Pese a haber recibido a Cristo como Salvador personal, muchos creyentes siguen sintiendo que su experiencia con Cristo es insatisfactoria. Para remediarlo, buscan métodos y toman resoluciones para alcanzar la victoria. Sin embargo, la solución no viene por esa vía.

«No sé qué me pasa. Cuando recibí al Señor Jesús como Salvador mi vida cambió. Mis pecados fueron perdonados, y mi corazón se llenó de gozo. Pero con el paso del tiempo el gozo fue desapareciendo y el pecado ha vuelto a ganar terreno en mí. Hoy me siento de nuevo insatisfecho. La vida de la iglesia es una rutina a veces insoportable. ¿Qué pasa conmigo? Sé que soy un hijo de Dios, pero no puedo vencer. Estoy deprimido».

El testimonio de este creyente puede ser el de muchos hijos de Dios. Creyentes que ayer lucían llenos de expectación y de anhelos de servir a Dios, hoy parecen veteranos de guerra, sin ganas de luchar. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué los ríos de Dios se secan en el corazón de muchos? ¿Por qué la vida cristiana llega a ser una rutina insoportable? ¿Es Cristo incapaz de dar satisfacción plena?

Sin duda que la salvación de Dios en Cristo es todosuficiente, y abarca toda la vida del hombre. Sin embargo, esa salvación no se expresa en la vida cotidiana. ¿Qué ocurre?

La vida cristiana es una larga carrera con muchas etapas  sucesivas. Cada una de ellas tiene su peculiar característica. En cada una de ellas se descubre algún aspecto nuevo de la salvación de Dios, y un nuevo acento de la gloriosa persona del Señor Jesucristo. Cada una de ellas va precedida de una crisis, tiene un período de gloria, y luego deviene en una nueva crisis. Esta crisis es una situación de insatisfacción generalizada, de una profundas derrota, que abarca la totalidad del alma. Estas etapas o pasos no son rígidas ni simultáneas en todos los hijos de Dios. Cada creyente avanza según su particular disposición y entrega.

Normalmente, la llegada de los cristianos al Señor para ser salvos fue precedida de la primera gran crisis. Y luego, en el camino de la Vida, vienen otras que son seguidas de otras glorias. Los cristianos van de gloria en gloria, pero suele preceder a cada una de ellas una crisis particular. La insatisfacción y la derrota (una búsqueda como la del ciervo que brama por las corrientes de las aguas) se traducen así en una búsqueda de ayuda en el Señor, y traen consigo una gloriosa respuesta para el creyente.

Hay algunas de estas etapas o pasos fácilmente diferenciables: el nuevo nacimiento, la seguridad de la salvación, la muerte al mundo, la liberación del pecado, el andar en la vida de resurrección de Cristo, la pérdida del individualismo, la visión de la iglesia como Cuerpo, la consagración, etc. Muchas otras etapas pueden ser la experiencia normal del cristiano, pero todas ellas obedecen al mismo patrón.

La Biblia habla de una puerta estrecha y de un camino angosto. La puerta estrecha es una crisis, y luego, el camino angosto es el tramo de la experiencia que le sigue. Esta alegoría, si bien es aplicada por el Señor a la totalidad de la vida cristiana, puede también aplicarse a cada una de las etapas de ella.

El Cantar de los Cantares también muestra la relación de intimidad gradual y ascendente entre el creyente y su Señor. En esta relación se van superando sucesivas etapas hasta alcanzar la madurez del cristiano.

Tal vez la primera gran crisis para un hijo de Dios es la que marca el paso de tener a Cristo como doctrina a la visión de Cristo glorificado.

La visión de Cristo glorificado

El día que un hombre nace de nuevo es inolvidable. Su vida entera sufre un vuelco total. La vida de Dios ha entrado en su vida, y la ha enriquecido. Quiere servir a Dios y se deja guiar por los creyentes de mayor madurez y responsabilidad para hacerlo. Entonces se llena de actividades. Le falta tiempo para hacerlo todo en la iglesia, además, debe atender a su trabajo y su familia.

Sin embargo, al cabo de un tiempo, la situación del creyente suele volver a la insatisfacción inicial, aunque ahora sabe que tiene a Dios en su corazón. Intenta subsanar el problema leyendo, inquiriendo, orando, ayunando, consultando. Se autoimpone una férrea disciplina. Busca métodos para un andar victorioso, pero nada logra. Sus intentos por agradar a Dios fracasan uno tras otro. Sus obras de justicia no logran tranquilizar su conciencia. Se siente permanentemente lejos de Dios, e incapaz de agradarle. A esto se añaden algunas derrotas que le sumen en una confusión y depresión. Entonces se da cuenta que necesita de Dios tanto o más que cuando era un incrédulo.

Y comienza a buscarle. Le parece que Dios se ha escondido, pero algo en su interior le dice que debe insistir. Tiene un par de promesas que le alientan: «Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe;  y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá» (Mateo 7:7-8). «El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él» (Juan 14:23).  Entre tanto, nada de lo que el creyente es o posee resulta satisfactorio. Todo lo que le rodea pierde brillo, el mundo es un desierto, los afectos humanos (siendo legítimos) no llenan el corazón, los ojos se cansan de mirar la vanidad del mundo.

Entonces Dios, que se inclina sobre la tierra para mirar en ella algún corazón que temprano le busque, se manifiesta a él. Y entonces comienza a hacerse la luz en su angustiado corazón. Alguna porción de la Biblia, o tal vez la lectura de algún libro cristiano o bien el mensaje de algún siervo de Dios, trae la buena nueva. Algo se destapa, un dique desaparece, los ojos se abren.

