El orgullo de nuestro corazón no nos deja someternos a la justicia de Jesucristo.

Y curan el quebrantamiento de la hija de mi pueblo con liviandad, diciendo, Paz, paz; y no hay paz”.

– Jeremías 6.14.

Así como Dios no puede enviar a una nación o pueblo una bendición más grande que la de darle pastores fieles, sinceros y rectos, la maldición más grande que Dios puede enviar a un pueblo de este mundo, es darles guías ciegos, no regenerados, carnales, tibios y no calificados. No obstante, en todas las épocas, encontrarnos que ha habido muchos «lobos vestidos de ovejas», muchos que manejaban displicentemente conceptos fundamentales que no habían asimilado en toda su profundidad, que restaban importancia a las profecías, desobedeciendo así a Dios.

Tal como sucedía en el pasado, sucede ahora. Hay muchos que corrompen la palabra de Dios y la manejan con engaño. Fue así de una manera especial en la época del profeta Jeremías; y él, fiel a su Señor, fiel a ese Dios que lo había empleado, no dejó de abrir su boca para profetizar en contra de ellos, y para presentar un noble testimonio para honra de aquel Dios en cuyo nombre hablaba.

Si lee usted sus profecías, verá que nadie ha hablado más en contra de tales ministros que Jeremías, y especialmente aquí, en el capítulo del cual ha sido tomado el texto, habla severamente contra ellos – los acusa de varios crímenes, particularmente, los acusa de avaricia: «Porque» dice en el versículo 13, «desde el más chico de ellos hasta el más grande de ellos, cada uno sigue la avaricia; y desde el profeta hasta el sacerdote, todos son engañadores».

Y luego, en las palabras del texto da más específicamente un ejemplo de cómo han engañado, cómo han traicionado a las pobres almas. Dice: «Y duran el quebrantamiento de la hija de mi pueblo con liviandad, diciendo, Paz, paz; y no hay paz.» El profeta, en el nombre de Dios, había denunciado que habría guerra contra el pueblo, les había estado diciendo que su casa quedaría desolada, y que el Señor visitaría la tierra trayendo guerra. «Por tanto», dice en el versículo 11, «estoy lleno de ira de Jehová, estoy cansado de contenerme; la derramaré sobre los niños en la calle, y sobre la reunión de los jóvenes igualmente; porque será preso tanto el marido como la mujer, tanto el viejo con el muy anciano. Y sus casas serán traspasadas a otros, sus heredades y también sus mujeres: porque extenderé mi mano sobre los moradores de la tierra, dice Jehová».

El profeta presenta un estruendoso mensaje a fin de que se espanten y sientan algo de convicción y se arrepientan; pero parece que los falsos profetas, los falsos sacerdotes, se dedicaron a acallar las convicciones del pueblo, y cuando sufrían y sentían un poco espantados, preferían tapar la herida, diciéndoles que Jeremías no era más que un predicador entusiasta, que era imposible que hubiera guerra entre ellos, diciendo al pueblo: «Paz, paz» cuando el profeta les decía que no había paz.

Las palabras, entonces, se refieren primordialmente a las cosas externas, pero yo creo que también se refieren al alma, y se deben aplicar a esos falsos profetas, quienes, cuando el pueblo estaba convencido de su pecado, cuando el pueblo comenzaba a mirar al cielo, preferían acallar sus convicciones y decirles que ya eran lo suficientemente buenos. Y, por supuesto, a la gente por lo general le encanta que sea así; nuestros corazones son muy traicioneros y terriblemente impíos; nadie sino el Dios eterno sabe lo traicioneros que son. ¡Cuántos somos los que clamamos: «Paz, paz» a nuestras almas, cuando no hay paz!

Cuántos hay que están sumergidos en sus impurezas, que creen ser cristianos, que se jactan de interesarse en Jesucristo; pero si examinamos sus experiencias, descubriremos que su paz no es más que una paz proveniente del diablo –no es una paz dada por Dios– no es una paz que escapa a la comprensión humana.

El pecado original

Existen muchas pobres almas que se creen muy razonadoras, no obstante, pretenden afirmar que no existe tal cosa como el pecado original. Acusarán de injusticia a Dios por imputarnos el pecado de Adán, aunque tenemos la marca de la bestia y del diablo sobre nosotros. Sin embargo, nos dicen que no nacimos en pecado. Dejen que miren lo que sucede en el mundo y vean los desórdenes en él y piensen, si pueden, que este es el paraíso en que Dios puso al hombre. ¡No! Todo en el mundo está desordenado. He pensado muchas veces, cuando salía de viaje, que si no hubiera otro argumento que dé prueba del pecado original, los ataques de los zorros y tigres contra el hombre, y sí, hasta el ladrido de un perro contra nosotros, es una prueba del pecado original. Los tigres y leones no se atreverían a atacarnos si no fuera por el primer pecado de Adán; porque cuando los animales se levantan contra nosotros, es como si dijeran: ‘Han pecado ustedes contra Dios, y defendemos la causa de nuestro Señor’.

Si miramos hacia nuestro interior, veremos bastantes lascivias, y el temperamento del hombre contrario al temperamento de Dios. Hay orgullo, malicia y deseos de venganza en todos nuestros corazones; y este temperamento no puede provenir de Dios; proviene de nuestro primer padre, Adán, quien después de caer de las manos Dios, cayó en las del diablo. Algunas personas pueden negar esto; no obstante, cuando llega la convicción, todas las razones carnales son arrasadas inmediatamente y la pobre alma comienza a sentir y ver la fuente de la cual fluyen todas las corrientes contaminadas.

