Las deficiencias del amor humano al enfrentar las vicisitudes de la vida familiar.

Luego la aborreció Amnón con tan gran aborrecimiento, que el odio con que la aborreció fue mayor que el amor con que la había amado. Y le dijo Amnón: Levántate y vete”.

– 2 Samuel 13:15.

El ser humano es muy complejo; las relaciones humanas son complejas. La misma relación matrimonial no es algo fácil; es algo que hay que cuidar.

El vínculo con los hijos tiene también sus complejidades desde la infancia. Y cuando los hijos se casan, los padres dicen: «Yo pensé que ahora iba a descansar, pero la tarea continúa». Y luego viene la relación con los nietos, que aparentemente se disfruta más; pero allí también hay una complejidad y una responsabilidad.

El tema es complejo porque somos seres complejos, rodeados de debilidad. Nuestra humanidad se refleja siempre en las relaciones humanas. Por eso, hoy más que nunca, los creyentes necesitamos el socorro del Señor para tener relaciones equilibradas de una manera justa, no solo delante de nuestros ojos, sino delante del Señor.

Una escena descarnada

El relato del pasaje que podemos leer en 2 Samuel 13:1-19 llama mucho la atención por la fragilidad humana que allí se expone. Es la historia de dos jóvenes, Amnón y Tamar, ambos hijos de David. El relato es un texto tosco, duro, cruel y doloroso, porque encarna una situación de cómo es el amor humano.

Es una escena cruda, que narra el amor obsesivo de Amnón por su media hermana Tamar, y la forma engañosa en que él la violenta y luego la abandona tras lograr su propósito.

Lo que destaca de este pasaje es que él refleja fielmente la manera cómo podemos llegar a amar los seres humanos, pretendiendo creer que la persona o el objeto amado son un medio para poder satisfacer nuestra propia alma.

Peligros del amor humano

Los psiquiatras dicen que el ser humano, por constitución, nace con una herida narcisista, con algo que sangra y que él intenta sanar. Cuando el hombre va creciendo, intenta amar, buscando satisfacer y sanar aquella herida, ya sea por medio de personas, de cosas o de proyectos. Y es lo que la Escritura llama idolatrar algo, crear ídolos; en este caso puntual, establecer ídolos en personas o en relaciones.

Las relaciones que tenemos con nuestros cónyuges, con nuestros hijos o nuestros nietos se traducen en un amor natural realmente sorprendente. Así ocurre, por ejemplo, cuando nace un hijo: algo surge del ser humano por amar a ese bebé. O cuando usted conoció a la que llegó a ser su esposa: esa cosa natural, que surge, y que sin duda es algo puesto por Dios.

Sin embargo, cuando aquel amor natural, humano, se interpone a la voluntad de Dios, puede llegar a ser una gran desgracia. El amor por la esposa o el esposo, el amor por los hijos, por los nietos o por nuestros parientes, puede llegar a ser una gran desgracia, no solo para nosotros, sino que puede aun constituirse en un gran enemigo de la voluntad de Dios.

El mismo Señor Jesús dijo: «El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí» (Mat. 10:37). En muchas oportunidades, él irrumpe en nuestros afectos de familia, exigiendo el primer lugar. Pareciera contradictorio, porque a los varones se nos dice: «Amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia» (Ef. 5:25).

El lugar del Señor

Por tal motivo, los creyentes, como hijos de Dios, debemos saber ajustar o doblegar nuestros sentimientos, poniéndolos siempre bajo la voluntad de Dios. Cuando los ponemos en forma paralela a la voluntad de Dios, o ignoramos el lugar que le corresponde solo al Señor, el amor de madre, por ejemplo, por muy legítimo que sea, se transformará en una desgracia para su hijo.

Sabemos que esto es real. Cuántas veces los padres se interponen a la voluntad de Dios para los hijos de una manera sorprendente. Los hijos se sienten comprometidos afectivamente, y a veces, en vez de hacer la voluntad de Dios, se sienten forzados a hacer la voluntad de la madre o del padre terrenal, por esa fuerza llamada amor.

Nosotros, los creyentes, debemos cuidar eso en nuestras relaciones humanas. Es claro que el amor es inmenso en dos personas que se casan delante del Señor y se comprometen a dedicarse exclusivamente el uno al otro. Cuando oímos a los jóvenes hacer votos, son expresiones maravillosas. Sin embargo, eso tiene un lugar reservado, que se ubica bajo la voluntad de Dios, y no puede usurpar el trono que le corresponde al Señor. Debemos cuidar y velar para que eso sea así.

