Reflexiones acerca de la visión espiritual.

Lecturas: Heb. 1:1-2; Col. 1:13-17; 2ª Cor. 4:4.5; Jn. 1:1, 3-4; 5:20-21; 26-27; 17:5.

Existen tres direcciones principales en que la visión espiritual es necesaria; primeramente en relación con el lugar y significación de Cristo en el esquema divino de cosas. En segundo lugar, con referencia al lugar y significación del hombre en tal esquema. Y por último, en relación con la realidad, caminos y objetivo de los poderes espirituales de maldad en este universo. De estas tres cosas tratan ampliamente las Escrituras. Ahora vamos a ocuparnos principalmente con la primera de ellas.

El lugar y significación de Cristo

En la persona y obra de Cristo existen dos aspectos: 1) Cristo como Hijo de Dios. 2) Cristo como Hijo del Hombre. Cuando hemos recogido todo cuanto se dice e intima en las Escrituras en cuanto a Cristo como Hijo de Dios, somos llevados a una conclusión. Es ésta: que los derechos y prerrogativas de Dios han sido conferidos por éste sobre Su Hijo, y Dios se ha sujetado para ser personal y definidamente conocido únicamente a través del Hijo. No existe acceso ni conocimiento de naturaleza personal, ni comunión aparte del Hijo. «Nadie viene al Padre si no es por mí» (Juan 14:6). «Ninguno conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar» (Mateo 11:27). Esta revelación se encuentra tan sólo en el Hijo. «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Juan 14:9). Así que hemos de preguntamos: ¿Cuáles son estos únicos y solos derechos de Dios que han sido conferidos al Hijo?
El primero es:

La prerrogativa de la vida

Cuando realmente llegamos a tratar con vida, llegamos a tratar con Dios. Cuando hay algo de vida presente, el hombre puede tener algún lugar. Puede ayudar, estimular, alimentar y cooperar con ella. Pero cuando la vida se ha ido, el hombre no tiene más lugar: es un asunto enteramente de Dios.

Sólo Dios puede tratar con esta situación. La cuestión de vida de los muertos es tan sólo asunto de Dios. Durante toda una generación rugió una batalla sobre este asunto, y de manera especial lo hizo alrededor de un hombre, Luis Pasteur. Durante todo el tiempo de su vida, el asunto de la generación espontánea de la vida ardió y dividió a los hombres en escuelas fieramente antagónicas. Pero antes de su muerte el asunto fue claramente establecido. Hoy ningún entendido cree otra cosa que en el reino de lo natural la vida sólo procede de la vida, y nunca de la muerte. De este modo, el campo queda libre para lo sobrenatural, y la vida desde la muerte es la esfera única de Dios.

Lo que es verdad en lo natural, lo es también en lo espiritual. La vida que todos tenemos en común, es decir la vida de cuerpo y alma es una cosa, y la ley anterior se mantiene correcta en relación con ello. Pero existe otra vida: es una vida increada, es vida divina, lo que llamamos vida espiritual. Esto es por completo otra cosa. Podemos tener cien personas, o más aquí, todas ellas vivas en el primer sentido, pero quizás solo unas pocas lo estén en el segundo sentido. La mayoría, aunque muy activos en cuerpo y alma pueden estar muertos por completo en relación con la vida divina, increada. De este modo se dividen las personas, y según este criterio tenemos dos órdenes de creación completamente diferentes, dos especies de seres.

Se ha escrito mucho sobre la inmortalidad del alma. La Biblia no enseña esto. Continuidad e inmortalidad son dos cosas distintas. La inmortalidad es un rasgo y prerrogativa divina. «El único que tiene inmortalidad» (1ª Tim. 6:16). La inmortalidad es esta naturaleza divina que es característica de la vida divina. Es algo por completo más alto que la simple supervivencia a la desintegración y al sepulcro. Esto último sin inmortalidad o vida inmortal debe ser algo muy horrible. Es lo que la Biblia llama metafóricamente estar «desnudo» o «avergonzado». De manera que el apóstol habla de la inmortalidad como ser «revestido», «para que lo mortal sea absorbido por la vida».