Cuando el pecador despierta por primera vez, empieza a preguntarse: ¿Cómo es que llegué a ser tan malvado? El Espíritu de Dios entonces interviene, y muestra que, por naturaleza, no tiene nada de bueno en él. Entonces ve que se ha apartado totalmente del camino, que es totalmente abominable, y la pobre criatura es impulsada a caer al pie del trono de Dios, y a reconocer que Dios sería justo si lo condenara, si lo rechazara aunque nunca hubiera cometido un pecado en su vida. ¿Han sentido y experimentado esto algunos de ustedes –para justificar que pesa sobre ustedes la condenación de Dios– que son por naturaleza hijos de ira, y que Dios puede, en su justicia rechazarlos aunque en realidad nunca lo han ofendido en toda su vida?

Si alguna vez han sentido una auténtica convicción, si sus corazones fueron verdaderamente quebrantados, si el yo realmente les ha sido extirpado, habrán visto y comprendido esto.

Y si nunca han sentido el peso del pecado original, no se llamen cristianos a sí mismos. Estoy convencido de que el pecado original es la carga más grande del verdadero convertido; esto entristece siempre al alma regenerada, al alma santificada. El pecado que mora en el corazón es la carga de la persona convertida; es la carga del verdadero cristiano. Este clama continuamente; «¡Oh! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte», esta corrupción que mora en mi corazón? Esto es lo que más perturba a la pobre alma. Y, por lo tanto, si nunca sintieron ustedes esta corrupción interior, si nunca pensaron que Dios podría maldecirlos justamente, entonces, mis queridos amigos, pueden hablar de paz al corazón; pero me temo que no, estoy seguro de que no tienen verdadera paz.

Fariseísmo

Es más: antes de poder hablar de paz a sus corazones, no sólo deben estar compungidos por los pecados en su vida, los pecados de su naturaleza, sino también por los pecados de sus mejores deberes y obras. Cuando una pobre alma despierta un poco por los terrores del Señor, entonces la pobre criatura, habiendo nacido bajo el pacto de las obras, vuela otra vez a él. Y así como Adán y Eva se escondieron entre los árboles del jardín, y cosieron hojas de higuera para cubrir su desnudez, el pobre pecador, al despertar, vuela a sus deberes y sus obras, para esconderse de Dios, y trata de coserse una justicia propia. Dice: ‘Ahora seré muy bueno –me reformaré– haré todo lo que esté a mi alcance; y seguramente así Jesucristo tendrá misericordia de mí’. Pero antes de poder hablar de paz a su corazón, tiene que llegar al punto de ver que Dios puede condenarlo aun por la mejor oración que haya elevado; tiene que llegar a comprender que todos sus deberes, toda su justicia –como lo expresa elegantemente el profeta– todo eso junto, dista tanto de recomendarlo a Dios, dista tanto de ser un motivo e incentivo para que Dios tenga misericordia de su pobre alma, que los verá como trapos sucios, paños menstruales – que Dios los odia y no puede quitárselos si se los presenta como una recomendación a su favor.

Mis queridos amigos, ¿qué puede haber en nuestras obras para recomendarnos a Dios? Nuestra persona se encuentra, por naturaleza, en un estado no justificado, merecemos ser condenados diez mil veces y más; ¿y qué son nuestras obras? Por naturaleza, no podemos hacer nada bueno. «Los que andan conforme a la carne no pueden agradar a Dios». Uno puede realizar cosas materialmente buenas, pero no puede hacer nada bueno que sea contado para justicia, porque la naturaleza no puede actuar contra sí misma. Es imposible que el hombre inconverso pueda actuar para la gloria de Dios; no puede hacer nada por fe, y «lo que no se obra por fe es pecado». Después de ser renovados, en realidad somos renovados sólo en parte, el pecado sigue morando en nosotros.

Hay una mezcla de corrupción en cada uno de nuestros deberes, de manera que después de habernos convertido, si es que Jesucristo nos aceptara por nuestras obras, nuestras obras nos condenarían, porque no podemos elevar una oración que esté dentro de la perfección que la ley moral exige. No sé que pensarán ustedes, pero yo no puedo orar sin pecar, no puedo predicarles a ustedes ni a nadie más sin pecar, no puedo hacer nada sin pecado y, como alguien lo ha expresado, mi corazón quiere arrepentirse y mis lágrimas quieren ser lavadas en la preciosa sangre de mi querido Redentor. Nuestras mejores obras no son más que pecados espléndidos.

Antes de poder hablar de paz a sus corazones, necesitan no sólo odiar su pecado original y los que de hecho cometen, sino que deben odiar su propia justicia, todos sus deberes y obras. Tiene que haber una convicción profunda antes de que se les pueda quitar su farisaísmo; es el último ídolo que se les quita a sus corazones. El orgullo de nuestro corazón no nos deja someternos a la justicia de Jesucristo. Pero si nunca sintieron que no contaban con una justicia propia, si nunca sintieron la deficiencia de su propia justicia, no se acercarán a Jesucristo.

Hay muchos que dirían: ‘Bueno, creernos todo esto; pero hay una gran diferencia entre decir y sentir’. ¿Alguna vez han sentido ustedes que quieren un amante Redentor? ¿Han sentido alguna vez la necesidad de Jesucristo, conscientes de la deficiencia de su propia justicia? ¿Y pueden decir ahora de corazón: Señor, puedes en tu justicia condenarme por las mejores obras que jamás realicé? Si no dejan a un lado el yo, pueden hablarse a sí mismos de paz, pero no tienen paz.

George Whitefield
Fragmentos.