La visión del apóstol Juan en días de decadencia.

Lectura: Apocalipsis 1:9-20.

En la Palabra del Señor encontramos que la visión celestial es un asunto predominante. Cuando leemos la Biblia, hallamos que muchos hombres tuvieron visiones celestiales. Pero la visión celestial es una sola. Es la visión que viene de lo alto, de Dios mismo. Esa visión es Jesucristo, y es también su iglesia.

Pero no vamos a hablar ahora acerca de la visión en sí, sino de qué ocurre cuando ella se pierde.

En el Antiguo Testamento, en Proverbios, dice: «Cuando no hay profecía (o visión), el pueblo se desenfrena». Pero literalmente es «perece». En otras palabras, cuando se pierde la visión celestial, la iglesia muere ¡Cómo debemos atesorar la visión celestial! Y también, si hemos perdido esa visión, ¡con cuánta dedicación debemos abocarnos a recuperarla!

El tiempo de Juan y la pérdida de la visión

Cuando leemos los primeros capítulos de Apocalipsis nos encontramos precisamente con una situación en que la visión celestial se ha extraviado. El contexto histórico nos sitúa a fines del primer siglo.

La iglesia de fines del primer siglo es muy diferente a la iglesia de los primeros años, la que nació en Pentecostés y luego creció y se desarrolló en diferentes ciudades y provincias del Imperio Romano. La iglesia del libro de los Hechos está llena de la visión celestial. Está caminando, avanzando y creciendo en Cristo. Pero a fines del primer siglo la situación es diferente.

Cuando Pedro y Pablo murieron en el año 67 d. de C., durante la persecución del emperador Nerón, cae un telón oscuro sobre la historia de la iglesia. Pasarán más o menos 25 ó 30 años, y no sabremos absolutamente nada de lo que le ha ocurrido a la iglesia hasta el momento en que Juan aparece escribiendo el Apocalipsis. Cuando se levanta el telón, a fines del primer siglo, el escenario ha cambiado y la iglesia es distinta.

El mal se ha introducido en la iglesia. Ella está comenzando a caer en la apostasía y en la ruina espiritual. Y Dios, en ese momento preciso de la historia, va a usar un hombre para hablar a la iglesia, no sólo a la de aquel tiempo, sino a toda la iglesia, para todos los tiempos.

Por lo tanto, lo que el apóstol Juan va a decirnos es un mensaje fundamental, un llamado desde el mismo trono de Dios para que la iglesia recupere la visión celestial, pues nos muestra cómo ella se recupera, y también en qué cosas la iglesia tiene que ser restaurada.

Quien escribe es el apóstol Juan. Juan fue uno de los doce discípulos del Señor, aquél que tuvo el privilegio de ser llamado amigo del Señor, aquel discípulo a quien Jesús amaba. Esto no quiere decir que el Señor Jesús no amara a los otros; pero quiere decir que había entre el Señor y Juan una intimidad mayor que la que había entre él y los demás discípulos.

Fue Juan quien se recostó en el pecho del Señor la noche en que el Señor fue entregado. Fue Juan quien estuvo al pie de la cruz. Ningún apóstol estuvo allí, sólo Juan. Él vio a Jesús clavado en la cruz; él escuchó las palabras del Señor en la cruz.

Este es Juan, testigo de Jesucristo, el más fiel de los discípulos del Señor, aquel que seguía a Jesucristo por dondequiera que él iba. Pedro era más apresurado; más rápido para actuar y para hacer. Pero Juan tenía un entendimiento mayor. Más adelante, durante el tiempo en que la iglesia creció y se desarrolló en Jerusalén, la Escritura dice que Juan llegó a ser una de las columnas de la iglesia en Jerusalén. Pero no sabemos nada más de Juan, excepto que tenía un servicio de mucha importancia allí.

Cuando pasó el tiempo, los apóstoles murieron, y sólo quedó Juan, que era ya un anciano. La iglesia en Jerusalén fue dispersada, porque la ciudad de Jerusalén fue destruida e incendiada por los romanos en el año 70 d. de C. El apóstol Juan se trasladó a vivir a la ciudad de Éfeso, y se estableció en la zona donde Pablo con sus colaboradores había trabajado tantos años.