De modo que el dar esta vida es prerrogativa sólo de Dios, y aquellos que la poseen son por tanto distintos en realidad interior de todos los demás. Poseen la base de una completa transformación, que es el significado de ser «glorificados».

Sin embargo, nuestro mensaje específico es que Dios ha conferido esta vida a su Hijo Jesucristo, y que no puede poseerse aparte de Él. «Como el Padre tiene vida en sí mismo, así ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo» (Juan 5:26). «Como el Padre levanta a los muertos y les da vida, también el Hijo a los que quiere da vida» (Juan 5:21). El evangelio de la gloria de Cristo es que Dios le ha dado la gloria de poder dar vida eterna, incorruptible, vida inmortal, a los que creen en él. «Esta vida está en el Hijo. El que tiene al Hijo tiene la vida» (1a Juan 5:11-12). El que tiene al Hijo, tiene de una vez esta vida impartida y todos los gloriosos pensamientos y propósitos de Dios para el hombre se ponen en marcha y están en camino a su cumplimiento.

De modo que lo que se introduce con Cristo es la vida de una nueva creación, un nuevo universo. Todo debe realizarse sobre el principio biológico, pero es una vida distinta de cualquier otra vida en naturaleza, capacidad y conciencia. Siendo peculiarmente la propia vida divina de Dios, es la base y vínculo de la verdadera comunión interior con Él. De este modo podemos ver algo de la inmensa y vital significación de Cristo.

Aceptar a Cristo de manera viva y positiva es recibir una vida que significa una diferencia interior y secreta en nuestra misma constitución, y estar en camino a posibilidades que les son negadas a los otros.

Rechazar o ser negligentes con Cristo es perder o desaprovechar todo lo que Dios se propuso cuando creó al hombre y le puso bajo prueba de fe. Aquí yace el inmenso peligro de las evasivas o la falta de decisión. No está en el poder del hombre el decidir cuándo esta vida le será ofrecida. Cuando Cristo es presentado, éste es el momento en que la vida y la muerte están en las balanzas de nuestra aceptación o rechazo, y los mayores valores y asuntos eternos están vinculados a esta decisión.

Es a todo esto a lo que el gran enemigo de la eterna gloria del hombre quiere cegarlo y mantenerlo ciego. Una de las cegadoras mentiras del diablo es la mentira de la evolución. Aunque todos creemos en un cierto desarrollo y progreso, la doctrina que declara que el hombre comenzó con la ameba y en el curso de muchos miles, quizás millones de años, pasó por numerosas etapas, es decir: mono, hombre primitivo, hombre civilizado, ser angélico, etc., ¡y finalmente llega a ser un dios habiendo alcanzado la deidad! Esto es una mentira, un fraude diseñado por su satánico inventor para impedir que los hombres reciban a Cristo. Se dice que todo este progreso (?) ha sido efectuado por completo sin ninguna intervención de afuera.

Alguien, escribiendo sobre este tema, lo plantea del siguiente modo: «Hemos oído de una máquina maravillosa que en uno de sus extremos va tomando con una especie de garras el cuero que necesita y la introduce llevándola etapa tras etapa sin ninguna intervención externa hasta que por el otro extremo sale convertida en zapatos. ¡Sin ninguna intervención externa!». El autor dice que esto es evolución. Las garras toman la ameba en un extremo y la introducen, después se supone que la evolución la conduce a través de varias etapas hasta convertirla en ángeles o dioses. «Sin embargo –dice el autor de la ilustración– en cierto momento la ameba es atrapada en el engranaje y desafortunadamente al final ¡salen bestias por el otro extremo que se desgarran unas a otras!». Nos preguntamos: ¿Están los hombres más cerca de los ángeles o los dioses tras estos miles de años? ¿Es la vida mortal de la raza humana tan superior después de todo? Sólo los muy ciegos dirían que sí.

Es justamente en esta pequeña frase – intervención externa – donde está la clave. Nunca habrá una verdadera conformidad a la semejanza de Dios sin intervención externa. Este asunto no funcionará como una máquina. Esta intervención externa planteada en las palabras de Cristo: «Yo he venido para que tengan vida y para que la tengan en abundancia» (Juan 10: 10). No hay ninguna esperanza de que el hombre alcance a Dios por sí mismo, pero Dios ha intervenido en la persona de su Hijo y con él ofrece la vida que tiene el poder de llevamos a ser uno con él en semejanza y comunión.

