El anuncio del misterio de Dios manifestado en Jesucristo.

Vi volar por en medio del cielo a otro ángel, que tenía el evangelio eterno para predicarlo a los moradores de la tierra, a toda nación, tribu, lengua y pueblo, diciendo a gran voz: Temed a Dios, y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado; y adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas”.

– Apoc. 14:6-7.

El evangelio es eterno, y es precisamente por esta condición que el evangelio es grande. Es eterno, porque el que nos dio esta buena nueva es el Dios eterno, que desde siempre tuvo el designio de hacer al hombre a su imagen y semejanza, por cuanto Dios mismo se sentaría en el Trono del universo como Hombre. Eternamente lo pensó, según nos dice Pablo en Efesios, «conforme al propósito eterno que hizo en Cristo Jesús nuestro Señor» (Ef. 3:11).

El hombre en el propósito divino

Ese propósito eterno que hizo Dios en Cristo Jesús era tener un hombre sentado en el Trono del universo. Esto es algo extraordinario. De todas las criaturas que Dios hizo, no hay nadie que tenga para él la calidad que tiene el ser humano.

A Dios le importa la adoración del ser humano más que la adoración que pueda darle toda la creación.

Toda la creación fue hecha para que adorase a Dios. «Todo lo que respira alabe al Señor» (Sal. 150:6). Todo lo creado está llamado a inclinarse ante la grandeza del Creador. Dios, en un orden de cosas, creó el universo, los astros, la luna, el sol y la tierra. Todo lo hizo para su gloria y para su alabanza.

Sin embargo, de quien más espera Dios ser reconocido en su grandeza, es del hombre. Porque Dios quiere compartir con el hombre su vida, su reino, su gloria, su autoridad. De tal manera que todo nos habla del amor de Dios, todo nos habla de la sabiduría y de la bondad de Dios.

Cuando aparece este ángel al final de la era nos hace pensar en el principio. En el Génesis, aparece Dios dándole al hombre una instrucción respecto del árbol de la vida y del árbol de la ciencia del bien y del mal, advirtiéndole que si come del árbol de la vida, será como él; pero si come del árbol que está en el medio del huerto, el árbol de la ciencia del bien y del mal, el día que coma de ese árbol morirá.

El evangelio, entonces, tiene estas dos connotaciones: es una buena nueva para quien obedece a su anuncio; pero también puede ser una noticia terrible para aquel que no se sujeta al orden establecido por Dios, al mensaje y a la advertencia que Dios da. Dios quiere que seamos como él es, él quiere que vivamos eternamente; quiere incluirnos en lo que él es, en lo que él tiene y en lo que él hace.

Dios es amor. Él es inclusivo; él quiere darse por nosotros. Entonces, hay que recibirlo a él, con su mensaje, con la intención que él tiene para nosotros de darnos vida. Aquel que cree y lo recibe, se une a él, tiene parte con él y es aceptado por él. El que no lo hace, el que no cree, se pierde, y viene al juicio de Dios.

Justicia y juicio

¿Qué es el juicio de Dios? Es el desajuste que produce el ser humano cuando no se sujeta a la justicia de Dios. La justicia de Dios es todo lo que él quiere para nosotros; es un tejido extraordinario, de atributos, de rasgos de Dios, determinada en leyes, preceptos y ordenanzas.

Los atributos de Dios (alrededor de 700 en las Escrituras), son los títulos de Cristo. Quien encarna toda la justicia, la ley y la palabra de Dios es el Señor Jesucristo.

Las palabras de Apocalipsis que el ángel proclama, pueden ser comparadas con Romanos 1 y 2. «Temed a Dios, y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado; y adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas» (Apoc. 14:7). Hay una demanda: temer a Dios. ¿Por qué temer a Dios? Porque quien se aparta de la justicia divina se desprende del carácter de Dios, cae y queda destituido.

«Y adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra». Quien encarna de manera especial el ajuste divino es precisamente nuestro Señor Jesucristo. Al concluir su misión, él dijo: «(Padre), yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese» (Juan 17:4). Él vino para glorificar a Dios.

