La revelación de Cristo, la iglesia y la Cruz conforman la tríada fundamental de la revelación de Dios.

Lectura: Mateo 16:13-27.

De los cuatro evangelios, el evangelio según Juan no sólo nos presenta la historia de nuestro Señor Jesús mientras él estaba en la tierra, sino que el apóstol Juan también interpreta la historia de nuestro Señor; nos da el significado interior de su venida. Juan nos dice que el Señor Jesús entró en este mundo no sólo para buscar y salvar a los perdidos – es verdad, él vino a buscar y a salvar a los perdidos; sin embargo, ese no es su más alto propósito. Su más alto propósito al venir a este mundo es encontrar a su novia. Porque él es el Novio, él vino a encontrar a su novia.

Pero mientras estaba en tierra, él no podía encontrar a su novia en ningún lugar. Todos los que se encontró fueron los ciegos, los lisiados, los sordos y aun los muertos. Así, mientras estuvo en la tierra, él tuvo que crear a su novia, y esa fue su obra en esta tierra. Él salvó a los perdidos, abrió los ojos de los ciegos, hizo caminar a los cojos, e hizo que los muertos fueran resucitados de la muerte. Él estaba preparando a un pueblo para ser su novia.

Pero es muy extraño que, estando en la tierra por cerca de treinta y tres años, nunca mencionó por qué él venía a este mundo. Es decir, nunca mencionó la palabra iglesia. La iglesia iba a ser su novia, pero él no mencionó esa palabra sino hacia el final de su vida. ¿Por qué? Porque él no estaba listo. Todavía era un misterio escondido en Dios a través de las edades. Él estaba esperando el tiempo correcto para aun mencionar esta palabra: «iglesia».

La más grande revelación

Es en Mateo capítulo 16 que él da a conocer por primera vez ese secreto, en el tiempo en que fue rechazado por su propio pueblo. Entonces, se retiró a la frontera de Cesarea de Filipo. Cesarea de Filipo era una ciudad gentil, y mientras él estaba cerca de la frontera, les preguntó a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?». «Yo he estado entre ellos por muchos años, así que ¿quién dicen ellos que soy yo?». Y los discípulos le informaron: «Tú eres Juan el Bautista levantado de entre los muertos … eres Elías, el gran profeta … eres Jeremías, el profeta que llora … eres uno de los profetas … eres el profeta anunciado por Moisés al pueblo de Dios, que Dios iba a levantar, y quien no le oyese, perecería».

Ellos le dieron todos los buenos comentarios sobre él, y escondieron todos los malos. Ahora, si alguien oyese tan favorables comentarios, probablemente estaría más que satisfecho, y diría: «No soy digno de eso». Pero no fue así con nuestro Señor. Con todos estos loables comentarios, él no estaba satisfecho. Así que les preguntó a sus propios discípulos, que habían estado con él por más de tres años, de día y de noche. Ellos deberían conocerlo mejor, así que él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Y Simón Pedro, siempre el portavoz entre los discípulos, dijo: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente». Inmediatamente nuestro Señor Jesús contestó: «Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos».

Amados hermanos y hermanas, aquí descubrimos la más grande revelación en todo el universo: «Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente». En lo que se refiere a su persona, él es el Hijo de Dios. En lo que concierne a su obra, él es el Cristo, el Ungido, enviado por Dios con la misión de redimir el mundo.

No hay ninguna revelación mayor que ésta: que el Padre nos revele al Hijo. Sin la revelación del Padre, todo lo que los hombres pueden saber del Señor Jesús es que él es un gran hombre, probablemente el más grande de hombres, pero nada más. Ellos nunca comprenderán que Jesús es el Hijo de Dios, nunca entenderán que Jesús es el Cristo, enviado por Dios para cumplir una misión. Sólo es por revelación del Padre.