Pero pasaron los años, y el apóstol Juan fue testigo de cómo Satanás comenzó a atacar a la iglesia, y el mal comenzaba a entrar en ella. Ese mal se disfrazaba de diferentes maneras y tomaba diferentes formas; porque nosotros debemos saber que la iglesia está aquí en la tierra, pero no es de esta tierra; está en el mundo, pero no es del mundo. Y aquel que es el príncipe de este mundo aborrece a la iglesia del mismo modo en que aborreció al Señor de la iglesia.

El ataque de Satanás contra la visión

Satanás no quiere que la iglesia esté en el mundo; él quiere que la iglesia sea quitada de este mundo. Si pudiera borrarla, si pudiera aniquilarla completamente, él lo haría; pero no puede. Entonces, la ataca y arroja sobre ella todo su poder y astucia para destruirla.

Juan estaba en esas iglesias y empezó a observar cómo Satanás sutilmente trabajaba para destruirlas. Y escribe sus cartas y su evangelio por la misma razón, porque la iglesia ha comenzado a perder su visión de Cristo.

Ustedes recuerdan que él dice en su primera carta: «Según vosotros oísteis que el anticristo viene, así ahora han surgido muchos anticristos». Es cierto que Pablo había enseñado a las iglesias que venía el día en que se iba a manifestar el hombre de pecado, el hijo de perdición, y así les dice Juan: «Ustedes oyeron que el anticristo viene; pero ahora han surgido muchos anticristos», es decir, «no sólo en el tiempo final, sino ahora mismo ese misterio de iniquidad está trabajando para destruir a los santos». Esa era la iglesia del tiempo de Juan. Una iglesia donde los hermanos están mezclados con los que no son hermanos, donde hay lobos disfrazados con pieles de ovejas.

Juan dice: «Salieron de nosotros»; no vinieron del mundo. Esa es la obra del espíritu del anticristo, y no somos inmunes a ella. Siempre, a lo largo de la historia de la iglesia, el misterio de la iniquidad ha estado obrando en las iglesias de Cristo. Y nosotros debemos saber eso, debemos estar prevenidos, como Juan nos dijo.

Satanás estaba trabajando al interior de las iglesias a través de este espíritu del anticristo en dos aspectos. Primero, tergiversando la palabra de Dios, inventando doctrinas, creando falsas enseñanzas, introduciendo herejías, sutilezas y matices falsos sobre Cristo, su persona y su obra.

Pero en segundo lugar, simultáneamente, comenzó a desarrollarse en la iglesia una especie de organización oficial de la autoridad y de las reuniones. Empezaron a surgir cargos oficiales: personas que presidían y que no se conformaban al principio de la vida y del funcionamiento del cuerpo de Cristo. En muchas partes había hombres a quienes les gustaba tener el primer lugar. Nunca hubiera ocurrido tal cosa antes; pero ahora Juan está solo, y ¿qué puede hacer él contra toda la marea de maldad que se abalanza contra de la iglesia?

A veces decimos: «¡Ah, si tuviéramos a Pablo entre nosotros, o a Juan, qué diferentes serían las cosas!». Ponemos nuestros ojos en los siervos de Dios, como si ellos pudieran resolver los problemas de la iglesia. Pero aquí tenemos a Juan, y él no puede detener la marea que viene. Con todo su conocimiento de Cristo, con toda la luz que tiene del Señor, no puede detener lo que viene sobre la iglesia.

Y aún más, en el año 90 ó 95, otro mal se añade: el Imperio Romano. Hasta entonces, el imperio ha permanecido más o menos indiferente a la existencia de la iglesia. Nerón persiguió a los hermanos en Roma, pero fue una persecución aislada, y sólo en Roma, el año 67. Pero ahora surge un emperador llamado Domiciano, y a éste se le ocurre –ustedes ya saben quién pone esa idea en su mente– que él debe ser adorado como un dios, para contribuir a la unidad del imperio. Y aquellos que no le adoran son traidores al imperio y deben morir. De este modo empieza la persecución. Los hermanos, por supuesto, se niegan a adorarlo, y son entregados por miles a la muerte.

Por tanto, además de la debilidad interna en que está la iglesia, viene este ataque terrible desde afuera. Ningún reino de este mundo había podido resistir a las legiones romanas, y ahora Roma va a volcar todo su poder con el fin de aniquilar a la iglesia de Jesucristo. Vean ustedes la condición de la iglesia a fines del primer siglo. Todo es diferente. En su época, Pablo, para salvarse de los griegos y de los judíos, decía: «Yo soy ciudadano romano». Pero ahora Roma persigue a los santos, y los mata.

