No existe sombra de cobijo si no es bajo Sus alas protectoras.

No temas, Abram; yo soy tu escudo…”.

– Génesis 15:1.

Ya había oído Abraham el estruendo terrible de la guerra, y se había visto en los peligros de la batalla. Por eso sabía bien que, sin la protección de un escudo, el guerrero se precipita a la derrota y a la muerte.

Dios que rodea

Apenas ha enfundado la espada, cuando el Señor, en su misericordia, visita a su fiel siervo. Sus palabras de aliento llegan a tiempo: «No temas, Abram; yo soy tu escudo». Dios rodeaba al patriarca completamente, y su seguridad consistía en saber que todo enemigo no era más que paja.

Cada soldado de Jesús puede verse reflejado en ese Abraham luchando y escuchando. El servicio del Señor, aunque esté suavizado con la paz del cielo, es una tormenta de embates terrenos e infernales. El reposo de la fe no elimina la batalla de la fe. El descanso en la turbación no significa descanso sin turbaciones.

Necesariamente hemos de enfrentar adversarios en este territorio hostil. Satanás aún tiene poder y está lleno de ira. La carne aún es carne y combate contra el espíritu. El mundo es aún el mundo, y, aunque esté desgastado por siglos de pecado, todavía tiene vigor para odiar, aptitud para herir y poder para encadenar. Por eso, se están librando batallas sin cesar. Pero todo es en vano, porque Jesús vive y ama siempre, y sigue animando a cada creyente diciéndole: «No temas, yo soy tu escudo».

Cubierta protectora

Pero, ¿qué es un escudo? Es simplemente un arma diseñada para la defensa, que el combatiente lleva al brazo para detener las acometidas del enemigo. Sea cual sea el ataque, el escudo se interpone, y todo lo que está detrás queda a salvo. Del mismo modo, en el cruento campo de batalla de la fe, Jesús es una cubierta protectora, y los dardos del enemigo pierden toda eficacia.

Esto es un ejemplo santo. ¡Ojalá le enseñe lecciones santas al alma! Lo hará si, por la gracia vivificante del Espíritu, la fe ve a Jesús más claramente, y el corazón le ama más. Tomemos, pues, nuestro puesto de oración en el terreno de la verdad, y percatémonos de los peligros que nos amenazan y del modo en que Jesús los aleja.

El «yo» es el pecado

¡Cuán pocos evalúan debidamente los enormes peligros a que conduce el pecado! Pero, ¿se menospreciaría a este monstruo si se conociera realmente su naturaleza y sus consecuencias? ¿Vivirían los hombres en su abrazo fatal si supieran que es el pecado lo que les hace enemigos de Dios?

Dios se reviste de justa ira, y los rayos de su furia arden contra el pecado. El brazo del disgusto omnipotente siempre está alzado para destruirlo.

Ante esta terrible realidad, ¿cómo podrán resistir el polvo y las cenizas ante la magnitud de Su venganza? Es imposible huir, pues Dios está por doquier; es inútil resistir, porque él es todopoderoso. Confiar en nosotros mismos será la ruina, pues el yo es el pecado, y el pecado es la única causa de la ira divina.

Jesús herido

Cristo Jesús está entre la majestad ofendida de Dios y el ofensor condenado, presentándose para recibir cada golpe. Éstos caen y vuelven a caer, porque la verdad y la santidad así lo requieren. La descarga de la indignación de Dios le azota horriblemente. «Agradó al Padre herirlo». Las armas de Dios caen sin causarnos daño, porque todas se descargan sobre el Hijo. Así es como el creyente se encuentra con la ira de Dios, y continúa viviendo.

Lector, ¿has hallado refugio en Jesús? Solo mereces calamidades, y tienen que venir. Jactarse de nuestra indefensa naturaleza es la perdición segura. No existe sombra de cobijo si no es bajo Sus alas protectoras. ¿Te has refugiado, por fe, en este abrigo? Solo la fe da acceso a este fuerte impenetrable. «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo».