Parece poco romántico decirle a la novia o a la esposa: «Yo te amo, pero amo más al Señor», pero es algo que hay que creer y confesar. Es natural amar a los hijos. Sobre todo las madres, que los han llevado en su seno, y cuando alguien los toca, saltan en defensa de ellos como leonas.

Es increíble lo que conmueve las entrañas el amor de una madre por su hijo. Pero nosotros, los padres creyentes, necesitamos hacer este ejercicio de entregar nuestros hijos al Señor día tras día, de corazón, porque no son nuestros, y porque amamos al Señor sobre todas las cosas.

Quien no hace este ejercicio, padecerá aflicción. Querrá proyectarse en ellos, querrá tener un lazo de comunión permanente, pero los hijos se van, y eso es lo correcto. Y querrán manipular las relaciones, y esto acarreará malas consecuencias a la vida familiar.

Un sentimiento fugaz

Las relaciones humanas son en extremo complejas. Es posible que esto suene poco fino, pero el gran amor de mi esposa no satisfará mi corazón. Y yo sé que el amor que le tengo a ella no va a satisfacer su corazón. Eso es verdad. Yo no pretenderé creer que mi esposa va a satisfacer absolutamente todo en mi vida. Y aunque puedas decir eso como algo romántico, como una expresión de amor, no es así.

Los psicólogos han estudiado el enamoramiento, esta etapa tan bonita del matrimonio. Y antes de eso, el noviazgo, es un tiempo de mucho disfrute. Es bueno que sea así, Dios lo hizo así; él nos dio este regalo. Pero eso, según los psicólogos, dura unos dos años. Después, el amor pasa a otra etapa. Si no se trabaja, se debilita; si se cultiva, madura, pasando a una calidad distinta de amor, y así se va desarrollando.

Todos sabemos que es así. Por lo mismo, no podemos pretender creer que eso nos va a satisfacer en plenitud. Solo Cristo satisface al ser humano absoluta y completamente. Así que pintarles a los novios una escena ideal, es un error. Hay que decirles la verdad, porque así llegarán con expectativas más reales. Tomemos algunos ejemplos de las Escrituras para seguir esta línea de las relaciones humanas.

En Génesis capítulo 4, al hablar de la primera familia, hay una complejidad en la relación de padres a hijos. Nosotros amamos a nuestros hijos. La Escritura nos dice que los hijos son el tesoro del Señor. Es una cosa maravillosa pensar que lo que Dios nos ha dado son su herencia.

Caín y Abel

Aquí está la primera experiencia de relaciones humanas de padres e hijos. ¿Cómo lo hicieron estos primeros padres? Por el relato bíblico, pareciera que Caín fue un niño consentido, amado con amor humano, un niño idolatrado, que tenía grandes expectativas de los padres. Él fue criado de una manera permisiva, en un contexto de exceso de amor, con las consecuencias que ya conocemos.

A la serpiente, el Señor le dice: «Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar» (Gén. 3:15). Entonces, Adán y Eva se unieron pensando que de ellos iba a salir alguien muy especial: el Salvador, el Hijo de Dios prometido. Así que las expectativas de este niño eran tremendas. Algunos dicen que el nombre Caín significa «posesión». O sea, éste iba a poseer todo.

Los primeros hijos reciben el amor de todo el mundo, y a menudo son muy mañosos y consentidos. Los padres no escatiman esfuerzos por darles todo. Este es el amor humano desequilibrado frente al trono de Dios, que pasa por alto la voluntad divina, sin considerar qué es lo que quiere el Señor para ese niño. Y no percatamos que estamos haciendo un mal terrible a ese niño.

Algo similar ocurrió con estos dos hijos. «Conoció Adán a su mujer Eva, la cual concibió y dio a luz a Caín, y dijo: Por voluntad de Jehová he adquirido varón» (Gén. 4:1). Aquí hay una expresión de satisfacción. Pareciera algo espiritual muy bonito, pero hay algo humano muy potente allí, una proyección humana. La ligadura que tiene una madre con su hijo es tremenda.