La situación de Juan y su sufrimiento por la visión

En ese tiempo, Juan es tomado cautivo y enviado a Patmos, una pequeña isla en medio del mar Egeo, entre Grecia y Asia Menor. Es un promontorio rocoso, seco, una isla de destierro. Ahora, hermanos, ¿pueden darse cuenta de lo que siente el corazón del apóstol; de su impotencia al ver lo que le ocurre a la iglesia, conociendo los males que la atacan, y sabiendo que los hermanos son perseguidos y entregados a muerte? Y él está encerrado allí, atado de pies y manos. ¡Ah, si al menos pudiera estar con los hermanos y consolarlos y animarlos con su palabra y con su ejemplo!

Esta es una lección para nosotros. ¿Por qué creen ustedes que el Señor permite que su siervo Juan esté en una isla solo y sin poder hacer nada? Porque los siervos de Dios ciertamente son usados por Dios para bendecir a la iglesia; pero ellos son a la vez impotentes para hacer nada por ella.

El encierro de Juan en Patmos representa, por un lado, esa impotencia, aun de los siervos más grandes, para hacer nada por la iglesia. Pero, por otro lado, Dios tiene a su siervo Juan en la tierra. Piensen ustedes, en Juan, con toda esa carga, pensando en que sus «hijitos» están siendo martirizados, pensando en que este hermano va a perder la fe, aquel otro hermano va a ser confundido…

Y en ese momento, en su absoluta incapacidad, hace lo único que un hombre puede hacer en esa situación: vuelve sus ojos al Señor. Porque, aunque él no puede hacer nada, ¡el Señor sí puede! Así que Juan, una vez más, vuelve sus ojos a aquel que reina sobre todos los reyes y es Señor de todos los señores. Y ora. «Yo estaba en el Espíritu…». ¡Está orando!

A veces pensamos que si no estamos haciendo cosas, no estamos sirviendo a Dios. Pero su siervo Juan está cumpliendo el más alto de los ministerios que un hombre puede cumplir en la tierra; y no es predicar ni enseñar, ¡es orar! Dios necesita que Juan esté en la isla para que por un lado no haga nada, y por otro, para que lo haga todo… orando.

Y Juan dice: «Yo Juan, vuestro hermano». No se pone en una posición diferente a la nuestra. «Yo soy como todos ustedes, y ustedes son como yo, copartícipes en el reino, en la tribulación y en la paciencia de Jesucristo». Así que podemos hacer lo que hace Juan, y obtener las respuestas que él obtiene, porque él es nuestro hermano, como todos los que soportan en su corazón la tribulación; no la tribulación por uno mismo, o por las circunstancias de la vida, sino la tribulación por causa de Jesucristo.

Ahora, amados hermanos, quizás podamos dar un paso más adelante, e imaginar cómo estaba orando Juan. Tal vez estaba orando con su vista vuelta hacia Asia Menor. Su oración llevaba la carga de un corazón que conoce, que entiende y sufre por las iglesias de Dios. Por eso oraba, y por eso el Señor le responde.

La respuesta del Señor y la restauración de la visión

Y entonces dice: «Yo estaba en el Espíritu en el día del Señor, y oí detrás de mí una gran voz como de trompeta, que decía: Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el último. Escribe en un libro lo que ves, y envíalo a las siete iglesias que están en Asia: a Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardis, Filadelfia y Laodicea».

Esta es la respuesta del Señor para Juan. Él ora por las iglesias de Asia, y el Señor le responde: «Yo soy el primero y el último». ¿Por qué dice esto el Señor? Porque Juan está mirando hacia adelante. Un hombre con discernimiento, con visión del Señor, puede ver lo que va a ocurrir. Y él está afligido, pensando en lo que va a ocurrir, pues sabe que va a morir pronto, y, ¿qué va a ser de la iglesia cuando todo el poder de Roma se vuelque para destruirla, y cuando el espíritu del anticristo introduzca más y más herejías en ella? ¿Cómo va a sobrevivir? ¿Quién la va a salvar?

Y el Señor le dice: «Juan, yo soy el primero y el último. Todos los imperios de este mundo van a perecer, todas las herejías van a terminar, pero yo vivo para siempre. Cuando todo haya terminado, ahí estaré yo. Porque yo soy el último, yo digo la última palabra. Nadie antes que mí, nadie después de mí. Yo el primero; yo el postrero; yo, él mismo que estuvo al principio, yo también en lo postrero».