Recordamos cuando nuestro Señor Jesús estaba sirviendo en el mundo, y él dijo: «Nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar» (Mt. 11:27). Así que, amados hermanos y hermanas, somos bienaventurados. Gracias a Dios, entre innumerables personas, Dios nos miró a nosotros y abrió nuestro entendimiento; él reveló a su Hijo en nuestros corazones, y nos capacitó para ver que Jesús es el Hijo de Dios. «…en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, y vosotros estáis completos en él…» (Col. 2:9-10). Él es el Cristo, el enviado de Dios, para realizar una misión que ningún otro podría lograr: redimirnos para Dios. Por eso, nuestro Señor Jesús dijo a Simón: «Bienaventurado eres, porque es el Padre quien te ha revelado esto».

Amados hermanos y hermanas, damos gracias a Dios porque a él le agradó revelarnos a Jesucristo. Nosotros hemos creído en él, nosotros creemos que él es el Cristo y el único Cristo. Él es el Hijo de Dios, el Hijo unigénito de Dios y creyendo en él nosotros somos salvos y nuestros pecados son perdonados. Recibimos una nueva vida, la vida de nuestro Señor Jesús y recibimos el Espíritu Santo que vino y habitó en nuestros espíritus. Fuimos hechos hijos de Dios, y podemos llamar a Dios ‘Abba Padre’. Gracias a Dios, estamos en la familia de Dios. Ésta es la mayor revelación que el hombre puede tener y por la misericordia de Dios, él nos la ha dado.

La segunda mayor revelación

Tras esta gran revelación del Padre acerca del Hijo, nuestro Señor Jesús empezó a darnos la segunda mayor revelación en el universo. Sin la primera revelación, la segunda revelación no vendrá. Después que el Padre nos reveló al Hijo, entonces el Hijo empezó a revelarnos el segundo más grande misterio en la Palabra de Dios. Es un misterio que ha estado oculto a lo largo de los siglos; pero Dios estaba trabajando en dirección a este misterio. En ese momento nuestro Señor empezó a dar a conocer ese secreto. «Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella».

Hermanos y hermanas, nuestro Señor Jesús dijo: «Simón … tú eres Pedro». Simón era su nombre natural, pero nuestro Señor dijo: «Tú eres Pedro». Simón es un hombre hecho del polvo, es terrenal, mundano, carnal. En cambio, Pedro significa ‘piedra’. En otras palabras, al confesar al Señor Jesús como el Cristo, el Hijo del Dios viviente, hubo una transformación en él. En lugar de un hombre de polvo, terrenal, mundano, carnal, ahora había entrado en él una nueva vida. Una nueva creación de Dios entró en la vida de este hombre. Dios lo transformó de polvo en piedra, de una cosa frágil en algo sólido, algo celestial, espiritual, algo que es de Dios. Así que nuestro Señor Jesús dijo: «En base a tu confesión, tú eres una persona transformada. Ahora eres Pedro, una piedra, y sobre esta roca, yo construiré mi iglesia».

Hermanos y hermanas, ¿qué es esta roca? Algunos dicen que, porque Jesús dijo a Pedro: «Tú eres una piedra», la roca es lo mismo que la piedra. En otras palabras, entienden que Pedro es la roca; que Dios construiría su iglesia sobre Pedro como fundamento. Sin embargo, esto es un gran error, porque Pedro significa ‘piedra’, una piedra pequeña, en cambio la roca es una piedra maciza. Pedro es sólo un pedazo de esta roca. Él no es la roca. Esa roca maciza es nuestro Señor mismo. Es la confesión de Pedro: «Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente». Él es la roca, él es el fundamento de la iglesia. La iglesia es edificada sobre él, no sobre Pedro.

Ahora, si la iglesia fuese edificada sobre Pedro, usted descubrirá que inmediatamente después de su confesión, él cometió un grave error. Y nuestro Señor tuvo que volverse y decirle: «¡Quítate de delante de mí, Satanás!». En otras palabras, ese fundamento ya había sido quitado. Pero, gracias a Dios, Pedro no es el fundamento de la iglesia; nuestro Señor Jesús es el único fundamento. Recuerde que en 1ª Corintios 3:10 el apóstol Pablo dijo: «…yo como perito arquitecto…», pero realmente la palabra ‘arquitecto’ debería ser traducida como ‘capataz’. Él no es el arquitecto; el arquitecto es el propio Señor. Dios es el constructor. Pedro es el capataz, es el jefe de los obreros. Él puso el fundamento y dijo que ese fundamento no es otro sino Jesucristo. Aparte del Señor Jesús, no hay fundamento; él es el único fundamento.