El riesgo del favoritismo

Pero aquí hay un dato interesante. «Después dio a luz a su hermano Abel». Pero Eva no dice nada. Aquí hay una pista, una sospecha; algo ocurre en esta familia. Pareciera que la balanza está inclinada a un lado, y esto es un error grave: uno de los hijos pasa a ser favorito de su padre. No hay cosa que cause más dolor en los hijos que la injusticia y el desequilibrio de los padres en torno a sus hermanos.

Cuando los padres se inclinan más por uno que por otro, esto provoca rivalidad entre los hermanos, incitando a la competitividad y todos los sentimientos asociados a eso. Es cuestión de revisar nuestra propia historia familiar. El amor humano trae consecuencias dolorosas, pues pasa por alto la voluntad de Dios.

El amor humano dice: «Yo te quiero». ¿Qué está diciendo? Él quiere algo. «Yo te quiero, yo te necesito». Está pensando en el bien propio, no en el bien del otro. «Te necesito». O sea, ama porque necesita, porque todos nosotros necesitamos ser amados y llenar nuestro corazón con afecto de otro.

Detrás de las patologías humanas, existe mucho desamor para aquellas personas. Entonces decimos: «Hay que entender a tal persona, porque tiene una historia de vida terrible». Y claro, uno entiende el comportamiento humano, porque hay situaciones dolorosas, de soledad, de abandono. Y gran parte de nuestra personalidad se debe, en principio, a las primeras relaciones de la infancia.

Un problema de desequilibrio

Aquí tenemos una familia desequilibrada por uno de sus hijos. «Y aconteció andando el tiempo, que Caín trajo del fruto de la tierra una ofrenda a Jehová. Y Abel trajo también de los primogénitos de sus ovejas, de lo más gordo de ellas. Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda; pero no miró con agrado a Caín y a la ofrenda suya. Y se ensañó Caín en gran manera, y decayó su semblante» (v. 3-5).

Aquí vemos las consecuencias de su crianza. Caín fue un niño al cual nunca se le negó nada; por tanto, no toleraba la frustración. Entonces, cuando no se le daba algo, hacía un berrinche, y los padres corrían a atenderlo. Entonces, él no logró resistir ese sentimiento.

Siendo ya grandes, ambos hermanos se enfrentan al llevar sus ofrendas delante de Dios. Por el libro de Hebreos sabemos que el Señor recibió la ofrenda de Abel, no porque Dios sea injusto, sino porque, como un buen Padre, quería enseñarles la vida espiritual a Caín y Abel, sus hijos.

Abel puso fe en su ofrenda. «Por la fe Abel ofreció a Dios más excelente sacrificio que Caín» (Heb. 11:4). Tal vez Abel vio al Señor, educó su vida en la angustia, en la soledad, en el abandono de tener siempre el segundo puesto; tuvo tiempo de reflexionar, de tomar la cruz, y se fue tomando del Señor, creyendo.

En vez de llenar su vida de amargura y de ira, Abel obró bien, y quizás, cuando llegó delante de Dios, se presentó con absoluta debilidad, porque él sabía lo que era. Y presentó su ofrenda viendo a Cristo por la fe. Entonces Dios vio ese corazón, y dijo: «Caín, de esta manera debes traer tu ofrenda». Pero Caín no lo toleró, porque no había sido preparado para eso.

¿Qué ocurre a un hijo consentido? Cuando ya crezca y las hormonas le llamen, cuando quiera tener una sexualidad libre, la tendrá, porque nadie le dijo que no, y él no puede gobernarse a sí mismo. Porque cuando niño no soportó que le dijeran: «Hijo, no tomes eso». Lo dejaron hacer, y lo hizo. No tiene barreras, no tiene contención, no tiene límites. Y como no los tiene, todo lo que quiere es de él.

Entonces Caín se llenó de ira. ¡Qué terrible es este pasaje! «Entonces Jehová dijo a Caín: ¿Por qué te has ensañado, y por qué ha decaído tu semblante? Si bien hicieres, ¿no serás enaltecido? y si no hicieres bien, el pecado está a la puerta; con todo esto, a ti será su deseo, y tú te enseñorearás de él» (v. 6-7).

Aquello era como un berrinche, y miren cuán amoroso es Dios enseñándole. «Hijo, cuando venga esta situación a tu corazón, ten cuidado, porque el pecado está cerca. Pero aun así, tú tienes la capacidad de decir que no. Tienes la capacidad natural, dada por mí, para manejar esto y dejarlo fuera de la casa. El pecado no se enseñoreará de ti si tú no quieres». Dios le da la responsabilidad a Caín.