Así comienza la recuperación de la visión celestial. Miremos al cielo y veamos quién es nuestro Señor. Él no está sujeto al tiempo; el tiempo se estrella contra el Señor como un río contra una roca, pero no lo conmueve. La historia entera del mundo no puede mover al Señor. Él es el primero y él es el postrero. Las cosas pueden cambiar en la tierra, pero nunca cambian al Señor que está en los cielos.

«Y me volví para ver la voz que hablaba conmigo». «Me volví». Sucede, hermanos que, cuando estamos en una tribulación, nuestros ojos están tan fijos en la situación que nos agobia y no podemos ver otra cosa. Y Juan estaba allí con sus ojos fijos en las iglesias. Entonces, el Señor le habla. Pero el Señor no está donde está el problema; el Señor está fuera del problema, está detrás de Juan.

¿Por qué le habla desde atrás? Porque necesita que Juan salga del problema, quite su atención de éste y se vuelva hacia el Señor. El secreto es sacar la mirada de lo que nos aflige, y volver la mirada hacia él.

Entonces dice: «Me volví para ver la voz que hablaba conmigo; y vuelto, vi siete candeleros de oro, y en medio de los siete candeleros, a uno semejante al Hijo del Hombre».Ustedes recuerdan que dijimos que nadie conoció tan íntimamente al Señor como Juan. Pero ahora, aquel que aparece ante los ojos de Juan, siendo el mismo, es diferente, porque ha sido resucitado y glorificado. Y ahora se presenta ante Juan con toda la gloria que ha recibido de Dios. Ya no es más el carpintero de Nazaret, ahora es Rey de reyes y Señor de señores.

En su evangelio, Juan sintetiza toda la experiencia de sus tres años con el Señor con estas palabras: «Y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad». El Señor reveló su gloria en aquellos años; pero la gloria del Señor en esos años estaba escondida bajo el velo de su humanidad. La humanidad del Señor hacía posible que ellos lo tocaran. Pero, ahora, su gloria se ha manifestado en toda su plenitud.

«Vi a uno semejante al Hijo del Hombre, vestido de una ropa que llegaba hasta los pies, y ceñido por el pecho con un cinto de oro – lo que representa su sacerdocio–. Su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana, como nieve…». El cabello blanco representa un atributo de Dios. Cuando leemos Daniel capítulo 7, encontramos al Anciano de días, que es el Padre, cuyos cabellos son blancos como lana blanca. Eso significa eternidad. Una antigüedad sin principio, una duración sin final. Sólo Dios es eterno; y nuestro Señor es Dios, y es eterno.

«…sus ojos como llama de fuego…». Cuando uno se acercaba al Señor en sus días de la tierra, sus ojos eran tiernos y dulces. Pero ahora sus ojos son como llama de fuego. Si miras a sus ojos –y debemos mirarlos– ellos traspasan los más íntimos pensamientos de tu corazón, ven a través de ti como a través de un cristal. Él conoce todo, lo ve todo.

Es la respuesta, recuerden, a la iglesia que está llena de confusión y apariencias… pero el Señor tiene ojos como llama de fuego. Hay algunos que se hacen pasar por hermanos, y no son hermanos; hay otros que, siendo hermanos, están viviendo vidas ocultas y de pecado; pero recuerde: el Señor tiene ojos como llama de fuego.

«…y sus pies semejantes al bronce bruñido…». El bronce, en la Escritura, representa el juicio de Dios. Los pies pisan, juzgan, aplastan. Pero los pies del Señor no son para pisotear a la iglesia; son para pisotear a Satanás y sus huestes de maldad; para pisotear al pecado, al mundo, a la carne. Son pies de bronce, que nos defienden y juzgan a nuestros enemigos, porque él pisa el lagar de la ira de Dios.

«…y su voz como estruendo de muchas aguas…». Cuando el Señor estaba en la tierra, sus palabras eran con autoridad; pero eran palabras con un sonido como el de nuestras palabras. Sin embargo, ahora son como el estruendo de muchas aguas. ¿Quién puede oír esa voz que truena desde los cielos? Esto significa autoridad y poder para conmover todas las cosas. Por su palabra fueron hechos los cielos y la tierra, y un día, por su palabra, serán deshechos los cielos y la tierra. ¡Él es la todopoderosa palabra eterna de Dios!