La prerrogativa divina de la luz conferida al Hijo

La segunda prerrogativa de Dios es Luz. ¡Fue Dios quien dijo: «Hágase la luz, y fue la luz»! La luz está con Dios. Por supuesto, en la Escritura hay muchas intimaciones de esto en el reino natural. Dios hace tinieblas y luz, y cuando lo desea puede interrumpir el curso natural de las cosas y en este asunto volver la luz en tinieblas y viceversa. Puede dividir el mismo territorio entre luz y tinieblas. Cuando todo Egipto está bajo la plaga en tinieblas, densas tinieblas, los hijos de Israel tienen luz en sus casas. Justo en la misma tierra, luz y tinieblas existieron simultáneamente por intervención divina. Sí, la luz puede ser preservada y mantenida por Dios más allá del curso normal, y las tinieblas pueden ser traídas de manera prematura cuando debería de haber Luz.

Hay mucho de esto en el Antiguo Testamento y es continuado en el Nuevo Testamento. Cuando el Hijo del hombre fue crucificado, las tinieblas cubrieron la tierra hasta la hora novena. Echa fuera al Hijo de Dios y estarás echando fuera la luz de Dios. Esta es la enseñanza. La luz es prerrogativa de Dios.

Lo que se ilustra a través de los tratos de Dios con la naturaleza es la gran verdad de la luz espiritual: que la luz espiritual es prerrogativa de Dios, que en un momento dado él puede hacer brillar la luz en las tinieblas – no tiene que esperar un cierto curso de cosas. Puede apagar la luz en cualquier momento. Está dentro de su poder el hacer esto. Convertir de las tinieblas a la luz es un milagro en el mundo espiritual y una intervención externa, y es igualmente una intervención divina de juicio cuando la luz que hay en nosotros se convierte en tinieblas. Todo esto pertenece a Dios.

De modo que esta segunda prerrogativa de Dios, es decir, la luz, fue también conferida a Jesucristo, su Hijo e integrada en él. «Yo soy la luz del mundo» (Juan 9:5). «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios y el Verbo era Dios … Todas las cosas fueron hechas por medio de él y sin él nada de lo que ha sido hecho fue hecho. En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres … A Dios nadie le vio jamás, el unigénito Hijo que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer» (Juan 1:1, 3-4, 18). Forma parte de la gloria de Cristo el poder, en un momento dado, irrumpir en nuestras tinieblas. ¿Y no ha sido precisamente esto lo que trajo gloria a nuestros corazones cuando mediante este toque bendito de Su dedo (el Espíritu de Dios) pudimos decir de repente: «¡Veo! ¡Nunca lo había visto así!». ¿Cuál es en este punto el deseo espontáneo de nuestros corazones? Es adorarlo.

Regresemos por un momento a aquel hombre que nació ciego, a quien el Señor dio vista y al final le planteó la cuestión: «¿Crees tú en el Hijo de Dios?». Él respondió y dijo: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?». Jesús le dijo: «Tú le has visto, y el que habla contigo, él es». Y él le dijo: «Señor, creo. Y le adoró». ¿Por qué adoró? Porque para él el Hijo de Dios era una misma cosa con haber recibido la vista. Las dos cosas fueron juntas. El recibir la vista estaba estrechamente unido con Aquel que no podía ser otro que el Hijo de Dios, al haberle dado la vista. Esto es lo que el Señor quería decirnos al incluir este incidente en este evangelio, cuyo propósito es dar evidencia de que Jesús es el Hijo de Dios.

Ya sabéis cómo concluye Juan su evangelio. Si se escribiera todo cuanto podría escribirse, ni en el mundo cabrían los libros; pero estas cosas se escribieron «para que creáis que Jesús es el Hijo de Dios y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (Juan 20:31). Y este incidente se registra en el libro que tiene este propósito.

