¿Es el eterno propósito de Dios la predicación del evangelio y la salvación del hombre? ¿O hay algo más allá de eso?

Sin duda, Dios tiene un propósito eterno. Y para conocerlo, debemos ir más atrás de la caída de Adán y Eva, y llegar más allá del fin de Satanás. Para conocerlo tenemos que abandonar la mirada limitada con que juzgamos las así llamadas «cosas de Dios», y sumergirnos en la mente de Dios – hasta donde nos es revelado por el Espíritu en su Palabra.

La eternidad pasada

Para llegar a un entendimiento de Su propósito tenemos que quitar toda referencia al tiempo y al espacio. Incluso al hombre. Tenemos que ir a la eternidad pasada, cuando nada existía, excepto Dios.

El Padre, en la Deidad, amaba al Hijo y vivía para el Hijo. Y el Hijo, en la Deidad, amaba al Padre y vivía para el Padre, haciendo las delicias de su corazón (Pr. 8:30). Entonces el Padre tuvo un propósito eterno, el cual fue que su Hijo tuviera en todo la preeminencia y fuese heredero de todo. El Padre se dio por entero a su Hijo. ¡Y el Hijo deseó el cumplimiento del propósito eterno de Su Padre, para gloria de Su Padre! Esto va más allá de lo que podemos imaginar. El origen del concepto de vivir para Dios y estar en total unidad con Su propósito eterno tuvo su origen antes de que nada más existiera.

Allí en la Deidad, el Hijo, dedicado al Padre y sin hacer nada por cuenta propia, encuentra satisfacción plena. Vivir para Su Padre es todo lo que satisface al Hijo. Y el Padre, que es el centro de todo, vive para Su Hijo. Allí está el Padre viviendo para el Hijo, allí está el Hijo viviendo para el Padre, y está el Espíritu asegurándose de que toda la gloria llegue a Ambos, y permanecer oculto. El Padre se niega a Sí Mismo para que el Hijo sea glorificado, y el Hijo se niega a Sí Mismo para que el Padre sea exaltado.

Así que, el Padre concibe un plan, el Hijo hereda todo lo que el Padre ha planeado, y el Espíritu Santo es el que lleva a cabo ese plan. Según este plan, todo estará centrado en Cristo para que «en todo tenga la preeminencia», y que llegue a ser «el todo en todos» (Col. 1:18; 3:11).

Un paréntesis en el tiempo

Luego, podemos ver al Padre trabajando día y noche para hacer al Hijo preeminente en todo. Decide hacerlo Cabeza de toda creación (Col. 1:15). Como el Hijo es la imagen dentro de la Deidad, Dios decide que todo ha de reflejar al Hijo. Entonces decide crear todos las cosas por medio del Hijo, para que ellas puedan expresarle cabalmente. Así, todas las cosas provienen del Hijo, son por medio del Hijo y son para el Hijo (Col. 1:16-17). Y aún más, todas las cosas subsisten y se mantienen unidas por medio de Su Hijo (Heb. 1:3).

El Padre planea conforme a su voluntad, pero el Hijo crea, y el Espíritu Santo presta la energía para que ello se lleve a cabo. Una vez creadas todas las cosas, son entregadas al Hijo, porque todas las cosas fueron creadas para dar satisfacción al corazón del Hijo.

Adán fue creado conforme a la imagen del Hijo. No que Adán haya sido primero, sino el Hijo. Dios creó al hombre para que éste fuese como Cristo, teniendo su imagen y semejanza, su vida y su gloria.

Desde la eternidad pasada hasta la resurrección, el Señor fue el Hijo unigénito, pero luego de la resurrección, se convierte en el Primogénito entre muchos hermanos. Dios desea que los muchos hijos sean como su Hijo amado. Todo esto Dios lo hace a fin de satisfacer el corazón del Hijo. Antes de su muerte solamente había un Cristo personal, pero después de su muerte y resurrección distribuye a muchos su vida, formando así un Cristo corporativo. Así surge la iglesia. ¡Qué alta dignidad tiene ella!

