Veamos ahora el dulce sabor que desprende la Verdad de Dios. Si la Justicia es inflexible, también lo es la Verdad. Su sí es sí; su no es no. Cuando habla, su palabra debe cumplirse. Los cielos y la tierra pasarán, pero ella no puede retroceder. Su voz ya se ha dejado oír anunciando la ira eterna que cada pecado provoca. Por ello, ha cerrado las puertas del cielo con barras de duro diamante. Lágrimas, penitencias y súplicas son en vano. La Verdad sería falsa si el pecado escapase impune. Pero Jesús viene a beber la copa de venganza; cada amenaza recae sobre él. La Verdad no necesita más. Bate sus alas con gozo, y veloz vuela al cielo para anunciar que ni una palabra ha dejado de cumplirse.

Tomemos otro ejemplo imperfecto. Un rey proclama un edicto y declara bajo juramento que la desobediencia será seguida por la muerte. Un súbdito se rebela y es hallado culpable. Se impone la ejecución. Si el rey vacilase ahora, ¿dónde pararían su fidelidad y la majestad de su imperio? Pero imaginemos que el hijo del rey se ofrece para sufrir la pena en lugar del ofensor. De este modo, la ley sería honrada, el edicto no se violaría, y el orden se gozaría, a la par que el culpable seguiría viviendo. Así también, cuando Jesús sufre, la Verdad se reviste de honor y percibe el aroma suave de la satisfacción.

Gózate en la cruz, creyente. La misma ley que había forjado tan fuertes cadenas, halla que, solo allí, puede acceder a hacer de tu vida su morada. Ahora demanda tu salvación porque no tiene nada contra ti sino, por el contrario, todo te lo ofrece con la promesa: «…para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna».

La Santidad

Debo añadir que Jesús es olor grato a la Santidad de Dios. Este atributo es la planta sensitiva del cielo que se retrae ante la presencia del pecado. No puede resistir la impureza y solo acepta una rectitud inmaculada. Solo respira donde todo es puro. Pues bien, en la cruz sucede algo maravilloso que hace vibrar de gozo cada fibra del corazón. Brota de ella una corriente que limpia toda culpa hasta hacerla desaparecer. Y esto no es todo. Cuando el pecador la contempla, su pasión por el pecado se marchita, y florece el amor de Dios. Por ello, la cruz presenta a la Santidad, «…una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante».

¿Quisieras, lector, obtener un salvoconducto y aptitud para el cielo? Mora junto a la cruz. Allí adquirirás el derecho de heredar el cielo y la libertad de gozar. ¿Quisieran los ministros de Cristo debilitar el poder de Satanás? Prediquen la cruz. Solo morirán al pecado los que mueran primero, en Cristo, a su castigo. La única fuerza santificante es la fe en Cristo.

La Misericordia

También la Misericordia exhala dulce aroma. La Misericordia llora al contemplar la miseria humana. Se aflige ante la aflicción. Prueba la gota más amarga de la copa de dolor. Pero su triunfo es grande cuando se evita la angustia, cuando se perdona al culpable, cuando se rescata al que perece. ¡Cuán intenso es su gozo cuando ve la inmensa multitud que ha sido arrancada de la amarguísima agonía, y llevada a la gloria celestial! Su deleite se desborda al oír las voces de los que cantan las victorias del Cordero, y al entender que esta adoración resonará con melodía más potente por la eternidad. Pero solo en la cruz puede la Misericordia erguir la cabeza en triunfo.

Con dolor, me doy cuenta de que muchos hijos del pecado tienen una vaga esperanza de hallar misericordia sin haber hallado a Cristo. ¡Oh, si pudiesen comprender a tiempo que la misericordia de Dios nunca se aleja del Calvario! Confío, lector, que ahora podrás ver con claridad en qué forma todos estos atributos cantan, se gozan, dan gracias y gloria por ese Jesús que da satisfacción por todo. Su incienso asciende y el cielo se extasía con su perfume. Por eso, el Padre presenta al Hijo diciendo feliz: «He aquí… mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento». Y también: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia».

El aroma de Jesús

Lector, ¿piensas igual? ¿Es el gozo del cielo tu propio gozo? ¿Es su frescor el frescor de tu corazón, y su perfume el perfume de tu espíritu? ¿Se recrean y reposan todas tus facultades en Jesús? ¿Es él tu paraíso de las más bellas flores y fragantes especies? Créeme, todo dulce aroma está en él. Créeme, fuera de él no existe aroma de dulzura.

El mundo es un desierto impuro. El vapor de su maldad es corrupción y podredumbre. Apártate de sus espinos. Ven y paséate por las verdes alamedas del Evangelio, y participa de sus delicias abundantes. Los redimidos cantan por los caminos del Señor: «Su nombre es como ungüento derramado». «Es la rosa de Sarón». «Mi amado es para mí un manojito de mirra». «Él es como un racimo de flores de alheña». «Mirra, áloe y casia exhalan todos tus vestidos». Sí, él es el olor grato que nunca se desvanece.

¿Y quién puede oír esto y persistir en una vida sin Cristo? Te suplico, hijo del pecado, que hagas una pausa. Sin Cristo estás bajo maldición; tus méritos son trapos sucios; tu oración es abominación; tu alabanza, un insulto; tu servicio, una burla. Cada día te lleva un paso más lejos de Dios, y tu muerte será tu caída en el infierno. Dime, ¿no es mucho mejor ser olor grato de Cristo para Dios? ¡Piénsalo! Una vida con el perfume de Cristo será como una fragancia eterna en el reino de luz. Pero, una vida que despide el olor de la corrupción terrenal, se convierte por fin en el humo aborrecible del sepulcro de las tinieblas.

De El Evangelio en Génesis.