A menudo, la vida cristiana es comparada a una labranza, o a un edificio. En ambos, su edificación empieza siempre desde abajo. En la labranza, la semilla primero debe ser enterrada, morir, nacer y enraizar, para después dar fruto (1 Cor. 15:36). Así también el edificio. Empieza por el cimiento, y se va construyendo luego hacia arriba.

Estas figuras muestran cómo ha de ser el crecimiento en la vida cristiana. Primero, tenemos que morir y ser sepultados, a fin de que brote la vida de resurrección, la vida del Señor Jesús, para dar mucho fruto. En este proceso, es necesaria la operación de la cruz: la muerte de las obras de la carne, el vaciamiento del yo y el quebrantamiento, por medio del Espíritu. El hombre interior debe crecer primero hacia abajo, ser fortalecido, arraigado y confirmado, para después crecer hacia arriba, a partir de la piedra angular que es Cristo.

Este tiempo de edificación no es visto por los que están fuera. Solo después que la obra esté bien fundada, arraigada, empieza la edificación hacia arriba, y solo entonces empieza a ser vista la vida del Señor. Primero, la muerte opera en nosotros, para luego manifestar la vida (2 Cor. 4:12).

Cuanto más fundamentados en él estemos, más notorio será el crecimiento, principalmente si estamos establecidos sobre suelo pedregoso (Mat. 7:24). El Señor conoce nuestra situación, nuestro fundamento; él conoce cuál es el tipo de raíz que tenemos y cómo estamos arraigados; si ella es profunda o superficial.

Muchos quieren ser edificados, pero pocos aceptan el trato divino. Prefieren una vida rasa, sin sufrimientos. Que el Señor nos ayude a comprender esto; que recibamos con gracia la edificación que empieza en la base, dolorosa la mayoría de las veces, para que ella crezca sobre bases sólidas, y la gloria de Cristo resplandezca.

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