Cuando los discípulos dijeron: «Señor ¿quién pecó, este o sus padres para que naciera ciego?», el Señor rechazó esta superstición al decir: «No es que pecó éste ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él». Y el Hijo es el instrumento de las obras de Dios. El Señor Jesús ya había dicho que el Padre obra, y que las obras que hace el Padre, el Hijo también las hace, y «obras mayores que estas le mostrará». Las obras de Dios – dar vista a través del Hijo a aquellos que han nacido ciegos, guiándolos a la adoración. Y a Dios no le importa que adores a su Hijo, no se pondrá celoso de su Hijo, porque él se ha adherido con su Hijo y le ha puesto en igualdad consigo mismo y le ha conferido sus derechos y prerrogativas. Adorar al Hijo es como adorar al Padre, porque el Padre y el Hijo son uno.

Que Jesús es el Hijo de Dios se evidencia cuando las personas reciben vista espiritual, y esta es la gloria de Cristo, poder – como decíamos – guiar a la adoración. Es algo muy grande el experimentar, aunque sea sólo un poco de lo que estamos diciendo. Es algo muy grande el tener nuestros ojos abiertos. Es algo grande el tener nuestros ojos abiertos de modo inicial, en lo fundamental. Es algo grande que mientras seguimos adelante sigamos teniendo los ojos abiertos para ver lo que nadie ha podido enseñarnos, lo que hemos luchado por ver y entender. Después Dios, de manera soberana toca nuestros ojos espirituales, mediante intervención externa, y vemos. ¿No es un gran día cuando vemos de este modo?

Algunos de nosotros conocemos la siguiente experiencia con la palabra de Dios. Sabemos que en un pasaje en concreto hay algo que se nos escapa. Tiene un significado divino, pero no podemos captarlo. Le hemos dado vueltas, hemos procurado ayuda en otros. Hemos acudido a todas las autoridades en este pasaje en particular, pero no hemos captado ese algo que se nos escapa. Aprendemos muchas cosas buenas de lo que otros han dicho, pero de alguna forma sabemos que hay algo esencial que no conseguimos captar.

Se lo traemos de nuevo al Señor y decimos: ‘Señor, si tú quieres que lo entendamos, muéstranoslo en su momento, cuando sea necesario, no simplemente para tener más información, sino cuando vaya a servir a un propósito’. Y lo hemos dejado de este modo con el Señor y hemos seguido adelante en quietud, quizás ocupados con otra cosa, y entonces lo hemos visto por completo y todo el asunto se ha vuelto luminoso. Lo hemos visto y nuestros rostros se han llenado de gozo. Podemos señalar muchas cosas de este tipo en el curso de nuestra vida. Simplemente nos han venido y las hemos recibido. No se nos pueden quitar.

Lo que pretendo aquí es sencillamente ilustrar lo tremendas que son estas irrupciones de luz en nuestra vida, cómo nos elevan, cómo nos llenan de gloria, cómo cambian nuestra perspectiva cuando irrumpe la luz espiritual, luz no de este mundo sino de arriba. El Señor Jesús es la suma de esta luz divina. Él es la luz. Sólo con que nuestros ojos fueran abiertos para ver la trascendencia del Señor Jesús, ¡qué tremendamente distinto sería todo! ¡Cuán liberados nos sentiríamos! Nuestra necesidad es ver al Hijo de Dios como Aquel a quien ha sido conferida la prerrogativa de impartir luz espiritual, porque él es la luz. Es él quien quiere venir a nuestra situación de tinieblas para librarnos de ellas. En esto consiste su gloria, y tú puedes conocer la gloria del Hijo de Dios, puedes adorarlo, porque tus ojos han sido abiertos.

Él está aquí. Del mismo modo que el que Jesús sea la resurrección y la vida significa que él imparte resurrección en cualquier momento y no tan sólo en el día final. Te acordarás que Marta dijo: «Yo sé que él (Lázaro) resucitará en el día postrero», y que el Señor le dijo: «Espera, Marta, yo soy la resurrección y la vida; y estando yo aquí, también puede estarlo el poder del día postrero en lo que a la resurrección se refiere; cuando yo estoy presente no es un asunto de tiempo, ¡puede ser ahora!». De modo que, estando él aquí puede producirse una nueva creación con una luz de nueva creación. El asunto no es que más adelante tendré luz, sino ahora, mediante esta gloriosa intervención desde afuera.

