Nadie conoce el verdadero valor del agua hasta que la sed le ha hecho doler el alma. Israel en el desierto sufrió la sed así. Entonces Dios le hace brotar agua de la roca. Ved ahí un verdadero espectáculo en medio del desierto: De una roca aparentemente igual a todas, fluyen ríos de aguas, abundantes ríos, capaces de saciar a una multitud de millones de personas. Pablo nos dice que esa Roca era Cristo (1 Cor. 10:4).

Cristo es la Roca de la cual manan las aguas vivas. Junto al pozo de Jacob, Él dio de beber a la mujer samaritana, y el agua que él le dio se transformó en una fuente que saltó para vida eterna (Juan 4:14). Dondequiera que Él iba, daba de beber de esa agua a la gente. Hoy también es así. Cristo nos ha dado el Espíritu Santo, y no lo ha dado por medida, para que lo disfrutemos en abundancia.

En aquel último y gran día de la fiesta en Jerusalén, el Señor Jesús alzó la voz y dijo: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí… de su interior correrán ríos de agua viva». Y Juan agrega: «Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él; pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado» (Juan 7:37-39). Estos ríos fueron derramados en Pentecostés y aún siguen fluyendo en los que creen en el Hijo de Dios.

Las aguas vivas son diferentes del agua de un pantano o de un pozo. Una agua estancada no tiene vida, no es limpia. Se amontonan las impurezas y se va formando sobre ella, y en su fondo, una costra de muerte. Las aguas del Espíritu son vivas, es decir, fluyentes, frescas y puras como las de un manantial.

El agua del Espíritu regenera. En este pasaje de Juan 7 está claramente establecido cómo se recibe esta agua viva. Es preciso tener sed, luego, es preciso creer en Jesús. Entonces, se recibe esta agua con tal abundancia, que corren ríos de agua viva por el interior del creyente.

El agua del Espíritu limpia. El corazón del creyente necesita permanentemente la acción del Espíritu para ser limpiado de la contaminación de la tierra. Es como la necesidad de lavarse los pies. Debe hacerse diariamente, para limpieza y frescor.

El agua del Espíritu vivifica. Un terreno castigado por la sequía se endurece, y no puede brotar en él el preciado fruto. Pero cuando viene la lluvia, el terreno se reblandece, y se vuelve acogedor para la semilla. Puede recibirla en su seno y hacerla brotar con abundante fruto. El corazón del hombre es un terreno seco y árido cuando no fluyen por él los ríos del Espíritu. Y aquí nos referimos a los corazones de los creyentes. En sus duros pliegues no hay vida. Su duro cascarón es como una piedra sobre la cual no puede brotar ninguna planta.

En Ezequiel 47 está la alegoría de las aguas salutíferas. Es necesario no solo mojarse hasta los tobillos, o hasta las rodillas o los lomos. En ese río tan abundante es preciso sumergirse enteramente y nadar, con la dichosa bendición de que«vivirá todo lo que entrare en este río» (v. 9).

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