Semblanza de David Livingstone, el gran misionero y explorador inglés del siglo XIX.

David Livingstone nació en Blantyre, Lanarkshire (Escocia) el 19 de marzo de 1813, como segundo hijo de su familia. Su padre, Neil Livingstone, un comerciante de té, tenía espíritu misionero. En sus viajes, él distribuía tratados y era miembro activo de una sociedad misionera.

Niñez y juventud

Neil acostumbraba relatar a sus hijos las proezas de fe de ocho generaciones de sus antepasados. Los padres de David, pobres pero virtuosos, educaron a sus hijos en el temor de Dios. En su hogar siempre reinaba la alegría y servía como modelo ejemplar de todas las virtudes domésticas. A la edad de nueve años David se ganó un Nuevo Testamento, como premio ofrecido por repetir de memoria el capítulo más largo de la Biblia, el Salmo 119.

«Entre los recuerdos más sagrados de mi infancia», escribió Livingstone, «están los de la economía de mi madre para que los pocos recursos fuesen suficientes para todos los miembros de la familia. Cuando cumplí diez años de edad, mis padres me colocaron en una fábrica de tejidos para que yo ayudara a sustentar a la familia. Con una parte de mi salario de la primera semana me compré una gramática de latín».

David iniciaba su día de trabajo en la fábrica de tejidos a las seis de la mañana y, con intervalos para el desayuno y el almuerzo, trabajaba hasta las ocho de la noche. Sujetaba su gramática de latín abierta sobre la máquina de hilar algodón y mientras estaba trabajando, estudiaba línea por línea. A las ocho de la noche, se dirigía sin perder un minuto, a la escuela nocturna. Después de las clases, estudiaba sus lecciones para el día siguiente, a veces quedándose hasta la media noche, cuando su madre tenía que obligarlo a que apagase la luz y se acostase.

La severidad de su padre preparó a David para enfrentar las rudas jornadas como misionero. Era costumbre del padre cerrar con llave la puerta de casa al atardecer, esperando que ninguno de los niños estuviese fuera a esa hora. Una noche David se atrasó en volver a casa, y tuvo que quedarse afuera. Sabiendo que era inútil objetar nada, él se sentó tranquilamente en el umbral para pasar la noche.

A los diecinueve años, su sueldo era suficiente para costear sus estudios de medicina, griego clásico y teología. También estudió química y biología. Leyó a Virgilio y Horacio. Estudió botánica, zoología y geología, y pasaba sus cortas vacaciones con sus hermanos explorando su país en busca de especímenes científicos. Sin saberlo, de ese modo se fue preparando, en cuerpo y mente, para las exploraciones científicas y para lo que escribiría con exactitud acerca de la naturaleza del África.

La inscripción sobre la lápida de la tumba de los padres de David Livingstone indica las privaciones del hogar paterno: «Para marcar el lugar donde descansan Neil Livingstone y Agnes Hunter, su esposa y para expresar a Dios la gratitud de sus hijos: Juan, David, Janet, Charles y Agnes por haber tenido padres pobres y piadosos».

Los amigos insistieron en que él cambiase las últimas palabras de esa inscripción para que dijese «padres pobres, pero piadosos». Sin embargo, David rehusó aceptar esa sugerencia porque, para él, tanto la pobreza como la piedad eran motivos de gratitud. Siempre consideró que el hecho de haber aprendido a trabajar durante largos días, mes tras mes, año tras año, en la fábrica de algodón, constituyó una de las mayores felicidades de su vida.

Conversión y consagración

Durante sus días de niñez la lectura religiosa no tuvo mucha atracción para él, y el último correctivo que recibió en la vida, cuenta él, fue por negarse a leer el ‘Cristianismo Práctico’ de Wilberforce. Pero los trabajos y oraciones de sus padres no fueron en vano, y a la edad de veinte años David se convirtió.

Desde su conversión, él empezó a inquietarse con la pregunta: «¿Qué haré con mi vida?». La Gran Comisión llegó a tener singular espacio en su mente. Sus palabras majestuosas tenían para él una vital importancia. Como él mismo relataría después: «En la luz del amor que la cristiandad inspira, resolví consagrar mi vida al alivio de la miseria humana».

Como consecuencia de esto, «la bendición divina le inundó todo el ser, como había inundado el corazón de San Pablo o el de San Agustín … Actos de abnegación, muy difíciles de realizar bajo la ley férrea de la conciencia, se convirtieron en servicio de la voluntad libre bajo el brillo del amor divino».

Sus pensamientos comenzaron a ser atraídos por la obra misionera en China, y decidió estudiar medicina para ir a trabajar allí. Consiguió completar sus estudios, recibiendo el diploma de licenciado de la Facultad de Medicina y Cirugía de Glasgow, sin recibir de nadie ningún auxilio económico que lo ayudase a completar su carrera.

