En el Antiguo Testamento, la iglesia encuentra un absoluto silencio acerca de su existencia y dignidad. Sin embargo, por aquí y por allá, hay algunos tipos, figuras o sombras que la anuncian anticipadamente. Para los ojos ungidos, no es difícil apreciar la hermosura de estas prefiguraciones.

Asenat y Séfora. Dos mujeres no judías, esposas de personajes destacados. La primera, es la esposa egipcia de José, un tipo de Cristo. La segunda, la esposa madianita de Moisés, otro tipo de Cristo. Asenat y José, su marido, tipifican la iglesia y Cristo, respectivamente. Lo mismo ocurre con Séfora y Moisés su esposo. Séfora se unió a su marido durante su vida oscura en el desierto; Asenat fue unida a José en el tiempo de su exaltación.

Dos momentos, dos mujeres, unidas a dos esposos en distintas posiciones; pero hay solo una gloriosa realidad. Es, simplemente, la iglesia, en su rechazamiento en el mundo, hoy, y en su exaltación, mañana.

La iglesia en el mundo. Séfora unida a un pastor de cabras, despojado de la gloria y rango que disfrutaba en Egipto, olvidado por sus hermanos por 40 largos años. ¡Qué de noches a la intemperie! ¡Qué de estrecheces, de trabajos y fatigas! Y sobre todo, aquellos prolongados silencios compartidos con un fugitivo de la justicia. Nada de gloria, muchas lágrimas. Nada de aplausos, muchas melancolías.

La iglesia en gloria. Asenat, hija de Potifera, sacerdote egipcio; pero, por sobre todo, esposa de José, el gobernador, el primero después de Faraón, y ante quien toda rodilla se dobla. Ella es principal en linaje, y en sus esponsales. ¡Qué fiestas hubo el día de sus bodas! ¡Qué derroche de comida, bebida y jolgorio! Su marido –el más hermoso de los hijos de los hombres– ha sido exaltado, desde la cárcel al trono de la primera potencia del mundo. Su gloria y esplendidez, ¿quién los podría opacar? Nadie, jamás.

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