Y la primera gran cosa que ve lo sorprende tremendamente: que para toda necesidad del creyente, para toda hambre y sed espiritual, Dios tiene una sola respuesta: Cristo. Después, con el paso del tiempo, irá confirmando una y otra vez esto mismo. Toda nueva victoria de su andar cotidiano consiste en algún aspecto de la victoria de Cristo en la Cruz que ve y que se la aplica por fe a su vida espiritual. En Cristo, Fuente de bendición insondable, se halla toda la plenitud de la deidad (Col. 2:9), todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento (Col. 2:3). Hasta ahora, todo lo que había estado haciendo, aquello que lo había tenido ocupado no era Cristo, sino cosas en torno a Cristo. Incluso muchas de ellas ni siquiera alcanzaban a eso. Por esa razón no podían saciar su alma ni traer paz a su corazón. Ha estado preso en sus muchas obras.

Ha estado padeciendo el síndrome de Marta, la hermana de Lázaro. Se da cuenta que las cosas que ha estado haciendo, aunque moralmente buenas, forman parte de un sistema creado por los hombres, paralelo a Cristo.

Pero ahora, Cristo le es revelado al corazón. Ve que el agrado de Dios es Cristo, en quien tiene perfecto contentamiento. Cuando Cristo es revelado al corazón ansioso del creyente, entonces se descubre un velo y se hace la luz. Lo que antes era difuso, ahora se viste de luz. ¡Cristo, la luz verdadera, la vida inmarcesible, es constituido en todo el Bien del cristiano!

Cuando la luz de la aurora se hace más y más notoria, las sombras van desapareciendo, los perfiles difusos y oscuros de las cosas van adquiriendo formas definidas y se visten de color. Así, al ser revelado Cristo al corazón, nuevos acentos de su maravillosa Persona se tornan nítidos; su obra en la cruz cobra mayor relieve; se alza maravillosa la conclusiva frase de la cruz: «Consumado es». La perfección de su obra, los alcances eternos de ella pasan a ser la herencia del creyente, la provisión con que Dios le agració desde el principio. ¿Salvo para siempre? ¿Justo? ¿Santo? ¿Agradando el corazón de Dios? ¡Es maravilloso!

La sed del cristiano desaparece bajo los torrentes caudalosos de las maravillas de su cruz. El hambre es plenamente saciada. La rutina de los rituales diarios se rompe como un vaso inservible. Ahora Cristo habita por la fe en el corazón. ¡Cuánta herida es sanada, cuántas preguntas son respondidas sin palabras! La lectura de la Biblia, los cánticos, la comunión antes pesada, el servicio antes desganado, adquiere una nueva dinámica. El corazón rejuvenece. Esto es, sin duda, más que recibir un don particular: es recibir la visión del glorioso Donador.

La justicia perfecta imputada al pecador, su santidad, su sabiduría; toda su gloriosa herencia viene a sumarse a la escuálida cuenta del creyente. ¡Es ahora una persona bienaventurada!

Todas sus injusticias pasadas, sus pálidos esfuerzos por agradar a Dios resultan casi abominables ante los méritos del Crucificado. Los pobres esfuerzos humanos por agradarle son torpes bordados de una torpe obra comparados con la perfecta obra de Cristo en la Cruz. ¡Oh maravilla de la fe! ¡Oh preciosidad infinita de la obra de la Cruz!

No se crea, sin embargo, que una experiencia así signifique la pérdida de los sufrimientos en el creyente. Las pruebas continuarán y aún serán mayores, pero ¿qué pueden ellas contra la visión del Cristo glorioso esculpido en su corazón? Ya no está más lejos, no más como escondido detrás de las nubes. Ahora Cristo pasa a ocupar el lugar que le corresponde en el corazón. Cristo viene a ser todo para el cristiano.

Entonces, las palabras de D.L. Moody, un amado siervo de Dios, vienen a ser plena realidad: «Cristo es nuestro Camino; caminamos en Él; es nuestra Vida, vivimos en Él; Es nuestro Señor, nos sometemos para que nos gobierne; es nuestro Amo, le servimos; es nuestro Abogado que vive para defendernos; es nuestro Salvador, salvándonos hasta lo sumo; Es nuestra Raíz, de Él crecemos; es nuestro Pan, nos alimentamos de Él; es nuestro Pastor, guiándonos a los pastos verdes; es nuestra Vid, permanecemos en Él; es el Agua de Vida, apaga nuestra sed; es el más Hermoso entre diez mil, le admiramos sobre todos; es el Sostén de nuestra vida, nos apoyamos en Él; es nuestra Sabiduría; somos guiados por Él; es nuestra Justicia, echamos todas nuestras imperfecciones sobre Él; es nuestra Santificación, todo el poder de una vida santa nos viene de Él; es nuestro Médico, curándonos todos los males; es nuestro Amigo, ayudándonos en todas nuestras necesidades; es nuestro Hermano, animándonos en nuestras necesidades».

Nada hay aparte de Cristo que pueda ser útil al cristiano, aunque en el mundo hay cosas de las cuales él puede servirse. Todo lo que hay en Cristo es alimento para su alma y vigor para sus huesos. La voluntad de Dios para el cristiano es atraernos a Cristo para que sólo en Él hallemos satisfacción plena.  El propósito de toda insatisfacción y derrota del cristiano es colaborar en este aspecto de la voluntad de Dios. ¡No menospreciemos  nuestras debilidades y derrotas, porque de ellas saca provecho el Señor y también  nuestra alma! Para que al final de cada prueba digamos como Agustín de Hipona: «Mi alma no halla descanso, Señor, sino en ti».