Durante todos los años de estudios para llegar a ser médico y misionero, se sintió impelido para ir a la China. Desde su infancia, David había oído hablar de un misionero valiente destacado en la China, cuyo nombre era Gutzlaff. En sus oraciones de la noche, al lado de su madre, oraba también por él. Sin embargo, una circunstancia histórica, la Guerra del Opio, le impidió concretar su sueño, pues China cerró las puertas a los misioneros ingleses.

Cierta vez, en una reunión, oyó el discurso de un hombre alto, robusto, de larga barba blanca y ojos bondadosos, llamado Robert Moffat. Ese misionero había regresado del África, un continente misterioso, cuyo interior era todavía desconocido. Los mapas del continente tenían en el centro enormes espacios en blanco, sin ríos y sin sierras. Hablando sobre el África, Moffat dijo al joven David Livingstone: «A veces he visto, en las mañanas de sol, el humo de millares de aldeas, donde ningún misionero ha llegado todavía». Esta frase de sólo veinte palabras, fue usada por Dios para escribir una historia asombrosa.

Esta visión estupenda cautivó su ser entero y encendió su alma con una pasión que sólo la muerte podría apagar. ¡Él iría a África! ¡Sería un pionero de Cristo en el continente negro! Él buscaría las mil aldeas, y aun otras miles, donde ningún misionero había estado alguna vez.

Fue aceptado en la Sociedad Misionera de Londres, donde concordaron con su resolución, y David volvió a su humilde hogar de Blantyre para despedirse de sus padres y hermanos. Era el 16 de noviembre de 1840. El navío a Liverpool salía temprano a la mañana siguiente, y había mucho que conversar. David propuso que velasen juntos; pero la madre, ansiosa por el sueño y descanso de su muchacho, no lo oyó. David y su padre hablaron hasta medianoche sobre la perspectiva de las misiones cristianas, y ellos «concordaban en que vendría el tiempo cuando los hombres ricos y poderosos estimarían un honor el sostener centros de misioneros, en lugar de gastar la mitad de su dinero en galgos y caballos». El último desayuno en casa se tomó a las cinco de la mañana. Después, David leyó los Salmos 121 y 135, y guió al pequeño grupo de padre, madre y hermana en oración.

«El sol no te fatigará de día, ni la luna de noche… Jehová guardará tu salida y tu entrada desde ahora y para siempre.» Después de orar, se despidió de su madre y de sus hermanas y viajó a pie, junto con su padre que lo acompañó hasta Glasgow. «Padre e hijo se miraron cara a cara el uno al otro por última vez sobre la tierra. El anciano volvió lentamente a Blantyre con un corazón desolado, sin duda, pero aún alabando a Dios».

Primer viaje

El viaje desde Glasgow a Río de Janeiro y luego a Ciudad del Cabo en el África, duró tres meses. Pero David no desperdició su tiempo. El capitán se volvió su amigo íntimo y lo ayudó a preparar los cultos en los que David predicaba a los tripulantes del navío. El nuevo misionero aprovechó también la oportunidad de aprender, a bordo, el uso del sextante y a conocer la posición del barco por la luna y las estrellas. Ese conocimiento le fue más tarde de incalculable valor para orientarse en sus viajes de evangelización y exploración en el inmenso interior desconocido.

Desde Ciudad del Cabo, el viaje de 1.058 km. lo hizo a tropezones, en un carro de buey, traqueteando a través de campos incultos. El viaje duró dos meses, hasta llegar a Curumá, donde Robert Moffat había trabajado fielmente, y donde Livingstone debía esperar su regreso. Deseaba establecerse en un lugar que estuviese situado a unos 300 km. más al norte de cualquier otro en que existiese ya una obra misionera.

A fin de aprender la lengua y las costumbres del pueblo, empleaba su tiempo viajando y viviendo entre los indígenas. Su buey de transporte se pasaba la noche amarrado, mientras él se sentaba con los africanos alrededor del fuego, oyendo las leyendas de sus héroes. Livingstone por su parte les contaba las preciosas y verdaderas historias de Belén, de Galilea y de la cruz. En un corto tiempo, Livingstone pudo predicar en el idioma nativo.

Desde Curumá, el misionero, y licenciado de la Facultad de Medicina y Cirugía de Glasgow, escribió a su padre: «Tengo una clientela bien grande. Hay pacientes aquí que caminan más de 330 kilómetros para recibir tratamiento médico. Esas personas, al regresar, envían otras con el mismo fin». Y agregaba: «La obra de Dios avanza aquí a pesar de todas nuestras enfermedades. Las almas son recogidas continuamente, a veces aun entre aquellos que nunca habría esperado ver volviéndose al Señor. Veinticuatro fueron agregados a la iglesia el mes pasado, y hay varios interesados más».