El evangelio ha sido predicado de muchas maneras, desde el comienzo. Es el evangelio eterno, que en el inicio Dios lo comunicó al primer hombre, dándole la buena nueva de comer del árbol de la vida. Pero el hombre desobedeció y quedó en la condición de un ser caído. Dios espera que nosotros le creamos, que le recibamos y le demos gloria.

«(Dios) pagará a cada uno conforme a sus obras: vida eterna a los que, perseverando en bien hacer, buscan gloria, honra e inmortalidad» (Rom. 2:6-7). Ahí está el árbol de la vida. Dios es eterno y quiere compartir la eternidad con nosotros.

Hay una conexión con el Dios del evangelio eterno para aquellos que perseveran en hacer el bien. El bien de Dios es todo lo que él quiere para nosotros, la buena nueva, aquello que Dios nos da en Cristo.

Por lo tanto, los que se ciñen a su justicia, los que buscan la gloria y la satisfacción de Dios, buscan sentirse tan satisfechos como se siente Dios, contentos de ser lo que son. Hay una profunda satisfacción, un gozo de saber que somos lo que somos, por la gracia de Dios.

Así que, si alguien se siente frustrado, es que no conoce la justicia de Dios. Ahora, nunca podremos conseguir ser justos por nosotros mismos. La primera condición para sentirse contento de saber que estoy bien conmigo mismo, conforme con quien soy, es sentirme justificado. Nuestras obras nunca nos darán esa paz; solo por la fe en Jesucristo tenemos la justificación y el perdón.

La justicia de Dios nos es imputada por gracia, por la obra de Jesucristo. Esto es parte del evangelio. El evangelio es grande, porque nos da aquello que nunca pudimos lograr por nuestros méritos. No podemos pensar que podemos conseguir algo de Dios por nuestros méritos.

La justicia y la paz

¿Ha encontrado usted la paz de Dios, la paz de Cristo? Romanos 2:10 dice: «…pero gloria y honra y paz a todo el que hace lo bueno». Satisfacción, alegría, bienaventuranza, gozo, son sinónimos de la palabra gloria. Todo esto para los que perseveran en hacer el bien, y junto con eso, honra y paz. Todo esto está relacionado con la justicia y la paz.

La justicia es el conjunto de todos los atributos de Dios, que tiene como fruto la paz. La paz es también un tejido. Para que haya paz, tiene que haber amor, verdad, comprensión, fidelidad, lealtad, honestidad, transparencia, pureza. Todos los atributos de Dios que conforman su justicia, constituyen, como efecto, la paz. La paz es fruto de un carácter.

Cuando transgredimos la justicia, se rompe la paz. «No hay paz, dijo mi Dios, para los impíos» (Is. 57:21). La impiedad consiste en tener un comportamiento apartado de la justicia divina. Desde Adán hasta hoy, ese ha sido el problema, el desajuste. Entonces, hasta que vino Cristo, como dice el Salmo 85:10, «la justicia y la paz se besaron».

¡Qué cantidad de cosas se requieren para que haya paz! ¿Cómo nosotros conseguiríamos la paz? Tendríamos que ajustarnos a todos los atributos de Dios, para llegar a tener paz. Pero hoy tenemos paz para con Dios por medio de la fe en Jesucristo.

El misterio de la piedad

«E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo, recibido arriba en gloria» (1 Tim. 3:16). Aquí se detiene toda discusión. Hay Uno que vivió conforme a la piedad. La piedad refleja lo que es Dios; es el comportamiento de un ser humano que es semejante a Dios.

¿En qué consiste el misterio de la piedad? Es que nunca realmente habíamos conocido a alguien que se pareciera a Dios. ¡Qué precioso! Por fin, se manifestó un Hombre que nos mostró a Dios. Dios se mostró en un ser humano. Por fin, Dios apareció; nadie lo había visto jamás; pero ahora le vemos.

«Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos» (1 Juan 1:3). El anuncio del evangelio consiste en haber visto a un hombre semejante a Dios, y que vivió como tal. ¡Qué precioso es lo que Dios mostró en Jesucristo! Él, siendo Dios, vivió en la tierra como hombre. Jesús sanó enfermos y resucitó muertos, no porque era Dios, sino estando en condición de hombre, dependiendo del Padre.

