El aceite tiene múltiples usos en las Escrituras, y todos ellos son representativos del Espíritu Santo: para las ofrendas, para ungir, para dar luz, para sanar; es símbolo de honra, alegría y prosperidad.

El aceite ocupaba un lugar prominente entre las primicias que se ofrecían; las ofrendas de harina frecuentemente se mezclaban con aceite. El aceite de la santa unción era confeccionado de especias escogidas; su fórmula era secreta, y nadie podía usarlo para fines profanos. Con ese aceite se ungían los utensilios del tabernáculo y a los sacerdotes que ministraban allí. Si se ungía a alguien extraño, éste moría inmediatamente.

Así, la unción de Dios recaía solo sobre los sacerdotes, los que ministraban delante de Dios. Así ocurre también hoy. Solo los hijos de Dios –sacerdotes en el Nuevo Pacto– tienen esta unción, y su presencia en ellos los distingue y los honra. Con aceite se ungía también a los reyes, como David, y con ello el Espíritu de Dios venía sobre el escogido, otorgándole sabiduría y escudo.

Pero también el aceite era usado para el candelabro y las lámparas. ¿Su función? Iluminar la casa de Dios. Sin el aceite no hay luz. Sin el Espíritu tampoco hay luz. La iglesia puede transformarse en un lugar oscuro, donde no se descubren las impurezas, si es que el Espíritu Santo no está iluminando el corazón.

Era costumbre en Israel en la época del Nuevo Testamento, que quien llevaba una lámpara de aceite portara también un pequeño recipiente de aceite; así se podía volver a cargar la lámpara en cualquier momento. Las vírgenes insensatas de la parábola tuvieron un problema: ellas tenían aceite apenas para sus lámparas, y el recipiente para el aceite de reserva estaba vacío. Pero en el momento decisivo, les faltó, y quedaron a oscuras, por lo cual, ellas no pudieron salir al encuentro del esposo. Sabemos que esta parábola es para el tiempo del fin. ¿Cuál es nuestra condición hoy?

También se empleaba el aceite en la purificación de los leprosos, y para la sanidad de los enfermos. Isaías 1:6 dice: «Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa sana, sino herida, hinchazón y podrida llaga; no están curadas, ni vendadas, ni suavizadas con aceite». Con estas palabras, el profeta hace un diagnóstico de la realidad de Israel en sus días. Ellos están llenos de heridas y llagas, están totalmente enfermos. No ha habido aceite para curar las enfermedades de su piel. ¡Qué desolador panorama!

En la iglesia de Dios, cuando el Espíritu no puede obrar como aceite, las heridas abundan. El ungüento sanador no ha sido derramado sobre las purulentas «heridas». La condición de la iglesia, y aun su aspecto, parecen muy desmejorados. ¿Qué hacer? Volvernos al Espíritu y dejarle en libertad para que pueda curar las heridas, y vendarlas. Se precisa gran cantidad de aceite para curar las heridas del pueblo de Dios.

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