La consagración de los sacerdotes era un ritual muy solemne, que significaba apartar a unos hombres para el servicio exclusivo de Dios. Cada uno de los pasos de este rito de consagración tiene, al igual que todo lo del Antiguo Testamento, una significación espiritual para los cristianos del Nuevo Testamento.

Primeramente se lavaba y vestía a los sacerdotes con sus atuendos sacerdotales, a la puerta del tabernáculo; se les ungía con el aceite de la unción, y luego se comenzaba con los sacrificios. Cada uno de ellos tenía una significación muy importante.

El primero era el de un becerro, que era una ofrenda por el pecado (Éx. 29:14). Nadie puede acercarse a servir a Dios sin tener este problema resuelto. No se trata aquí de los pecados como hechos pecaminosos, sino del pecado como la raíz del problema. Cuando Cristo murió, nosotros fuimos favorecidos con el perdón de los pecados, pero también con la eliminación del «yo» pecador (Rom. 6). Cristo murió y atrajo a todos los suyos hacia sí mismo para una muerte inclusiva (Jn. 12:32), que solucionaría el problema tanto de los pecados, como del pecado. Esta es la herencia de todo sacerdote de Cristo.

Luego, se ofrecía un carnero como «holocausto de olor grato», una «ofrenda quemada a Jehová» (v. 18). Este sacrificio era enteramente para Dios, para la satisfacción de Dios. Esto significa que primeramente somos liberados del problema del pecado, y luego somos entregados como holocaustos para entera satisfacción de Dios, para el servicio de Dios.

En tercer lugar se ofrecía un segundo carnero, el de la consagración propiamente tal. De la sangre de este carnero se rociaban las vestiduras, y se ponía sobre el lóbulo de la oreja derecha, sobre el pulgar de la mano derecha y del pie derecho de cada sacerdote. Luego se tomaba parte del animal, y se mecía delante de Dios, junto con dos tortas y una hojaldre del canastillo de los panes sin levadura. Todo ello posteriormente se quemaba en el altar. Esta era la «ofrenda encendida» para Dios (v. 25).

Las demás piezas del animal pertenecían a los sacerdotes, que comían de ellas. No solo la sangre de Cristo (la preciosa Víctima) opera en nuestro favor para solucionar el problema del pecado, sino que su carne, es decir, su vida misma, es el alimento de cada creyente (Jn. 6:53-56). Igual como la sangre del Cordero pascual era puesta sobre el dintel de la puerta, pero la carne debía ser comida adentro de la casa (Éx. 12). Así, todo Cristo, su sangre y su carne, son la perfecta provisión de Dios para el creyente.

Todo esto nos habla del valor que cada cristiano tiene para Dios, pues el Señor ha provisto todos los recursos necesarios para que el creyente sea Su sacerdote. El objetivo final no es solo salvarlo, sino acercarlo a sí, para su servicio santo.

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