Y esto es horrible. Sigilosamente, se llenó de ira, de envidia y de los sentimientos más perversos. «Y dijo Caín a su hermano Abel: Salgamos al campo. Y aconteció que estando ellos en el campo, Caín se levantó contra su hermano Abel, y lo mató. Y Jehová dijo a Caín: ¿Dónde está Abel tu hermano? Y él respondió: No sé. ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?» (v. 8-9).

Los hijos consentidos son insolentes. No tienen temor. Si pudiésemos averiguar, en esas marchas donde los jóvenes protestan y destruyen bienes públicos, y viésemos su situación de familia, son niños sin padres, consentidos, sin ninguna barrera, insolentes con las autoridades, soberbios, orgullosos.

Todo ello ocurre porque los padres no hicieron un buen ejercicio respecto de la educación de aquel hijo. Lo amaron tanto, que lo dejaron ser. ¿Y cuál es el producto final? Un hijo deforme, no conformado a la voluntad de Dios. El diseño divino fue trastocado porque los padres no fueron colaboradores de Dios.

Pacto de Dios con Abraham

Otro pasaje: «Y Jehová dijo: ¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer, habiendo de ser Abraham una nación grande y fuerte, y habiendo de ser benditas en él todas las naciones de la tierra? Porque yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha hablado acerca de él» (Gén. 18:17-19).

¿Por qué Dios sabía? Porque él hizo un pacto con Abraham. Un pacto es diferente a un contrato. El contrato tiene limitaciones. Por ejemplo, un contrato matrimonial puede ser legalmente disuelto. Pero un pacto es distinto, porque en él, las dos partes ponen todo lo que son y todo lo que tienen. Ambos se comprometen absolutamente en todo.

Dios hizo un pacto con Abraham, como diciendo: «Yo pongo todo, y tú pones todo». Y en él iba a bendecir a todas las familias de la tierra. Entonces, le da al hijo prometido. A los cien años, Abraham era un abuelo. Aquel era amor y crianza de abuelo. Abraham amaba a este niño que era heredero de las promesas. Y Abraham era un hombre rico. Todo, todo lo suyo, era para el hijo.

La fe probada

Sin duda, detrás de todo esto está la figura del Señor Jesús. Pero, humanamente, este niño lo era todo para Abraham. Y justamente por eso, Dios debió trabajar en el corazón de Abraham. E igual como hizo con María, debió poner una espada sobre Abraham. «Una espada traspasará tu alma». Dios interrumpió el curso de este amor, para equilibrar el corazón respecto de su heredero, para intervenir en el amor humano, para que fuese un amor divino, un amor sujeto a la voluntad divina.

«Aconteció después de estas cosas, que probó Dios a Abraham, y le dijo: Abraham. Y él respondió: Heme aquí. Y dijo: Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré» (Gén. 22:1-2).

Dios necesitaba validar el pacto, pidiéndole a Abraham todo ahora. Era más que la vida y las riquezas de Abraham. Todo. «Todo es tu hijo; dámelo». ¡Qué cosa más terrible! «Tu hijo… tu único… a quien amas». Era necesario hacer esto. ¿Por qué? Porque Dios se jugaba todo en Abraham y en este hijo. Y si el amor humano de Abraham superaba su amor por la voluntad de Dios, el proyecto de Dios se iría por tierra.

Entonces Dios probó a Abraham; pero él sabía que su siervo era fiel. Este es un pasaje muy emotivo, especialmente en el diálogo del padre con su hijo. Al parecer, Abraham hizo un buen trabajo con este hijo, porque el niño iba siendo obediente.

Se cree que Isaac tenía allí entre 12 o 16 años. «Y él dijo: He aquí el fuego y la leña; mas ¿dónde está el cordero para el holocausto? Y respondió Abraham: Dios se proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío» (v. 7-8). ¡Es terrible imaginar el corazón de aquel padre!

Ahora, de nuevo viene la fe. Abraham fue y lo entregó, «pensando que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos» (Heb. 11:19). Esa es la fe. Ese es el amor que Dios demanda de nosotros como padres: entregarle a él nuestros hijos, porque aun cuando les vaya mal, él los levantará aun de las ruinas, porque él es poderoso, y porque su voluntad siempre es buena, aunque aparentemente en ese momento nuestros ojos no lo vean. Si Dios lo prometió, él lo hará.