La caída del hombre no echó por tierra el propósito de Dios. Antes bien, la caída del hombre dejó en evidencia algunos maravillosos rasgos de Dios que hasta entonces no se conocían. En la creación, Dios manifestó su poder y majestad, pero en la redención, mostró su maravillosa gracia y su misericordia. Más adelante, Dios puso en el hombre su mismo Espíritu, dotándole de una naturaleza eterna -su misma vida- para que pudiera colaborar con Dios en su propósito eterno.

Dios creó todas las cosas y a la humanidad con el propósito de manifestar la gloria de su amado Hijo. Hoy los creyentes están manifestando un poco de esta gloria, pero llegará el día en que ellos, así como todas las cosas expresarán la belleza de Cristo, porque todo el universo estará lleno de él.

Dios, en su presciencia, sabía que Satanás se rebelaría y que el hombre pecaría y caería. Por lo cual, Dios acordó en el seno de la Deidad, que el Hijo habría de bajar y pasar por la cruz, a fin de reconciliar todas las cosas consigo mismo, a fin de rescatar al hombre, y resolver la rebelión de Satanás. Así fue cómo el Hijo vino a reconciliar todas las cosas con el Padre (1:20).

Pero al enfrentar la muerte, Cristo sabía que el Padre había puesto todas las cosas en su mano (Jn. 13:3). Luego, al resucitar y ascender a los cielos, Él subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo (Ef. 4:10). Jesucristo es el Alfa y la Omega. Es el Alfa, porque de él son todas las cosas; y es la Omega, porque para él son todas las cosas. Dios le ha hecho Rey de reyes, Señor de señores y Soberano de toda creación.

Luego de su ascensión, Dios le hizo Señor y Cristo (Hch. 2:36), le sentó a su diestra, y le dio un nombre que es sobre todo nombre (Fil. 2:9-11), y sometió todas las cosas bajo sus pies (Ef. 1:20-22). En el cielo, todas las cosas alaban a Dios, tanto por su creación como por su redención (Ap. 4 y 5, respectivamente). Entretanto, aquí abajo la creación, en esclavitud, espera la manifestación de los hijos de Dios, cuando su cuerpo sea redimido (Rom. 8:19-23). Cuando aparezca el Señor seremos como él (1ª Jn. 3:2), teniendo la herencia y la gloria de Dios.

La eternidad futura

Al extender la mirada más allá, podemos aseverar que llegará el tiempo en que todo se resuma en una palabra: Cristo, y en que todo lo que existe girará en torno de él. Llegará la hora cuando nos daremos cuenta de que todo no sólo viene de él, por él, y para él, ¡sino que todo es él! Cristo motiva la renuncia del Padre a sí mismo, porque su intención, su propósito, su panorama, es su Hijo.

Hasta que, finalmente, todo esté bajo Su Hijo y en sujeción a él. ¡Todo! Y luego, cuando haya llegado al punto en que ya no pueda seguir adelante y todo sea del Hijo y sea el Hijo… ¡entonces el Hijo vuelve sobre sus pasos y se lo da todo al Padre! (1ª Cor. 15:28).

Apocalipsis 21 y 22 describen la situación en la eternidad. Allí está Dios, el Cordero, la nueva Jerusalén y las naciones. Dios y el Cordero son el centro de la ciudad. La gloria de Dios es la luz y el Cordero es la lámpara de ella. La ciudad es el centro de la nueva creación – la nueva Jerusalén, es decir, los hijos de Dios. El Cordero ilumina la ciudad, y la ciudad ilumina las naciones. Dios y el Cordero son el centro de todo.

Así que, la meta y el gran propósito de Dios, de eternidad a eternidad, es darle al Hijo la preeminencia en todas las cosas, porque el propósito de Dios es hacer a su Hijo Señor de todo.