Un enemigo implacable

Pero el aborrecimiento que Dios tiene al pecado no es nuestro único adversario. Está ese ser maligno, teñido con la sangre de millares de nuestros semejantes, cuyo corazón es el mismo odio. Él no tiene compasión sino que, por el contrario, se alegra de la miseria del hombre. Desde los primeros días de nuestra peregrinación, Satanás está tramando su guerra despiadada. Prepara una emboscada en cada revuelta, una lluvia de dardos, una descarga incesante o una flecha que llega en la oscuridad. Y caemos en un instante, antes de que sospechemos el peligro.

Este enemigo nunca duerme ni está cansado. Nunca se aplaca ni pierde la esperanza. Sus golpes van dirigidos tanto a la debilidad infantil como a la inexperiencia de la juventud; a la fortaleza juvenil o a la vacilante vejez. Las sombras de la noche no le alejan. Se encuentra en todas partes, y en todo momento, por medio de sus legiones. Entra en palacios, chozas y fortalezas. Se atarea con el atareado; va de un lado para otro con el activo; se sienta junto al lecho del enfermo y susurra a los oídos del moribundo. En ese momento en que el espíritu abandona su morada de barro, el maligno tensa su arco con rabia despiadada.

Intercesor poderoso

Tal es nuestra lucha permanente y aterradora. ¿Cómo es, entonces, que no recibimos una herida mortal a cada momento? Seríamos derribados si no tuviéramos en torno a nosotros un escudo más resistente que nuestros propios esfuerzos o propósitos. Y, ¿quién sino Jesús nos puede dar tal protección?

Cristo interpone el poder de su intercesión: «Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte». Sus oraciones son nuestra victoria, porque obtienen la ayuda divina y nos sostienen con el poder del cielo. De este modo resistimos al diablo, y éste huye de nosotros.

Jesús nos protege, también, dándonos el escudo de la fe. Él es autor y consumador de este don. Los dardos incendiarios del maligno no tienen poder contra él. En cuanto lo tocan, se apagan. Su sangre derramada es otra protección inviolable. Satanás tiembla al verla. Es una valla que él no puede traspasar. La experiencia de la iglesia de los redimidos es que, a pesar de estar gravemente oprimidos, son más que vencedores, porque triunfan por la sangre del Cordero. Por esto, ese ser maligno no puede tocar a los que Jesús escuda.

La carne

Pero hay otros enemigos acechando en el campo de batalla. Hemos de luchar con nuestra propia personalidad, que nos rodea con su abrazo destructivo. La carne, con sus terribles concupiscencias, no da cuartel. David se enfrentó con ella sin su Escudo, y murió llevando las cicatrices de aquella hora.

También José fue atacado y, aunque el plan del enemigo era ingenioso, amplio y fuerte, el Señor protegió su corazón y la tentación no triunfó. «¿Cómo, pues, dijo, haría yo este gran mal, y pecaría contra Dios?». El asalto fracasó y José quedó a salvo.

También los placeres, los lujos y los grandes honores derriban un número incontable de víctimas. Nadie puede resistir estas cosas con la escasa fortaleza humana. Pero ninguno que tenga al Señor por escudo puede ser derrotado. Moisés fue tentado con seductoras posibilidades. Podía haberse sentado junto a Faraón con categoría real. Pero «se sostuvo como viendo al Invisible». Y, aun después de muerto, nos enseña cómo podemos hacer retroceder a ese astuto ejército de fascinaciones.

Refugio y protección

El temor al hombre y la amenaza de la persecución producen, también, heridas mortales. Esta angustia asaltó a Daniel y a sus jóvenes amigos en la cautividad. La ira del tirano, el horno ardiente y el foso de rugientes fieras se alzaban amenazadores; pero ellos se refugiaron en el Señor, y él fue el Escudo que les protegió.