Jesús caminó sobre el agua. Los griegos decían que un ser humano no puede caminar sobre las aguas. Entonces apareció la herejía llamada docetismo, que niega la humanidad de Jesús. Esa es una mentira del diablo. Jesús es hombre, es Dios encarnado; es Dios y hombre verdadero. Es incomprensible para la mente. «¿Qué hombre es éste, que aun los vientos y el mar le obedecen?» (Mat. 8:27).

El Verbo eterno de Dios

El Verbo de Dios estuvo eternamente cara a cara con Dios. «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios» (Juan 1:1). El texto original dice: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba vuelto hacia Dios, y el Verbo era Dios». ¡Qué maravilloso! Dios, eternamente, mirándose cara a cara. La Trinidad: el Padre viviendo en el Espíritu, el Hijo en el Padre, el Espíritu viviendo en el Padre y en el Hijo, en una danza eterna, llenos de gozo, mirándose el uno al otro.

Por eso, cuando Dios crea al hombre, leemos: «Varón y hembra los creó» (Gén. 1:27). Eso significa que son dos que se están mirando cara a cara. La imagen de Dios, lo que Dios es, así él nos hizo, para que el hombre y la mujer se miren uno al otro, y vivan en comunión una vida compartida. Así es Dios. Dios es uno, pero en conjunto, y Dios espera que en el matrimonio seamos uno, una sola carne, en conjunto.

En todo esto vemos cómo es la manifestación de Dios, primero pre-encarnado. Luego, éste que estuvo desde el principio, y que era desde el principio, el que es el origen de todas las cosas, el Alfa y la Omega, el principio y el fin, se encarnó.

Vimos la herejía de algunos cristianos griegos, intelectuales, negando la humanidad de Cristo. Pero algunos cristianos judíos de Antioquía negaban la divinidad del Señor. Y estas son la fuente de todas las herejías surgidas en el cristianismo.

Pero el Espíritu Santo, a través de Pablo, pone la nota final, para detener estas herejías, diciendo: «E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo, recibido arriba en gloria» (1 Tim. 3:16).

Dios es un misterio, pero Pablo testifica que a él le fue revelado ese misterio que estuvo oculto por los siglos y edades. A él le fue dada la gracia de recibir la revelación del misterio de Dios, que es Cristo. Esto dejó de ser un misterio cuando Dios se manifestó en carne, en Jesucristo. El texto de 1 Timoteo 3:16 fue uno de los primeros cánticos de la cristiandad. Los primeros creyentes fueron judíos, tenían el Salterio y cantaban himnos y muchos cánticos. Cada frase de esta Escritura puede ser un mensaje.

Justificado en el Espíritu

Una vez que el Señor estuvo aquí como el Enviado de Dios, el Mesías manifestado en carne y sangre, fue «justificado en el Espíritu». Fue engendrado por el Espíritu, creció guardado y vindicado por el Espíritu Santo. La vida que él vivió como hombre, la vivió lleno del Espíritu Santo.

Cuando Jesús fue bautizado, el Padre lo ungió con el Espíritu Santo, cumpliendo las palabras del sal-mista. «Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre; cetro de justicia es el cetro de tu reino. Has amado la justicia y aborrecido la maldad; por tanto, te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros» (Sal. 45:6-7).

La justicia y la maldad son dos cosas que están siempre en antagonismo. El óleo de la alegría es el óleo de la gloria, de la satisfacción, de la bienaventuranza, el estar contento con ser lo que soy. El Señor Jesucristo es el más feliz de todos los hombres, porque fue ungido con el óleo de la alegría. Nadie es mayor que él, el Rey de reyes y Señor de señores, el Príncipe de los pastores. Él supera a todos.

Nuestro Señor Jesucristo viene a hacer una obra representativa. Es el vicario de Dios ante los hombres, y vicario de los hombres ante Dios. Él se pone en el punto intermedio, y es el punto de encuentro entre Dios y los hombres. El propiciatorio era el lugar del templo donde se depositaba la sangre. Y la sangre hacía propiciación, hacía posible que el Dios santo y justo se encontrara con el pecador.

Cristo es nuestra propiciación. Esta es la tremenda obra que ha hecho posible que tengamos esta gloria, esta satisfacción de ser lo que somos, porque por nuestros méritos nunca lo habríamos logrado. El Señor es el vicario, nuestro representante ante Dios, y por su justicia nosotros fuimos declarados justos.