Algunas personas pueden decir: En Efesios 2 el apóstol Pablo dijo: «…edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas». ¿Qué significa esto? Si Cristo Jesús es el único fundamento, ¿cómo pueden ser los doce apóstoles el fundamento? Y además, en la Nueva Jerusalén, descubrimos que su fundamento son doce piedras preciosas que llevan los nombres de los doce apóstoles. Suena como si los doce apóstoles fueran los fundamentos de la iglesia. Pero, hermanos y hermanas, Pablo dijo que hay sólo un fundamento: Cristo solo es el fundamento.

Ahora, ¿qué significan los doce apóstoles como el fundamento de la Nueva Jerusalén? Es lo que el apóstol Pablo explicó en el capítulo 3 de Efesios. Él dijo: «…el misterio de Cristo … ahora ha sido revelado a sus santos apóstoles y profetas». En otras palabras, Cristo es el único fundamento, pero esta revelación de Cristo Jesús es revelada a los apóstoles y, a través de los apóstoles, a nosotros. Ellos no son el verdadero fundamento; es Cristo en estos doce apóstoles, Cristo revelado a estos apóstoles y a través de ellos nosotros vinimos a conocer a Cristo Jesús. Así que todavía Cristo es el único fundamento. ¡Gracias a Dios por eso!

Nuestro Señor Jesús dijo: «Edificaré mi iglesia». Esta es la primera vez que él menciona la palabra ‘iglesia’. Él vino para ese mismo propósito; sin embargo, no la mencionó hasta este preciso momento. ¿Cuál es el significado de la iglesia? En relación al vocablo mismo, es una palabra griega, ‘ekklesia’, que significa «los que han sido llamados afuera juntos». De cada nación, de cada tribu, de cada lengua, de cada pueblo, Dios convocó a un pueblo para sí mismo. Y éstos ‘que son llamados fuera del mundo’ son reunidos en el nombre de nuestro Señor Jesús. Ése es el significado de la iglesia.

La iglesia no es una organización, no es una institución humana. La iglesia es un organismo, está viva: ha nacido de Cristo Jesús. «Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt. 18:20). Dos o tres son la pluralidad más pequeña. Un creyente solo no constituye una iglesia. Usted necesita dos o tres por lo menos, pero por supuesto no se limita a dos o tres; es el número mínimo, porque la iglesia es un cuerpo corporativo y una persona sola no puede llegar a ser ese cuerpo. Es necesario que todos estos convocados del mundo sean reunidos, no esparcidos, reunidos juntos bajo el nombre del Señor Jesús, bajo la autoridad del Señor Jesús. No bajo la autoridad del hombre, sino bajo la autoridad del nombre de nuestro Señor Jesús. Esa es la iglesia.

Nuestro Señor Jesús dijo: «Edificaré mi iglesia». «Sobre mí mismo. Tú eres Pedro, tú eres una piedra». Y cada uno de los Pedros que creen en el Señor Jesús, que ha recibido la vida del Señor Jesús en sí mismo, es una nueva creación, es un Pedro, es una piedra viva. Y con estas piedras vivas nuestro Señor nos edifica juntos en la iglesia. Él no puede edificar la iglesia con Simón. Él sólo puede construir la iglesia con Pedro. Él no puede construir la iglesia con el hombre natural, con lo que es mundano, con lo que es terrenal, con lo que es de la carne. No puede edificar la iglesia con Simón; sólo puede hacerlo con Pedros, piedras vivas, con una vida que vino desde lo alto, celestial, espiritual, una nueva creación. Este será el material para la edificación de la iglesia.

¿Qué es la iglesia?