Y además, el sendero que conduce a Sion enfrenta las bocas de los cañones que sirven legiones de preocupaciones y ansiedades para lanzar sus proyectiles mortales. ¡Con qué rapidez aúnan sus esfuerzos para atormentarnos! Hoy estamos bien, por gracia; pero, ¿qué traerá el mañana? Los amigos pueden abandonarnos; la enfermedad y la flaqueza pueden arruinar nuestro cuerpo. Y estos pensamientos nos acosan con tesón.

Solo el Señor puede protegernos, desplegando ante nuestros ojos su amor eterno, su presencia constante, su cuidado providencial, sus promesas siempre vivas. No hay temores que puedan matar o apagar la vida del alma cuando la voz de Jesús musita: «No temas, porque yo estoy contigo». «Todo es vuestro». «Porque este Dios es Dios nuestro eternamente y para siempre; él nos guiará aun más allá de la muerte». Ciertamente, el alma está rodeada de paz cuando se encuentra en los brazos de Jesús.

Torre fuerte

¿Eres un verdadero discípulo de este Señor? Si es así, dime cuál es tu tentación, tu enemigo, tu peligro, tu necesidad, y te mostraré a ese Jesús todopoderoso, inmutable y cuidadoso que te guardará de todo mal. «Torre fuerte es el nombre de Jehová; a él correrá el justo y será levantado».

¿Estoy, quizá, conversando en estas páginas con alguien que se encuentra alejado de Cristo? ¿Podría hablarte de la seguridad, oh pobre hijo de hombre? Sí, debo avisarte que estás entre ruinas e indefenso por todos lados. ¿Con qué te protegerás de la ira de Dios? ¿Y con qué de la furia de Satanás, de tus propias heridas, y de ese mundo que asesina el alma? No tienes nada. ¡Oh, piénsalo!

Aún no es demasiado tarde, aún vives, y aunque tus heridas sean muchas, pueden ser curadas; tus numerosos enemigos desaparecerán ante ti como humo que se desvanece. Estas palabras que sigues con los ojos, te dirigen al único refugio. ¡Ve a Jesús! Siempre lo tienes cerca, y siempre es suficiente para ser tu Escudo contra todo.

Ayuda y escudo

Creyente, ¿vas a dudar en adherirte a esta verdad? ¿Es que no has hallado en Él una ayuda poderosa? ¿Acaso no puedes decir con David: «Muchos son los que dicen de mí: No hay para él salvación en Dios. Mas Tú, Jehová, eres escudo alrededor de mí»?

Clama tú también: «Bienaventurado tú, oh Israel, ¿quién como tú, pueblo salvo por Jehová, escudo de tu socorro, y espada de tu triunfo?». Di con alegría: «Oh Israel, confía en Jehová; él es tu ayuda y tu escudo. Casa de Aarón, confiad en Jehová; él es vuestra ayuda y vuestro escudo. Los que teméis a Jehová, confiad en Jehová; él es vuestra ayuda y vuestro escudo».

¡Qué aliento tan especial halla aquí el fiel ministro de Cristo! ¡Qué baluarte tan potente para los humildes obreros del evangelio! Parece que no hacen más que sembrar con temblor la simiente de unas pocas palabras llenas de debilidad. Pero esta siembra echa raíces, dando vida a una graciosa planta que exhala la fragancia de un nuevo Edén, y produciendo frutos para el granero del Rey de reyes.

Esta simiente prospera a pesar de estar en un clima adverso, quemada por un sol ardiente y golpeada por la tempestad. El jabalí de los bosques no la puede estropear, ni las bestias pueden devorarla. ¿Y por qué es esto así? Porque todo lo glorioso tiene una defensa. Porque no hay arma dirigida contra ella que pueda triunfar. La palabra del Señor es verdad: «Yo soy tu escudo».

Por consiguiente, siervos del Dios vivo, bendigamos su santo nombre. Él hace que siempre triunfemos en Cristo. Avancemos con el escudo de la fe, y bajo la protección del Señor. El conflicto terminará pronto, y en el reino de la salvación cantaremos las glorias del Escudo que nos ha salvado.

http://www.scribd.com/doc/11508182/El-Evangelio-en-Genesis