Harry Foster

Si por casualidad pudiéramos oír a un santo en sus devociones privadas, de seguro le oiríamos confesar sus limitaciones, y cuanto mayor fuese el santo probablemente mayores serían sus expresiones de indignidad personal. Jesucristo aventajó a todos en santidad, mucho más en su expresión de auto humillación, Su oración en la víspera de la crucifixión respira una atmósfera de callada confianza y perfecto compañerismo con el Padre en un amor y gloria que no tienen principio ni fin (Juan 17:5, 24). Él se dirigió al eterno Padre sabiéndose a sí mismo el Hijo eterno: y esto es lo que él es; el compañero del Padre, el muy amado camarada y colega del Padre.

Cristo compartió la planificación de la creación de hombre; y en el principio del tiempo él mismo fue quien ejecutó este plan (Colosenses 1:16). Más aún, compartió la planificación de la redención del hombre, y en la plenitud de los tiempos descendió personalmente a la tierra para llevar a cabo este plan expiatorio (1 Juan 4:14). Así el bebé de María, nacido en Belén de madre humana y destinado a vivir como un Hombre entre los hombres, y a morir en la cruz como un Hombre por los hombres, era de hecho el Hijo de Dios. La propia María supo esto –nadie mejor– y comprendió que sólo una intervención milagrosa en su vida por el Espíritu Santo podía posibilitar que el Hijo eterno de Dios llegara a ser un miembro de la raza humana (Lucas 1:35).

El propio Satanás reconoció esta filiación, y en las tentaciones del desierto trató de usar el hecho como un argumento para inducir a Cristo a actuar de manera que contradijera su dependencia absoluta de Dios. Los otros demonios también lo reconocieron, y aun cuando era para su propia confusión, se vieron obligados a reconocerlo como el santo Hijo de Dios, aunque él no tenía ningún deseo de ser reconocido (Lucas 4:41).

Los dirigentes judíos conocieron suficientemente bien que Jesús afirmaba ser el Hijo único de Dios, pero en lugar de investigar humildemente esta posibilidad, ellos lo rechazaron y aun decretaron su muerte bajo este mismo cargo (Juan 19:7). En las últimas horas de su terrible agonía en la cruz, Cristo fue tentado acerca de si él realmente era el Hijo de Dios (Mt. 27:40). Los irreflexivos escarnecedores pueden genuinamente haber dudado de su filiación, como aun sus discípulos parecen haber hecho.

Sin embargo, los espíritus satánicos que incitaron crueles sonrisas de desprecio no tenían duda alguna sobre eso, pero de hecho estaban haciendo un esfuerzo final para conseguir que él rompiera con el Padre y abandonara la obra de redención del hombre. Él rehusó bajar de la cruz, aunque fácilmente pudiera haberlo hecho, y por su negación hizo no sólo el sacrificio perfecto por el pecado sino que estableció con claridad que él realmente es el Hijo de Dios (Mateo 27:54).

La resurrección lo puso aun más en evidencia. Expuso la necedad y futileza del crimen de los líderes judíos, porque el poderoso milagro de la resurrección en el tercer día fue la total y final autentificación de la filiación de Cristo (Romanos 1:4). Después de su ascensión, él retomó la gloria que había disfrutado antes que el mundo fuese, y que había dejado temporalmente por causa nuestra. Es para enorme consuelo nuestro que la reasumió, con la calidad agregada de comprensiva compasión que él había ganado aquí en tierra (Hebreos 4:14-15).

Nunca permitamos que la simple belleza de la humanidad de Cristo opaque el hecho vital de su filiación eterna. Es verdad que en su encarnación él se despojó a sí mismo de las evidencias exteriores de su gloria (Filipenses 2:7), pero él no lo hizo y no podía desposeerse de ese lugar esencial en la Deidad que le permitía declarar: «Yo y el Padre uno somos» (Juan 10:30). Era comprensible que, en el momento cuando el Padre estaba en cielo y él estaba en tierra, Jesús reconociese que el Padre era mayor que él (Juan 14:24), pero eso significaba mayor en posición; nunca él admite que había algo menos que igualdad entre él y el Padre.

Todo padre sabio anhela el tiempo cuando su hijo será bastante maduro para ser su igual, con la sola diferencia entre ellos de antigüedad en años. No puede haber tal antigüedad en la Deidad, donde no existe relación de tiempo, para que este Uno, el Hijo del Padre, sea su compañero perfecto en un indescriptible y maravilloso compañerismo de amor y vida.

Un asunto que no es fácil entender es lo que puede implicar la revelación del hecho que cuando las actividades de su reino se completen el Hijo se sujetará (1 Corintios 15:28). Él ciertamente no será reemplazado ni degradado de su realeza. El significado puede más bien ser que esto marcará el cumplimiento de su comisión dentro de la Deidad de restaurar la armonía perfecta del universo, marcando un punto en el tiempo, o al final del tiempo, cuando la bienaventuranza eterna de la supremacía de Dios será indiscutible, y los hombres honrarán al Hijo como honran al Padre (Juan 5:23).

La aceptación de Jesucristo como el verdadero Hijo de Dios no es optativa sino esencial. Este conocimiento trae la certeza de la vida eterna (1 Juan 5:13); es la base de nuestra personal experiencia del Espíritu Santo (Gálatas 4:6); y es el único secreto seguro de la vida cristiana victoriosa (1 Juan 5:5). Dios viene a vivir en el corazón de quienes de verdad reciben a Jesús como el Hijo de Dios (1 Juan 4:15).

En un deplorable estado de ignorancia, un hombre llamado Agur una vez exigió saber la identidad de nuestro Creador. «¿Cuál es su nombre» clamó, «y cuál es el nombre de su hijo; si sabes?» (Proverbios 30:4). Felizmente, el Nuevo Testamento puede decirlo a todo aquel que desea saber, porque revela el nombre y la naturaleza de Dios testificando de Jesucristo, su Hijo eterno.

De «Toward the Mark» Ene-Feb.1972.