A veces trato de hacer entender a las personas utilizando una fórmula. Una vez yo estaba ministrando junto con T. Austin-Sparks, y ustedes saben que él era tan celestial, tan espiritual, y su comprensión de la iglesia era tan universal. Él odiaba las fórmulas, porque las fórmulas son mecánicas, las fórmulas son técnicas. Una vez que usted usa una fórmula, ésta se vuelve un tecnicismo. Pierde su naturaleza espiritual, celestial. Y yo estaba sirviendo con él, e intentaba hacer comprender a las personas lo que es la iglesia, así que me vi obligado a usar una fórmula. Entonces pedí permiso al hermano Sparks, que me perdonara por un poco, y me permitiera usar una fórmula sencilla. Así que hoy les pido su permiso para usar una fórmula. Pero ésta es sólo usada temporalmente. No es un principio fijo, pero hay un principio detrás de ella.

Supongamos que hay sólo tres creyentes en el mundo, y ellos son las tres personas más espirituales que hay. Ahora, ¿quién diría usted que son ellos? Diríamos: Pedro, Jacobo y Juan, porque a estos discípulos, entre los doce, nuestro Señor Jesús los apartó a menudo y les permitió ver cosas que los otros no vieron. Bien, supongamos que en el mundo hay sólo tres creyentes: Pedro, Jacobo y Juan. Ahora, ¿qué es la iglesia? ¿Es Pedro + Jacobo + Juan? ¿Qué piensa usted? Bien, miremos a esos tres hombres.

Miremos a Pedro. Él siempre quiso ser el primero. Él era muy franco, y se autodesignó como el portavoz entre los discípulos. Era muy impulsivo, muy fuerte. Él no sólo iba a tratar con su hermano, él dijo que su hermano Andrés había pecado contra él siete veces, y él era tan bueno que lo había perdonado. Y vino al Señor diciéndole: «¿Será eso suficiente?». Él estaba muy orgulloso de sí mismo por haber perdonado a su hermano siete veces. Para su sorpresa, el Señor dijo: «No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete».

Y usted sabe que Pedro, las setenta veces siete ya se había olvidado. Y a menudo me pregunto: «¿Quién ofendía a quién?». Yo pienso que fue Pedro el que ofendió a Andrés. Andrés era tan callado y humilde; él podía notar pequeños detalles, por ejemplo, que un muchacho tenía cinco panes y dos peces. Así es a menudo con nosotros: pensamos que nuestros hermanos nos ofenden, pero frecuentemente somos nosotros que les ofendemos a ellos. Ese es Pedro.

Y miremos a Jacobo y a Juan. Nuestro Señor Jesús los llamó «hijos del trueno». Ahora, ¿a usted le asusta el trueno? Cuando retumba el trueno, atemoriza. Y ustedes recuerdan cómo tronaban estos hijos de trueno. Un día, alguien expulsaba demonios en el nombre de nuestro Señor, pero no seguía a Jesús, así que Juan y Jacobo se lo prohibieron. «¿Cómo te atreves a usar el nombre de nuestro Señor? Tú expulsas demonios sin estar con nosotros siguiendo al Señor». Así que Juan vino al Señor y dijo: «Se lo hemos prohibido». Pero el Señor dijo: «No se lo impidas; si él lo está haciendo en mi nombre, entonces él es por nosotros y no contra nosotros».

Y recuerden cuando nuestro Señor Jesús pasó por la aldea de Samaria, y los samaritanos no lo recibieron, porque él iba a Jerusalén. Juan y Jacobo vinieron al Señor y dijeron: «Señor, ¿quieres que mandemos que descienda fuego del cielo, como hizo Elías, y los consuma?». «¿Cómo se atreven a no recibirte?». Ellos tenían una fe tan perfecta que podían hacer descender fuego del cielo y quemar a estas personas. ¡Ellos tronaban! Y nuestro Señor dijo: «Vosotros no sabéis de qué espíritu sois» (v. 55). Mientras él iba a Jerusalén, él iba a la muerte; él iba en el espíritu del Cordero. Pero estos dos discípulos tenían un espíritu diferente.