En 1843 obtuvo el permiso de su Sociedad para abrir una nueva estación, su primera misión, en el hermoso valle de Mabotsa. Fue precisamente allí donde tuvo su famoso encuentro con el león. Los leones eran numerosos en esta zona, y los lugareños estaban aterrados: «El león, el señor de la noche, mata nuestro ganado y las ovejas aun durante el día». Él supo que si podía matar a uno de los leones, los demás huirían. Entonces, tomó su arma, y dijo a los lugareños que trajeran sus lanzas, y los condujo a una cacería en la cual casi perdió la vida. Viendo un enorme león detrás de un arbusto, apuntó y le disparó ambas cargas. Pero, en tanto recargaba su arma, el león saltó sobre él.

Él dice de este ataque: «El león me cogió por el hombro y ambos rodamos por tierra. Rugiendo horriblemente, me sacudió como un perro ha-ce a una rata». Viendo a varios nativos acercándose para atacarlo, el león saltó sobre dos de ellos, mordiendo a uno en el muslo y al otro en el hombro. Pero en ese momento las balas que la fiera había recibido hicieron efecto y cayó muerto. Livingstone tuvo once marcas de dientes como cicatrices permanentes y el hueso de su brazo izquierdo se fracturó. La recomposición imperfecta de este hueso le dejó el brazo tieso y le causó mucho sufrimiento el resto de su vida.

Su matrimonio y las misiones

Fue en la casa de Robert Moffat, en Curumá, que llegó a conocer a María, la hija mayor de ese misionero. Después de abrir la misión en Mabotsa, los dos se casaron. Seis hijos fueron el fruto de ese enlace.

Después que Livingstone se casó, la Escuela Dominical de Mabotsa se transformó en una escuela diaria, que atendía su esposa. Schele, el jefe de la tribu bakwain, se volvió un gran estudiante de la Biblia, pero quería «convertir» a todo su pueblo a fuerza de «litupa», es decir, de látigo de cuero de rinoceronte. Él «inició un culto doméstico en su casa, y el propio Livingstone se admiró de su manera sencilla y natural de orar». Era costumbre de Livingstone comenzar el día con un culto doméstico, y no es de admirarse que el jefe la adoptase también.

La habilidad médica de Livingstone era de gran utilidad. Las personas se apiñaban ante su vivienda para ser sanadas. Algunos incluso creían que él podía levantar a los muertos.

Antes de que él hubiera estado en África un año, su apacibilidad de corazón, su amor real por las personas, y su actitud intrépida, los había ganado de tal manera, que él fue capaz de hacer lo que para otros era imposible. Una y otra vez, cuando iba de tribu en tribu y se encontraba en peligro en las manos de jefes salvajes, pudo salvarse a sí mismo y a otros por una sola palabra, una sonrisa o un obsequio apropiado.

Un día, yendo por la selva, el doctor descubrió de súbito una larga línea de hombres, mujeres, y niños, atados o encadenados entre sí. Los conductores, que iban armados, azotaban a los cautivos para que avanzaran más rápido. Cuando los traficantes avistaron a Livingstone, huyeron, desapareciendo en la jungla. Con gran regocijo, él cortó las ataduras de las mujeres y los niños, y las cadenas y collares de los hombres. Estas ochenta y cuatro personas, que fueron libradas primero de la esclavitud física y después de la esclavitud del pecado a través de la fe en Cristo, se volvieron los primeros frutos de una gran cosecha en esa región de África.

Livingstone se vio obligado a mudarse para Chonuane, situada a 10 leguas, y más tarde, por falta de agua, él y todo el pueblo, para Kolobeng.

A través del desierto de Calari llegaban rumores de un inmenso lago y de un lugar llamado «Humazo Ruidoso», el cual se creía que era una gran catarata de agua. Livingstone resolvió hacer un viaje de exploración para encontrar un lugar más apropiado para establecer su misión. Después de viajar durante muchos días, llegaron al río Zouga, que nacía en una tierra de ríos y bosques, y más tarde al lago Ngami, tan grande, que desde una ribera no se podía ver la orilla opuesta.

Las noticias del descubrimiento fueron comunicadas a la Real Sociedad Geográfica, la cual le concedió una hermosa recompensa de 25 guineas, por haber descubierto «una tierra importante, un importante río y un enorme lago».

