Y él arregló el altar que estaba arruinado. Y tomando Elías doce piedras, conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob … edificó con las piedras un altar en el nombre de Jehová».

– 1 Reyes 18:30-32.

En días del profeta Elías, el pueblo de Dios estaba dividido. El reino glorioso de los días de David y Salomón se había separado en dos facciones, el reino del norte (Efraín), y el del sur (Judá). En el reino del norte había diez tribus; en el del sur, dos. Las dinastías reales eran diferentes y corrían paralelas sin jamás tocarse. De aquel reino glorioso de antaño no quedaba mucho que mostrar.

La escena que rodea estos versículos es conocida por todos los lectores de la Biblia. Elías desafía a los profetas de Baal para que, delante de todo el pueblo, demuestren el poder de su dios. Fracasado el intento, le toca su turno a Elías.

Entonces lo primero que hace es restaurar el altar de Jehová que estaba arruinado. Esto es muy simbólico, pues Dios necesitaba una base para poder actuar, y esa base es el altar. Debía recuperarse la comunión con Dios, a la sazón muy rota por la continua idolatría de Israel. Y para hacerlo, Elías toma doce piedras, conforme al número de los hijos de Jacob. Esto es lo que quisiéramos destacar. Elías tomó doce piedras, y no diez, como habría sido lo esperable si él hubiese tenido en mente solo el reino del norte.

Elías era de Tisbe, de la región de Galaad. Y Galaad estaba al otro lado del Jordán, en el territorio de Manasés. Luego, Elías vivía en el reino del norte; sin embargo, él toma doce piedras, con lo cual incluye también a las dos tribus del reino de Judá. Elías pudo haber actuado como hubiese hecho cualquiera que se guiara por conceptos políticos de esa coyuntura particular. Sin embargo, en el corazón del profeta estaba todo Israel, como si no estuviera dividido. Y el corazón de Elías es el corazón de Dios.

Cuando Dios miraba a Israel, no veía un reino dividido, sino un reino unido, expresión del amor de Dios por su pueblo. Así también lo vería años más tarde el profeta Ezequiel, cuando anuncia que los dos reinos serán reunidos (Ez. 37:19). La defección del hombre, su fracaso por conservar fielmente el testimonio que Dios, no altera el propósito de Dios, ni opaca el deseo de su corazón.

¿Qué hubiese pasado si Elías hubiese intentado reedificar el altar con diez piedras? ¿Habría descendido fuego del cielo para consumir el holocausto? Si entendemos correctamente el pensamiento de Dios, creemos que eso no hubiera ocurrido. Dios no bendice la división, sino aquello que corresponde a su modelo, a su plan eterno.

Así también, el lamentable panorama de una iglesia dividida hoy no debe hacernos perder de vista el propósito de Dios. Tal como Elías, hemos de tener un corazón amplio para acoger en él a todos los hijos de Dios, actuando como si nunca esa unidad se hubiera perdido. No aceptar sobre nosotros un nombre que nos identifique con solo una facción de su pueblo. Nuestra mirada debe ser tan amplia y comprensiva como la mirada de Dios. De esa manera pensaremos como él, sentiremos como él, y agradaremos su corazón.

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