Y ustedes recuerdan cuando nuestro Señor Jesús iba a entrar en Jerusalén. Todos los discípulos pensaban que él iba a ser coronado. Esa era la última oportunidad. Entonces Juan y Jacobo enviaron a su madre –ella era tía del Señor Jesús–, así que ella llevó a sus hijos al Señor, y dijo: «Señor, yo quiero pedirte algo, prométeme que me lo darás». Pero nuestro Señor nunca da algo sin saber lo que se le pide. Así que preguntó: «¿Qué quieres?». Ella dijo: «Que en tu reino se sienten estos dos hijos míos, el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda».

Hermanos y hermanas, ustedes saben que en estos tres años, los discípulos siempre reñían entre ellos acerca de quién era el mayor. Ahora, ésa era la última oportunidad, y estos dos hijos, superando en astucia a los otros discípulos, usaron a su madre – y la palabra de una tía tiene peso. Y el Señor dijo: «¿Podéis beber del vaso que yo he de beber, y ser bautizados con el bautismo con que yo soy bautizado?» (v. 22). Sin realmente saber lo que era la copa, o lo que era el bautismo, respondieron: «Podemos». Él les dijo: «A la verdad, de mi vaso beberéis, y con el bautismo con que yo soy bautizado, seréis bautizados; pero el sentaros a mi derecha y a mi izquierda, no es mío darlo, sino a aquellos para quienes está preparado por mi Padre». Ahora, ¿no es ése un trueno? Los otros discípulos estaban indignados a causa de la maniobra de ambos.

Así que, si ponemos a estas tres personas juntas, sabemos lo que va a ocurrir: habrá truenos y relámpagos. ¿Puede ser ésta la iglesia? No. Entonces, ¿qué es la iglesia?

Intentemos otra fórmula: ¿Es Cristo en Pedro + Cristo en Juan + Cristo en Jacobo? ¡No! Gracias a Dios por Cristo en Pedro; éste es el material para la iglesia, pero Pedro todavía está allí, Simón todavía está allí; él es Simón Pedro. Cristo está allí, pero Simón aún está en Pedro. Cristo está en Juan, pero ese hijo del trueno aún está allí; Cristo está en Jacobo, pero el otro hijo del trueno aún está allí. Así que cuando Cristo está obrando en ellos, son una expresión de la iglesia, pero si está obrando el hombre natural, entonces habrá muchos problemas.

Esa es la razón por la cual tenemos tantas dificultades en la iglesia, porque no sólo Cristo está allí, sino que también usted está allí. Entonces, si alguien pregunta: ¿podemos encontrar una iglesia perfecta sobre la tierra? la respuesta es: Si usted está allí, la iglesia no puede ser perfecta.

Entonces, ¿qué es la iglesia?

Intentemos otra fórmula. Cristo en Pedro (menos Pedro) + Cristo en Juan (menos Juan) + Cristo en Jacobo (menos Jacobo), eso es la iglesia. ¿Ahora sí? ¿Está usted seguro? ¡Gracias a Dios, así es! Ahora, olvídese de la fórmula y sólo recuerde el principio. Nuestro Señor dijo: «Sobre esta roca edificaré mi iglesia» –sobre sí mismo. Pero la edificación de la iglesia, el material para la edificación son piedras vivas, piedras preciosas. Nada terrenal, nada mundano, nada humano, nada carnal. Todo lo que es carnal, mundano, terrenal y natural en nosotros debe ser eliminado. Sólo Cristo, y Cristo solo, es el material de edificación.

La tercera gran revelación

Así que, hermanos y hermanas, cuando venimos a la iglesia, hay una cruz allí. No se puede entrar en la iglesia esquivando la cruz. Cuando llegamos a la puerta, la cruz se alza allí. Todo lo natural, lo del ego, lo nuestro, lo que viene de Adán, del mundo terrenal, satánico, todo esto, no puede pasar por sobre la cruz. En la cruz fueron puestos para morir, y sólo lo que permanece, que es Cristo, entra en la iglesia. Esta es la edificación de la iglesia. La razón por la cual la iglesia no es edificada es porque nosotros no aceptamos la obra de la cruz en nuestras vidas.

Ahora continuemos. Nosotros tenemos la mayor revelación: el Padre reveló a Su Hijo. Gracias a Dios por ello. Y tenemos la segunda mayor revelación: la revelación de la iglesia. Cristo dijo: «Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella».