«Tenía en su diestra siete estrellas…». Las estrellas, se nos dice inmediatamente, representan a los ángeles de las siete iglesias. Esto quiere decir que el ministerio de los ministros de la palabra está en las manos del Señor. Él es quien da apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros a la iglesia.

Significa que cualquiera que sea el tiempo que la iglesia esté viviendo, nunca faltará la palabra de Dios; pues éstos son los dones de Cristo para la iglesia. Aún en los tiempos de mayor oscuridad en la historia de la iglesia, hubo hombres que se levantaron y dijeron: «Así ha dicho el Señor…». Él tiene las estrellas en su diestra. En su mano derecha están los ministerios que edifican la iglesia. ¡Gracias al Señor por eso!

«…de su boca salía una espada aguda de dos filos…». Es la palabra de Dios que sale de su boca. Con esa palabra, el Señor edifica a su iglesia. Por eso, las estrellas y la espada están juntas. Las estrellas son los medios; la espada, aquello que va a ser comunicado por medio de las estrellas. No es la palabra de Dios en términos de ‘la Biblia’. La Escritura es el registro inspirado de la palabra que salió de la boca del Señor. Pero esta es una palabra viva que debe estar actuando en la iglesia, partiendo el alma y el espíritu, separando la paja y el trigo, poniendo a un lado lo de Cristo y a otro lado lo del hombre; dividiendo lo del alma y lo del espíritu, para trazar el rumbo de la obra de Dios en la iglesia. Es la palabra de Dios gobernando la iglesia.

«…y su rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza». Como el sol de mediodía. El brillo del sol va modificando su intensidad a medida que va ascendiendo en el cielo, y cuando llega al cenit resplandece en su fuerza. Así es el Señor Jesucristo. Los querubines y los sera-fines ponen sus alas delante de su rostro para esconderlo del rostro de Aquel que se sienta en el trono. ¡Es el rostro de la gloria del Señor resucitado, la lumbrera que alumbra la ciudad eterna, la fuente de toda luz por los siglos de los siglos!

¿Quiere luz? ¡La luz está en él! Cuando haya llegado la oscuridad, y todas las luces se hayan apagado, recuerde: ¡el rostro del Señor nunca se apaga!

Y dice Juan: «Cuando le vi, caí como muerto a sus pies». Nadie conocía tan íntimamente al Señor como él. Pero ahora, cuando ve al Señor en su gloria celestial y eterna, manifestada en toda su potencia, cae como muerto. Porque, cuando la gloria del Señor se revela, ella trae la muerte a todo lo meramente humano y terrenal.

Algunos hermanos dicen: «Yo vi al Señor», y está bien. Pero, si se les pregunta: «Hermano, ¿qué sucedió?», responden: «Me llené de gozo, fue algo emocionante». Es cierto; cuando vemos al Señor, nos llenamos de alegría. Pero cuando vemos su gloria, lo primero que nos llega no es la alegría; es la muerte. Porque la gloria del Señor revela nuestra condición. Cuando nos vemos en su luz, queda revelada nuestra debilidad de barro y polvo. Por eso quedamos ciegos, desnudos y caemos muertos.

¿Queremos ver al Señor? ¡Ése es el precio! A veces hablamos con tanta liviandad de ver al Señor; pero quienes le han visto, han caído como muertos a sus pies. Pero, el Señor puso su diestra sobre Juan. Me imagino que cuando Juan sintió la mano del Señor, recordó que esa misma mano se había posado tantas veces sobre su cabeza. Porque el Señor no ha cambiado. Aunque está lleno de gloria, todavía está lleno de amor hacia los suyos. Por ello, el Señor se inclinó, tomó a Juan desde el suelo, y tiernamente lo levantó otra vez y lo puso de pie.

Luego que el Señor le pone la mano encima, le dice: «No temas; yo soy el primero y el último; y el que vivo, y estuve muerto –Como tú estás muerto ahora, Juan, yo también estuve muerto– más he aquí que vivo por los siglos de los siglos, amén». Él no sólo es el Señor de la gloria, sino que es el Señor resucitado. La vida que el Señor tiene es una vida que ha vencido a la muerte. Él estuvo un día en la cruz, enfrentó los poderes de la muerte y estuvo muerto, pero ahora vive. Y tiene una vida indestructible.