Vida doméstica

El grupo tuvo que volver a Kolobeng. De la vida de los misioneros en la nueva estación de Kolobeng, tenemos una vislumbre, en lo que el misionero llamó «un bosquejo de la economía doméstica africana»:

«La total ausencia de comercio nos obligaba a hacer todo lo que necesitábamos a partir de materias primas. Si necesitabas ladrillos para construir una casa, tenías que ir al campo, cortar un árbol, y hacer tablas para los moldes de los ladrillos. La gente no podía ayudar mucho; porque, aunque dispuestos para laborar por un sueldo, los bakwains tienen una curiosa incapacidad para hacer cosas cuadradas. Sus propias moradas son redondas. Yo levanté tres casas grandes en diferentes épocas, y cada ladrillo y poste tuvieron que ser hechos cuadrados por mis propias manos.

«El pan se cuece a menudo en un horno improvisado, construido haciendo un agujero grande en una colina de hormigas, con una losa de piedra a modo de puerta. Otro plan es hacer un buen fuego en el suelo, y cuando está bien caliente, poner la masa en una sartén, o simplemente en el rescoldo.

«Nos levantábamos temprano, porque, aunque el día era caluroso, la tarde, la noche y la mañana en Kolobeng eran deliciosamente frescas. Después del culto familiar y el desayuno entre seis y siete, nosotros manteníamos la escuela – hombres, mujeres, y niños, todos eran invitados. Esto duraba hasta las once». Entonces, la esposa del misionero asumía sus asuntos domésticos, y él se dedicaba a labores manuales, como forjador, carpintero o jardinero. Tras el almuerzo y una hora de descanso, la esposa atendía su escuela de jóvenes, que a ellos les gustaba increíblemente, o bien daba clases de costura a las muchachas, que disfrutaban igualmente. Al atardecer, el marido iba al pueblo para conversar, sobre asuntos generales o sobre religión.

«Teníamos culto público tres noches en la semana, y otras, instrucción sobre asuntos seculares. Además, dábamos comida a los pobres. Los pequeños gestos de amistad, aun una palabra complaciente y la mirada cortés, son parte no despreciable de la armadura del misionero. No debería la opinión del más abyecto ser descuidada cuando la cortesía puede afianzarla. Su buena opinión agrega una reputación que da entrada al Evangelio. Muéstrales bondad a los imprudentes opositores del cristianismo en su lecho de enfermos, y ellos nunca podrán volverse tus enemigos personales. Aquí, y en cualquier parte, el amor engendra amor».

Como puede verse, éstos eran días muy ocupados; y el único pesar de Livingstone era no poder ocupar más tiempo jugando con sus niños. ¿Pero cómo podía hacerlo, si había tanto trabajo?

Más exploraciones

Algunos meses después, inició un nuevo viaje al lago Ngami. Su equipaje de exploración incluía algunas mudas de ropa, una caja de medicinas, su Biblia, una linterna, una tienda pequeña, y algunos instrumentos para medir la ubicación geográfica.

No quería separarse de su familia y la llevó en un carro tirado por bueyes. Pero al llegar al río Zouga, sus hijos fueron atacados por la fiebre y tuvieron que regresar. Le nació una hija, la cual murió luego de fiebre. Con todo, Livingstone permaneció más firme que nunca en su resolución de encontrar un camino para llevar el evangelio al interior del continente africano.

Después de descansar durante algunos meses con su familia en la casa de su suegro en Curumá, salieron con el propósito de encontrar un lugar saludable apto para establecer una misión más al interior. Fue en ese viaje, en junio de 1851, que descubrió el río más grande del África oriental, el Zambeze, río del que el mundo de entonces nunca había oído hablar.

Livingstone, convencido de que era la voluntad de Dios que saliese para establecer otro centro de evangelización, y con una indómita fe de que el Señor supliría todo lo necesario para que se cumpliese su voluntad, avanzaba sin vacilar.

Resolvió, por tanto, enviar a su esposa a descansar en Inglaterra, mientras él continuaba sus exploraciones con el fin de establecer un centro para su obra de evangelización. Fue en ese tiempo, cuando Dios le proveyó todo lo necesario para que su necesitada familia volviese a Inglaterra, que dijo: «Oh, Amor divino, no te amo con la fuerza, la profundidad y el ardor que convienen».

La separación de su familia le causó profunda tristeza, pero, de nuevo, dirigió su rostro heroicamente hacia su meta que era ir a socorrer a las desgraciadas tribus del interior del África. Prometió a su esposa que se reuniría con su familia después de dos años, pero, ¡transcurrieron cuatro años y medio antes que ella recibiese alguna noticia de él!

El predicador

En todas sus exploraciones, nunca olvidó que él era un misionero. «El fin de la tarea geográfica es sólo el principio de la empresa misionera», decía a menudo. Dondequiera que iba, buscaba esparcir la semilla del Evangelio, creyendo que otros segarían donde él había sembrado. Era su costumbre reunir a sus hombres con él cada día y leerles la Biblia. ¿No ha dicho Dios: «Mi palabra… no volverá a mí vacía»?