Ustedes saben, amados hermanos y hermanas, que Satanás odia a la iglesia, porque él conoce lo suficiente como para saber que cuando la iglesia es edificada, es el fin para él. Por eso las puertas del Hades están abiertas y todas las fuerzas satánicas están sueltas para atacar a la iglesia. Él sabe que si Cristo termina de edificar su iglesia, será su fin.

Este es el misterio de Dios: Dios usó algo que es inferior a los ángeles, para destruir al arcángel; usó al hombre, que fue hecho un poco menor que los ángeles, para abatir al arcángel que se convirtió en Satanás. Esa es la gloria de Dios. Pero, a causa de la caída del hombre, Cristo vino a ser un hombre, el Segundo Hombre, y a través de él, vino un nuevo Hombre, una nueva raza, una nueva creación en Cristo Jesús. Nuestro Señor mismo, en la cruz del Calvario dio un golpe mortal a Satanás, una victoria completa, y entonces él nos llevó en su victoria.

Lo que la iglesia está haciendo es el trabajo posterior a la batalla. La batalla decisiva ya se libró y el enemigo fue derrotado. Cristo ha vencido, y ahora él conduce a la iglesia para hacer la obra de limpieza. Esa es la obra de la iglesia, ese es el testimonio de la iglesia: vencer al mundo, vencer a la tierra, vencer a los poderes satánicos y proclamar la victoria de Cristo Jesús. Por eso, Satanás odia a la iglesia, y trata por todos los medios de impedir que ella sea edificada. Él intenta que la iglesia se adapte al mundo, un mundo religioso; intenta transformar un organismo viviente en una organización muerta, intenta estimular a nuestra carne para sustituir la vida de Cristo.  Hermanos y hermanas, él usa las persecuciones para intentar matar a la iglesia. Y si pudiera hacerlo, usaría la persuasión y las tentaciones para que la iglesia creciera y se transformara en una gran organización. Nosotros conocemos los planes del enemigo, así que seamos cuidadosos.

Todo aquello que es edificado por el Señor Jesús –y nuestro Señor Jesús sólo construye con sí mismo– es edificado con lo que es de él en usted y en mí. Él no permitirá ninguna mezcla, y todas las fuerzas del enemigo no podrán prevalecer contra lo que él edifica. Hermanos y hermanas, es por eso que estamos al final de los tiempos, y la Biblia dice que habrá una gran conmoción, no sólo de la tierra sino también de los cielos, no sólo los reinos terrenales, sino incluso aquello que es celestial. Todo será conmovido, todo lo que puede ser conmovido será conmovido, y aquello que es inconmovible permanecerá, y éste es el reino eterno de Dios. Así, hermanos y hermanas, las puertas del Hades no prevalecerán contra la iglesia.

Sin embargo, tengamos cuidado. Después de las dos mayores revelaciones, sobre la base de ellas, Cristo empezó a revelar la tercera gran revelación. ¿Qué es lo que hace que Jesús sea el Cristo? Es la cruz. Si Jesús no hubiese ido a la cruz, no habría Cristo. La misión habría fracasado. Entonces aquí nuestro Señor empezó a mostrarnos lo que le hace ser el Cristo. Y lo que le hace ser el Cristo hace que la iglesia sea la iglesia. Entonces, después de eso, él empezó a revelar a los discípulos: «Yo debo ir a Jerusalén, seré rechazado, seré muerto, pero al tercer día seré levantado de los muertos».

Pero, miren a Pedro, que recién había recibido tan tremenda revelación. ¿Qué hizo él? Tomó aparte al Señor y lo reconvino diciéndole: «Señor, no vayas a la cruz, tú no necesitas la cruz, tú puedes tener el Reino». Nuestro Señor Jesús se volvió y le dijo: «¡Quítate de delante de mí, Satanás! … porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres».