Dios tuvo que probar el corazón de Abraham. Pero no se queda ahí el relato; más tarde le toca a Isaac. Isaac tiene dos hijos gemelos: Jacob y Esaú. Y aquí vemos de nuevo el amor humano. Isaac tenía su favorito. «Y amó Isaac a Esaú porque comía de su caza; mas Rebeca amaba a Jacob» (Gén. 25:28). Esto hacemos nosotros, porque así es el corazón humano.

Rivalidad entre hermanos

Jacob era reflexivo, de apariencia tranquila, pero tenía todo planificado. Y lo primero que hizo fue arrebatarle la primogenitura a su hermano. Había rivalidad entre los hijos, porque esto es lo que se provoca cuando los padres se inclinan por uno o por otro. Los padres deben considerar esto, y tomar resguardos, para evitar traumas emocionales y cosas que luego cuesta mucho trabajo sanarlas.

Isaac repitió el mismo error de amor. Rebeca la pasó mal con ello, y ella no vio nunca más a su hijo, porque Jacob tuvo que irse de casa, huyendo de la ira asesina de Esaú.

La aflicción de Lea

Jacob tuvo que aprender mucho. Dios tuvo que tratarlo por su suspicacia, sus sospechas, sus manipulaciones. Y aquí se genera otra situación interesante, con una de sus esposas.

«Y vio Jehová que Lea era menospreciada, y le dio hijos; pero Raquel era estéril» (Gén. 29:31). Amor humano, de nuevo, pero ahora ya no amor de padres e hijos, sino amor entre esposos, mal concebido, mal entendido, que desborda la voluntad humana.

«Y concibió Lea, y dio a luz un hijo, y llamó su nombre Rubén,[a] porque dijo: Ha mirado Jehová mi aflicción; ahora, por tanto, me amará mi marido» (v. 32). Esto es terrible. Ella tratando de satisfacer su corazón con el amor de su marido. «Mi marido es todo para mí, pero él no me ama». Ella comienza a hacer cosas para ganar el amor de su esposo.

«Concibió otra vez, y dio a luz un hijo, y dijo: Por cuanto oyó Jehová que yo era menospreciada, me ha dado también éste. Y llamó su nombre Simeón» (v. 33). Pero no ocurrió nada. «Y concibió otra vez, y dio a luz un hijo, y dijo: Ahora esta vez se unirá mi marido conmigo, porque le he dado a luz tres hijos; por tanto, llamó su nombre Leví» (v. 34). Vemos la aspiración, la desgracia y la desazón. ¡Qué horrible es no sentirse amado, y no llenarse con el amor de Dios, entendiendo que solo él satisface el alma y el corazón, y querer llenarlo con ídolos, con amores terrenales!

«Concibió otra vez, y dio a luz un hijo, y dijo: Esta vez alabaré a Jehová; por esto llamó su nombre Judá; y dejó de dar a luz» (v. 35). Esta vez entendió que ella era para el Señor, que su corazón le pertenecía a él. Recuerden que el Hijo de Dios vino de Judá, de este niño concebido en el amor de Dios, en la alabanza y la adoración, cuando Lea quitó el ídolo de su marido y puso al Señor en primer lugar.

Conclusión

Podríamos ver otros pasajes más, y concluir que el amor humano puede llegar a ser tan perverso, al extremo de arruinar la voluntad de Dios sobre un niño, sobre una niña o sobre un matrimonio.

¿Por qué fracasan los matrimonios? ¿Por qué fracasamos en la crianza de los hijos? Porque no hemos amado primero al Señor, y nos hemos dejado guiar por la afectividad humana, la cual no es objetiva para discernir las cosas de Dios.

Nos amamos tanto que no le damos lugar al Señor. Entonces, el matrimonio irá derecho al fracaso; porque no está sustentado en el amor divino, impidiendo que la voluntad de Dios opere en nosotros. En la hora de la prueba habrá dolor, pero el egoísmo no soporta el dolor. Las separaciones, al final, son nada más que una expresión del egoísmo humano.

El Señor nos bendiga a todos, y nos salve de nuestro afecto natural, para poner por sobre todas las cosas el amor divino, porque el amor de Dios ubica, rediseña y readecúa el verdadero amor, lo establece y lo eleva a su máxima expresión. Amén.

Síntesis de un mensaje oral impartido en Temuco (Chile), en octubre de 2017.