– Juan 1:43-51.

Luego de que Felipe fuera atraído por el Señor para seguirle, éste halló a Natanael. Y le dijo: «Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la ley, al hijo de José, de Nazaret». Natanael, como buen conocedor de las Escrituras, le contesta, escéptico: «¿De Nazaret puede salir algo de bueno?». Felipe le dijo, simplemente: «Ven y ve».

Cuando Jesús vio a Natanael que se acercaba, dijo de él: «He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño». Natanael se sorprende de que el Señor diera testimonio de él antes de conocerle. Entonces le pregunta: «¿De dónde me conoces?». El Señor le contesta: «Antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi».

He aquí algo muy interesante: Felipe había llamado a Natanael, pero el Señor lo conocía de antes que Felipe lo llamara. El Señor lo había visto antes que Felipe, cuando estaba debajo de la higuera. Felipe fue solo el instrumento humano usado para atraer a Natanael; sin embargo, los ojos del Señor se habían posado en él mucho antes.

El Señor lo conocía a él y conocía su circunstancia. Natanael significa ‘don de Dios’. Este hombre era pues, un regalo del Padre para Jesús, por eso, también Jesús se alegra en él (Juan 6:37; 10:29). Al escucharle, el corazón de Natanael rebosó de gozo, y dijo: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el rey de Israel». Su corazón había sido llenado completamente.

Ahora bien, ¿cómo es que nosotros llegamos a conocerle? ¿Vinimos a Jesús porque alguien nos trajo a él? Los que ya estamos con él, ¿cómo llegamos a estar con él? El Señor nos vio de antemano, y nos escogió. Él tocó el corazón de Felipe (cualquiera sea su nombre en nuestro caso particular) para que nos llamara. En realidad somos, como Natanael, dones de Dios para su Hijo.

La elección de los hijos de Dios es desde el vientre materno y, aun más, desde antes de la fundación del mundo. Antes de que Dios hiciera los cielos y la tierra, él ya los tenía en su corazón.

Muchas veces en nuestro caminar con el Señor dudaremos de nuestra elección. Pensaremos que fuimos nosotros quienes nos ofrecimos, y que tal vez nunca nos ha llamado el Señor. En nuestra debilidad pensaremos que no estuvimos en su corazón, que somos voluntarios inútiles.

Pero entonces hemos de considerar que si él nos llamó, todo está bien. Si hubiésemos sido nosotros quienes meramente nos ofrecimos, entonces no habría seguridad alguna. Pero si él nos conocía y nos llamó, entonces todo cambia. Por eso nos hace bien oír al Señor decir respecto de nosotros: «Antes que Felipe te llamara, te vi».

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