Amados hermanos, el más grande de los poderes que amenaza a la iglesia es el poder de la muerte. Si hay una palabra que puede resumir toda la obra que Satanás hace en contra de la iglesia, esa es la palabra muerte. Muerte espiritual, muerte física, muerte en todas sus formas y sentidos. ¡Pero el Señor es la resurrección y la vida! «…el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos» – es decir, «porque yo vivo, mi iglesia también vive; la muerte no puede vencerla, porque yo tengo las llaves de la muerte y del Hades».

¡No, la iglesia no será derrotada por la muerte, ni por Satanás, porque el que vive en la iglesia vive para siempre! Este es el Señor de la iglesia. ¡Bendito sea Él! Pues él dijo: «El que en mí cree, aunque esté muerto, vivirá».

Las iglesias son restauradas si se conforman a la visión

Por ello le dice a la Iglesia en Sardis «Tienes nombre de que vives, pero estás muerta. Hubo un tiempo en que estabas viva, pero hoy sólo queda el recuerdo de que estabas viva. Un día fuiste una obra de Dios. Pero, ¿qué le dice el Señor a la iglesia en Sardis? «Yo soy el que tiene los siete espíritus de Dios y las siete estrellas». Quiere decir, el que está lleno de la vida del Espíritu de Dios para dar vida a los muertos. «Tú estás muerta, pero yo vivo».

Y a Éfeso le dice: «Has dejado tu primer amor». Esa es la verdad. «Pero yo soy el que camino en medio de los candeleros; yo soy el centro, el amado, el corazón de la iglesia. Vuélvete a mí, y encontrarás tu primer amor».

A Pérgamo le dice: «El que tiene la espada aguda de dos filos». Pérgamo está llena de doctrinas falsas, de enseñanzas mentirosas. Pues bien, para esas enseñanzas, la respuesta no son doctrinas ni más enseñanzas, sino la espada aguda que sale de la boca del Señor, la espada que puede desbaratar todas las mentiras del maligno.

Para Tiatira: «El que tiene ojos como llama de fuego, y pies semejantes al bronce bruñido». Tiatira tenía pecados ocultos. Vivían vidas ocultas, aparentaban una cosa, pero vivían otra. Una mujer, Jezabel, les enseñaba a comer cosas sacrificadas a los ídolos. Lo hacían en secreto, y nadie lo sabía. Nadie, excepto el que tiene ojos como llama de fuego. Y él dice: «Yo soy el que juzgo y castigo a las iglesias». No nosotros, hermanos. Ah, pero él puede cambiarlo todo, porque él es el Señor de la iglesia.

Por último, a Laodicea, el Hijo de Dios le dice: «El Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios». Laodicea decía tener el testimonio, y estar llena del conocimiento del Señor. Pretendía estar llena de riquezas y sabiduría de Dios y de luz espiritual. Pero no. Estaba llena de sí misma, de vanidad, y de un conocimiento exterior y vano; no había realidad en ella. Por eso, «el Hijo de Dios, el testigo fiel y verdadero», es decir, aquel en quien no hay ninguna separación entre lo que dice y lo que hace, lo que habla y lo que es.

Lo que el Señor les muestra a las iglesias es que la solución para su situación –cualquiera que ella sea–, es la visión de él mismo. Porque Cristo es la vida y el todo de la iglesia. Dios había revelado al apóstol Pablo que la iglesia es Cristo sobre la tierra. Si ella pierde la visión celestial, pierde entonces la visión de Cristo. Y, luego, tras perder la visión de Cristo, la iglesia se deforma; pierde su contenido y su esencia… y muere.

Entonces, ¿cuál es la solución? Una visión renovada de todo lo que es Cristo el Señor. Porque lo que vio Juan –la visión de Cristo– luego se aplica a cada iglesia en sus diferentes aspectos. Un aspecto de Cristo sirve para resolver el problema de Laodicea, y otro aspecto de Cristo sirve para resolver el problema de Pérgamo, y aún otro, para el problema de Éfeso. ¿Se da cuenta? Pues es Cristo quién resuelve el problema de las iglesias.

Y, finalmente, recuerden: «Yo soy el que camino en medio de las iglesias». No son los hombres quienes gobiernan, edifican, cuidan, sustentan, mantienen y llevan adelante a las iglesias: es el Señor. ¡Es el Señor, sólo el Señor, y nada más que el Señor! Juan puede estar lejos, Pedro puede morir, Pablo puede faltar; ¡pero nunca faltará el Señor de la iglesia! Y, porque él vive, la iglesia vivirá también.