Según Moffat, el estilo de predicación de Livingstone era «simple, interesante, muy directo, y bien adaptado a la capacidad de la gente». No era su deseo ganar gran cantidad de seguidores que sólo serían cristianos de nombre. «Nada me inducirá a formar una iglesia impura. Cincuenta agregados a la iglesia suena bien en casa, pero si sólo cinco de éstos son genuinos, ¿cuál será el beneficio en el Gran Día? Últimamente, he sentido más que nunca que el gran objeto de nuestros esfuerzos debería ser la conversión».

De una carta a su padre, se cita esto: «Durante largo tiempo me he sentido muy deprimido después de predicar las inescrutables riquezas de Cristo a corazones aparentemente insensibles; pero ahora me gusta morar en el amor del gran Mediador, porque él siempre alienta mi propio corazón, y sé que el Evangelio es poder de Dios – el gran medio que él emplea para regenerar nuestro mundo en ruinas».

Predicaba el evangelio constantemente, a veces a auditorios de más de mil nativos. Sobre todo, se esforzaba en ganar la estimación de las tribus hostiles por donde pasaba, con su conducta cristiana que era un gran contraste con la de los mercaderes de esclavos.

Sus cartas revelan su angustia moral, al ver los horrores del pueblo africano masacrado y arrebatado de sus hogares, conducido como ganado para ser vendido en el mercado. Desde un lugar alto adonde subió contó diecisiete aldeas en llamas, incendiadas por esos nefandos mercaderes de seres humanos.

Él no era un misionero la mitad del tiempo y otra cosa el resto del tiempo. Era misionero de tiempo completo, ya fuese que estaba explorando, sanando o enseñando. Su último objetivo siempre era honrar a su Señor. «Soy misionero en corazón y alma», insistía. «Dios tuvo un único Hijo y él fue un misionero. Yo soy una pobre imitación, pero en este servicio espero vivir y en él deseo morir». ¡Su alma fue dominada por la lógica del amor!

No podemos seguir a Livingstone en todas sus agotadoras jornadas, pero tenemos una pista de las penalidades que él soportó en el hecho de que en un periodo de siete meses, padeció treinta y un ataques de fiebre intermitente. Sin embargo, él no desistiría hasta haber llevado a cabo su propósito.

En su fervor, deseando que Dios le conservase la vida y lo usase como medio para que el evangelio penetrase en el continente africano, Livingstone oraba así: «Oh Jesús, te ruego que ahora me llenes de tu amor y me aceptes y me uses un poco para tu gloria. Hasta ahora no he hecho nada por ti, pero quiero hacer algo. Oh Dios, te imploro que me aceptes y me uses, y que sea tuya toda la gloria». Además, escribió lo siguiente: «No tendría ningún valor nada de lo que poseo o llegaré a poseer, si no tuviese relación con el reino de Cristo. Si algo de lo que poseo, puede servir para tu reino, te lo daré a ti, a quien debo todo en este mundo y en la eternidad».

Atravesó, ida y vuelta, el continente africano, desde la desembocadura del río Zambeze hasta San Pablo de Luanda, siendo él el primer blanco en realizar semejante hazaña.

Livingstone en Inglaterra

Por fin, después de una ausencia de diecisiete años de su patria, regresó a Inglaterra. Volvió a la civilización y a reunirse con su familia. Antes de desembarcar supo que su querido padre había fallecido. En toda la historia de David Livingstone, no se cuenta un acontecimiento más conmovedor que su encuentro con su esposa y sus hijos.

Fue aclamado y honrado como un heroico descubridor y gran benefactor de la humanidad. Los diarios publicaban todos sus actos de valentía. Las multitudes afluían para oírlo contar su historia. «El doctor Livingstone era muy humilde… No le gustaba andar por la calle, por temor a ser atropellado por las multitudes. Cierto día, en la calle Regent en Londres, fue apretado por una multitud tan grande, que sólo con gran dificultad logró refugiarse en un coche. Por la misma razón evitaba ir a los cultos. Cierta vez, deseoso de asistir al culto, alguien lo persuadió a ocupar un asiento debajo de la galería, en un lugar no visible para el auditorio. Pero fue descubierto y la gente pasó por encima de los bancos para rodearlo y estrecharle la mano».

Una de las muchas cosas que llevó a efecto, mientras permaneció en Inglaterra, fue la de escribir su libro «Viajes misioneros», obra que alcanzó una enorme circulación, y produjo más interés sobre la cuestión africana que cualquier otro acontecimiento anterior.