Hermanos y hermanas, este hombre, que recién había recibido tan tremenda revelación, vino a ser un instrumento de Satanás. ¿Por qué? Porque está la carne en él; Simón en él. Aun con tal revelación, su hombre natural, su mente natural, todavía está allí. Y el hombre natural, la mente natural, dice: «Ámate a ti mismo, protégete, consérvate». Ése es el primer instinto: «No sufras, piensa bien de ti mismo». Oh, Satanás está detrás de eso; Satanás encontró allí un resquicio; él podría usar a Pedro para intentar impedir que Jesús fuera a la cruz. Si Jesús oía a Pedro, no habría cruz, no habría Cristo.

Lo que hace a Jesús ser el Cristo, es la cruz. Por eso, el apóstol Pablo dijo: «…me propuse no saber nada entre ustedes, sino a Jesucristo y a éste crucificado». Este es nuestro mensaje, este es el testimonio de Dios: Cristo y la cruz. Sin la cruz, no habría Cristo, sin la cruz no habría gloria. Pero esto no sólo es verdad en lo que concierne a Cristo; esto también es verdad acerca de la iglesia. ¿Qué hace que la iglesia sea la iglesia? ¿Qué edifica a la iglesia? La cruz. Así que él se volvió a sus discípulos y dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará».

Amados hermanos y hermanas, si nosotros queremos ser edificados como iglesia, tenemos que tomar la cruz. Si nosotros eludimos la cruz, no seremos edificados como iglesia. Por esa razón, la iglesia no es todavía una construcción acabada; porque el pueblo de Dios ha amado el evangelio de la prosperidad y ha negado el camino de la cruz. Una vez yo hablé con un famoso líder carismático mundial, y él me dijo: «A nosotros, la gente carismática, nos falta predicar la cruz. Si tenemos todas estas confusiones, es porque no predicamos la cruz».

Amados hermanos y hermanas, ¿quieren ustedes seguir al Señor? ¿Quieren ser edificados como iglesia? ¿Quieren ver la iglesia terminada rápidamente? Hay sólo una condición: niéguense a sí mismos. Pedro negó a la persona equivocada; él negó al Señor tres veces, pero lo que debía hacer era negarse a sí mismo. Nosotros hacemos lo mismo. A veces, negamos al Señor, pero no nos negamos a nosotros mismos. Nos protegemos y nos amamos a nosotros mismos. Sin embargo, el Señor dice: «Sígueme. Yo voy por el camino de la cruz, para ser crucificado. ¿Estás dispuesto a seguirme? Si estás dispuesto a perder la vida de tu alma, tú la ganarás para la eternidad, por mi causa».

Oh, hermanos y hermanas, yo sé que ustedes aman al Señor. ¿No los constreñirá ese amor a ofrecerse, dispuestos a morir, dispuestos a tomar el camino de la cruz? Es duro, es difícil, pero eso conduce al crecimiento; conduce a la iglesia gloriosa, sin mancha y sin arruga ni cosa semejante, santa e impecable, adecuada para ser la esposa del Cordero. ¡Ven pronto, Señor Jesús!  ¿Qué está esperando él? Todo novio en la tierra espera por la novia, pero la novia se retrasa. Nuestro Señor está esperando por su novia, y nosotros no estamos creciendo, no estamos maduros, no hemos sido conformados a su imagen. No estamos como él quiere, no podemos ser su compañía, así que él está esperando. Él debió haber regresado en el primer siglo, pero desde entonces ha estado esperando, luego el segundo, el tercero, y aun los veinte primeros siglos. ¿Estamos esperando nosotros o está esperando él? Él está esperando por nosotros. El Señor tenga misericordia de nosotros.

Amados hermanos y hermanas, abandónense absolutamente a él, para que él pueda concluir pronto su obra. Nuestra oración es su oración: él está orando, él anhela venir a recibirnos. Sin embargo, no estamos listos.

Oh, hermanos y hermanas, nosotros estamos en los últimos tiempos. Nosotros tenemos una esperanza bendita; verle aun vivos y no pasar a través de la muerte. Los santos en los siglos pasados esperaron y esperaron. Él no vino, y ellos murieron. Es posible que no sea así con nosotros. Nosotros estamos aquí esperando, no la muerte, sino verle venir, aun en vida. ¡Bendito es el Señor! Amén.

Mensaje impartido en Temuco (Chile), en septiembre de 2004.