El anuncio del evangelio

Ahora, hay una aplicación de todo esto. La palabra de Dios nos demanda anunciar todo esto. El evangelio es anuncio, es buena nueva. «¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que anuncia la paz, del que trae nuevas del bien, del que publica salvación!» (Is. 52:7).  «Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla; mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas» (Sal. 126:6). Así se describe a los mensajeros, a los predicadores.

¿Quisieras tú ser un mensajero del Señor, aceptando la comisión divina de ser portador de este mensaje? Predicamos no solo con las palabras. Martyn Lloyd-Jones, en su libro Depresión Espiritual, critica el rostro abatido de muchos creyentes, que no reflejan la gloria del Señor, y los describe como ‘cristianos miserables’, porque no han aprehendido las riquezas de Dios en Cristo, y su rostro no refleja el gozo del Señor. Por tanto, aunque puedan hablar, no transmiten la vida, porque su rostro dice otra cosa.

Por supuesto, no se trata de aparentar una alegría externa. Hay una obra interna y profunda del Señor, donde la paz de Dios y la fe que no es algo intelectual, sino la misma fe de Cristo que opera en nosotros. Eso es algo espiritual. Si no tenemos eso, no seremos efectivos en nuestra predicación.

Se requiere un acto de consagración. Si usted no está impresionado con la grandeza del evangelio, si el evangelio no lo ha impactado, no podrá cumplir la demanda de Dios a través del ángel, al final del tiempo: «Temed a Dios y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado».

El gran conflicto de los siglos es la lucha entre el bien y el mal, entre la potestad de las tinieblas y el reino de la luz, entre la justicia y la injusticia. Este debate tendrá un fin cuando Dios disponga el juicio final. «Temed a Dios y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado. Y adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra». Esta orden de adorar a Dios es de adorarlo por su grandeza, por sus virtudes, por sus atributos.

Id y predicad

«Alabad a Jehová, invocad su nombre; dad a conocer sus obras en los pueblos» (Sal. 105:1). El Señor Jesucristo dijo: «Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto –con esta autoridad–, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado» (Mat. 28:19-20). Esta es la orden. Y la promesa: «Y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (v. 20).

Esto es lo que se llama ‘la gran comisión’. Hay experiencias extraordinarias al respecto. Numerosos misioneros y misioneras han dado su vida por la grandeza del evangelio. Si el evangelio no fuera grande, ¿habrían muerto todos los apóstoles como murieron?

Jesús les había dicho: «¿Podéis beber del vaso que yo he de beber, y ser bautizados con el bautismo con que yo soy bautizado? Y ellos le dijeron: Podemos» (Mat. 20:22). Él les estaba hablando de la copa amarga de la cruz. Ellos le dijeron que sí, aunque en aquel momento no sabían lo que estaban diciendo; pero cuando llegó la hora, cada uno de ellos murió por Cristo.

Si Cristo no fuera realmente lo que ellos testificaban, ¿habrían muerto por él? ¿Sería alguien capaz de morir por una falsedad? Si ellos murieron por Su causa, es porque estaban absolutamente convencidos de saber quién era Cristo, del valor que tenía Cristo.

El poder transformador del evangelio

En 1951, llegaron a Ecuador dos matrimonios de misioneros americanos para evangelizar a los nativos. Los dos varones fueron muertos por los caníbales, quienes se los comieron. ¿Usted cree que sus esposas hicieron las maletas y se fueron llorando a Estados Unidos? No. Ellas se quedaron a vivir con sus hijos entre los indígenas. Y ellos, al ver el testimonio de estas mujeres, nunca más mataron seres humanos, y desapareció para siempre el canibalismo en aquellos lugares.

La grandeza del evangelio tiene el poder de transformar al más vil pecador. Así dice el famoso himno Sublime Gracia. «Quién iba a pensar que Dios iba a salvar a un hombre tan vil como yo». El autor de este himno era un traficante de esclavos. ¡Dios puede perdonar; el evangelio puede restaurar a un pecador de esa calaña! Pablo dice: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero» (1 Tim. 1:15). ¿Puedes tú decir lo mismo?

Síntesis de un mensaje oral impartido en Rucacura (Chile), en enero de 2018.