Se cuenta que, en Glasgow, él fue invitado a pronunciar un discurso ante el cuerpo estudiantil de la universidad. Los alumnos resolvieron mofarse de quien ellos llamaban «camarada misionero», haciendo mucho ruido, para interrumpir su discurso. Cierto testigo del acontecimiento dijo lo siguiente: «A pesar de todo, desde el momento en que Livingstone se presentó delante de ellos, macilento y delgado, como consecuencia de haber sufrido más de treinta fiebres malignas en las selvas del África, y con un brazo en cabestrillo, los alumnos guardaron un gran silencio. Oyeron, con el mayor respeto, todo lo que el orador les relató, y cómo Jesús le había cumplido su promesa: «He aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo».

El problema esclavista

En el mes de marzo de 1858, a la edad de 46 años, Livingstone, acompañado de su esposa y el hijo menor Osvaldo, se embarcaron nuevamente para el África. Dejando a los dos en casa de su suegro, él continuó sus viajes. En el año siguiente descubrió el lago Nyasa. Recibió también una carta de su esposa desde la casa de los padres de ella, en Curumá, informándole el nacimiento de una nueva hija… ¡hacía casi un año! Sólo entonces pudo su padre conocer el acontecimiento.

Exploró los ríos Zambeze, Téte y Shiré, y las riberas del lago Nyasa, con el propósito de saber cuáles eran los puntos más estratégicos para la evangelización, y luego enviaron misioneros desde Inglaterra para que ocupasen esos lugares.

En 1862, su esposa le acompañó en uno de sus viajes; pero tres meses después falleció víctima de la fiebre, y fue enterrada en una ladera verdeante en las márgenes del río Zambeze. En su diario, Livingstone escribió al respecto de esta manera: «La lloré, porque merece mis lágrimas, la amé cuando nos casamos y cuanto más tiempo vivíamos juntos, tanto más la amaba. Que Dios tenga piedad de nuestros hijos…».

Uno de los mayores obstáculos que Livingstone enfrentó en su obra misionera fue el terror de los indígenas al ver un rostro de hombre blanco. Las aldeas enteras en ruinas; fugitivos escondiéndose en los campos; centenares de esqueletos y cadáveres insepultos; caravanas de hombres y mujeres esposados a los troncos asegurados al cuello, eran conducidos a los puertos. Era el tráfico de la esclavitud.

Los traficantes de esclavos intentaron acabar con la obra del misionero. Finalmente consiguieron inducir a Inglaterra a que lo llamase de regreso a su tierra. Fue así como Livingstone volvió a su patria, después de una ausencia de cerca de ocho años.

Los creyentes y amigos de Inglaterra, animados por la visión de Livingstone, comenzaron a orar y a enviarle dinero para que continuase su obra en el continente negro. Fue así como se embarcó por tercera y última vez en África, en Zanzíbar. A la edad de 53 años, Livingstone comenzó su última serie de exploraciones en África, con un fuerte presentimiento de que no viviría para concluirlas.

Últimas expediciones

Durante su vida, Livingstone fue malinterpretado y aun su propósito misionero fue cuestionado. Cuando empezó su segundo y tercer viajes, parecía a muchos que el misionero había sido desplazado por el explorador; pero aunque Livingstone era un hombre múltiple –geógrafo, botánico, zoólogo, astrónomo, doctor, explorador– él era en primer lugar un misionero, y como a tal se le debe alinear siempre entre los primeros de esa ilustre compañía. La fidelidad de Livingstone a sus convicciones misioneras tempranas se reconoce ahora universalmente.

En la expedición que inició en Zanzíbar, descubrió los lagos Tanganica (1867), Mocro (1867) y Bangüeolo (1868). Pasó cinco largos años explorando las cuencas de esos lagos. La constante oración y el pan de la Palabra de Dios fueron su sustento espiritual durante todos esos años de prueba que sufrió debido a las crueldades de los traficantes de esclavos.

Resolvió entonces, hacer todo lo posible para descubrir la cabecera del río Nilo y resolver un problema que durante millares de años se había burlado de los geógrafos. Sabía que si descubriese el nacimiento del famoso Nilo, el mundo le daría oídos acerca de la llaga abierta que tenía el África con el comercio de los esclavos. Es interesante conocer lo que él escribió: «El mundo cree que yo busco fama; sin embargo, tengo una regla, es decir, no leo nada sobre los elogios que me hacen». El sabía que al acabarse la esclavitud, el continente se abriría para dejar entrar el evangelio.

Durante los largos intervalos que había entre los períodos en que sus cartas eran recibidas en Inglaterra, llegadas desde el corazón del África, circularon rumores de que Livingstone había muerto. No eran solamente los traficantes que querían matarlo, sino también muchos de los propios nativos, que no creían que existiese un hombre blanco que fuese amigo de verdad. En Maniuema, él escribió en su diario lo siguiente: «Leí toda la Biblia cuatro veces mientras estuve en Maniuema». En la soledad, encontró un gran alivio en las Escrituras.

Reconocía siempre la posibilidad de perecer en manos de los enemigos, pero siempre respondía así a la insistencia de los amigos: «¿No puede el amor de Cristo constreñir al misionero a que vaya adonde el comercio ilegal lleva al mercader de esclavos?».

Por primera vez, en los millares de leguas que caminó, los pies del explorador le fallaron. Obligado a quedarse por algún tiempo en una cabaña, todos sus compañeros lo abandonaron, con excepción de tres que se quedaron con él.

Por fin, llegó a Ujiji, reducido a piel y huesos, por causa de la grave enfermedad que sufrió en Maniuema. No había recibido cartas desde hacía dos años y esperaba recibir también provisiones. Después vino a saber que le habían robado todo. En esa situación él escribió: «En mi pobreza me sentí como el hombre que, descendiendo de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de ladrones. No tenía esperanza de que un sacerdote, un levita o un buen samaritano viniesen en mi auxilio. Sin embargo, cuando mi alma estaba más abatida, el buen samaritano ya se hallaba muy cerca de mí».

El «buen samaritano»

El «buen samaritano» era Henry Morton Stanley, explorador y periodista galés nacionalizado estadounidense. Era el único explorador europeo con experiencia en el África Central. Había sido enviado por el diario New York Herald, a insistencia de muchos millares de lectores de ese periódico, para saber con seguridad si Livingstone todavía vivía o, en el caso de que hubiese muerto, para que su cuerpo fuese devuelto a su patria. Seguir el rastro del doctor por África podía costar una gran suma de dinero, por lo cual se le dio a Stanley todo el crédito que necesitase.

Fueron muchas las peripecias de Stanley hasta encontrar al misionero. Hubo deserciones, enfermedades e incluso enfrentamientos contra mercenarios de los comerciantes de esclavos. Por fin, en octubre de 1871, la expedición llegó a Ujiji. Un criado de Livingstone los condujo hasta la choza donde el doctor se recuperaba lentamente. El doctor salió de la casa y Stanley, con típico humor inglés, dijo la frase que pasaría a la posteridad: «El doctor Livingstone, supongo…».

Para el fatigado viajero que no había visto a un hombre blanco durante seis años, Stanley fue «casi como un ángel del cielo», y en su gratitud le decía una y otra vez a su bienhechor: «Usted me ha traído nueva vida … Usted me ha traído nueva vida». Había cartas del hogar y de sus seres queridos, y abundante provisión de comida nutritiva. Antes de una semana, Livingstone había renovado sus fuerzas.

Ambos se sentaban en el rústico porche frente a la choza de barro del misionero, y allí hablaban. Stanley escuchaba maravillado los relatos de los viajes de Livingstone, y así oía también Livingstone las noticias de Stanley de lo que había estado pasando en el mundo civilizado.

Stanley pasó el invierno con Livingstone, quien se negó a volver a Inglaterra. Podía volver y descansar entre amigos con toda comodidad, pero prefirió quedarse y realizar su anhelo de abrir el continente africano al evangelio. Stanley encontró que Livingstone era un hombre grandemente admirable. Éste es su testimonio acerca de él:

«¡Permita Dios que, si usted alguna vez viaja por África, tenga un compañero tan noble y verdadero como David Livingstone! Durante cuatro meses y cuatro días vivimos en la misma casa, o en el mismo bote, o en la misma tienda, y nunca encontré una falta en él. La vida cotidiana juntos acrecentó mi admiración por él. Sé que no es un ángel, pero se aproxima a eso tanto como la naturaleza de un hombre viviente lo permite. Su gentileza nunca lo abandona; su esperanza nunca perece. Ninguna ansiedad lo acosa, nada distrae su mente; ni la larga separación de su hogar y familia puede hacerle quejarse. Él piensa que todo saldrá definitivamente bien; tal es su fe en la bondad de la Providencia».

Aunque Stanley no era un cristiano, reconoció que la fe era el origen de la forma de ser del misionero, y su propia vida cambió grandemente a través de la influencia del misionero.

Cuando se despidieron, fue como la separación de amigos de toda la vida. Stanley volvía a la civilización, y Livingstone se lanzaba de nuevo a las selvas africanas, para nunca más ver en la tierra un rostro blanco.

El fin

La exploración de Livingstone logró mucho desde el punto de vista geográfico. Viajó 29.000 millas en África, y agregó a la porción conocida del mundo aproximadamente un millón de millas cuadradas. Descubrió varios lagos y ríos, aunque él estimaba que estos descubrimientos sólo eran de importancia secundaria. Su gran propósito era abrir el camino para el Evangelio y poner fin al comercio de esclavos, y en ambos propósitos él tuvo éxito, aunque mucho del fruto fue cosechado después de su partida. De él, bien se puede decir: «Uno sembró, y otro segó».

Realizó su último viaje con el propósito de explorar el Luapula, para, verificar si ese río era el origen del Nilo o del Congo. En esa región llovía incesantemente. Livingstone sufría dolores atroces; día tras día se le iba volviendo más y más difícil caminar. Fue entonces que tuvo que ser cargado por vez primera, por sus fieles compañeros: Susi, Chuman y Jacob Wainwright, todos indígenas. En su diario, las últimas notas que escribió, dicen lo siguiente: «Cansadísimo, estoy… recuperada la salud … Estamos en las márgenes del Mililamo».

Llegaron a la aldea de Chitambo, en Ilala, donde Susi hizo una cabaña para él. En esa cabaña, el 1° de mayo de 1873, el fiel Susi encontró a su bondadoso maestro, de rodillas, al lado de su cama, muerto. ¡Oró mientras vivió y partió de este mundo orando!

Sus dos fieles compañeros, Susi y Chuman, enterraron el corazón del misionero debajo de un árbol en Chitambo; secaron y embalsamaron el cuerpo y lo llevaron hasta la costa – viaje que duró varios meses, a través del territorio de varias tribus hostiles. El sacrificio de esos valientes hijos del África sin que tuvieran ningún propósito de recibir remuneración económica alguna, no será olvidado por Dios, ni por el mundo.

Después que hubo llegado a Zanzíbar, el cuerpo fue transportado a Inglaterra, donde fue sepultado en la Abadía de Westminster, entre los monumentos de los reyes y héroes de aquella nación. No había dudas con respecto al cuerpo de Livingstone; era fácil de identificarlo; el hueso por encima del brazo izquierdo tenía bien patentes las marcas de los dientes del león que lo atacara años atrás.

Entre los que asistieron a su entierro, se encontraban sus hijos y el anciano misionero Robert Moffat, su suegro. La multitud estaba compuesta tanto de un pueblo humilde, que lo amaba, como de los grandes, que lo honraban y respetaban.

Se cuenta que entre la multitud que permanecía en las aceras de las calles de Londres, el día en que el cortejo que llevaba el cuerpo de David Livingstone pasó, había un viejo llorando amargamente. Al preguntarle por qué lloraba, respondió: «Es porque David y yo nacimos en la misma aldea, cursamos el mismo colegio y asistimos a la misma escuela dominical; trabajamos en la misma máquina de hilar, pero él se fue por aquel camino y yo por éste. Ahora él es honrado por la nación, mientras que yo soy despreciado y deshonrado. El único futuro para mí es el entierro del borracho». No es solamente el ambiente, sino las preferencias de nuestra juventud lo que determina nuestro destino, no sólo aquí en este mundo, sino para toda la eternidad.

Su vida pudo parecer a los demás como un gran sacrificio realizado en pos de su fe y sus ideales. Pero él no lo consideraba así. Cuando les habló a los alumnos de la Universidad de Cambridge, en 1857, dijo lo siguiente: «Nunca ceso de regocijarme porque Dios me haya designado para tal oficio. La gente habla del sacrificio que yo he hecho en pasarme tan gran parte de mi vida en el África. ¿Es sacrificio pagar una pequeña parte de la deuda, deuda que nunca podremos liquidar, y que debemos a nuestro Dios? ¿Es sacrificio aquello que trae la bendita recompensa de la salud, el conocimiento de practicar el bien, la paz del espíritu y la viva esperanza de un glorioso destino? ¡No hay tal cosa! Y lo digo con énfasis: No es sacrificio… Nunca hice un sacrificio. No debemos hablar de sacrificio, si recordamos el gran sacrificio que hizo Aquel que descendió del trono de su Padre, de allá de las alturas, para entregarse por nosotros».

Grabadas en su tumba se pueden leer estas palabras: «El corazón de Livingstone permanece en el África, su cuerpo descansa en Inglaterra, pero su influencia continúa». Pero grabadas en la historia de la iglesia de Cristo están los grandes triunfos obtenidos en el continente negro durante un período de más de 75 años después de su muerte, inspirados en gran parte, por las oraciones y por la gran persistencia de ese gran cristiano.

Cierto comerciante, al visitar la abadía de Westminster, en Londres, donde se encuentran sepultados los reyes y personajes eminentes de Inglaterra, preguntó cuál era la tumba más visitada, excluyendo la del «soldado desconocido». El conserje respondió que era la tumba de David Livingstone. Son pocos los humildes y fieles siervos de Dios que el mundo distingue y honra de esta manera.