La gloria de Jesucristo, la que él tenía con el Padre antes de que el mundo fuese, consiste en esto: que él tiene esta prerrogativa tan sólo divina, tiene el derecho, el poder y la capacidad de traer luz. Nadie más puede darla. No es posible llegar a esa luz. Es un don suyo, un acto suyo. Esto es su gloria.

La prerrogativa divina del señorío conferida al Hijo

Una última palabra en referencia a la gloria de Jesucristo como Hijo de Dios. Le ha sido también conferida la prerrogativa divina del gobierno. En este último tema, la decisión en todos los asuntos es de Dios.

Por encima de todas las cosas está Dios. Él gobierna, y lo hace en los reinos de los hombres y entre los ejércitos de los cielos. Él gobierna, pero ahora ha conferido este gobierno a su Hijo. «Porque el Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo» (Juan 5:22). Por tanto, esta prerrogativa divina del gobierno ha sido conferida al Hijo.

¿Qué significa esto para nosotros ahora? «El evangelio de la gloria de Cristo … Predicamos a Jesucristo como Señor». Esto es en esencia una sola declaración: la gloria de Cristo, Cristo Jesús como Señor. Creo que he de dejar a un lado los detalles y pasar al final de esta cuestión. La gloria de Cristo sólo se reconoce cuando él es el Señor en realidad, pero cuando lo es, se reconoce su gloria.

Quiero decir que Dios se satisface cuando su Hijo llega al lugar señalado, y Dios no puede estar satisfecho sobre algo sin que el afectado se dé cuenta de ello. Siempre hay un eco de algo en el corazón de Dios que nos afecta: quiero decir que si el cielo se regocija por un pecador que se arrepiente, tal pecador no dejará de percibir el eco de este gozo celestial. El gozo que le llega a un pecador arrepentido no es únicamente su propio gozo, es el gozo que hay en el cielo, es un eco de lo que está ocurriendo arriba.

Cuando el Padre experimenta complacencia, va a haber un testimonio en aquel en quien tiene esa complacencia. «Este es mi Hijo amado en el cual tengo complacencia» (Mateo 3: 17). El Hijo conoce en su propio espíritu, en su propio corazón, el deleite del Padre. «El Padre ama al Hijo»: Jesús puede decir esto sin ningún engreimiento ni presunción. Cuando el lugar que le ha sido asignado al Hijo por el Padre se le da efectivamente al Hijo en cualquier vida, cualquier grupo o cualquier lugar de esta tierra, puedes estar seguro que el cielo se abrirá allí, y la gratificación del Padre se manifestará.

Nunca superarás ninguna lucha y batalla por algún asunto relacionado con Su señorío en tu vida sin conocer un nuevo gozo, paz y descanso en tu corazón. Ha habido una lucha sobre algún asunto de obediencia a la voluntad de Dios, algo que el Señor ha dicho. Durante largo tiempo se ha prolongado esta lucha y al final la superas. Al final, tu obstinada voluntad se rinde y lo superas. Se restablece el señorío del Señor, y ¿cuál es el resultado? Descanso, paz, gozo, satisfacción.

Dices: ‘Qué necio he sido por resistirme a esto durante tanto tiempo’. ¿Qué es esto? No es simplemente un alivio psicológico que has logrado al superar una situación difícil. Es el Espíritu de Dios trayendo testimonio a tu interior. Es la Santa Paloma iluminando tu espíritu. Es la complacencia del Padre testificada a tu corazón, el señorío de Dios en Cristo establecido. Nunca podremos realmente creer en el absoluto señorío de Dios sin dar a Cristo su lugar. Es una contradicción. Para que el señorío de Dios sea una realidad, Cristo ha de ser Señor en nuestros corazones. Hemos de ver esto.

El obstáculo del yo

Lo que realmente quiero dejar con ustedes en esta última palabra es esto: Pídele por favor al Señor que abra tus ojos al significado del señorío de Cristo en tu vida. ¿Sabes, amado?, todos nuestros problemas giran alrededor de este asunto. Otros señores han tenido dominio sobre nosotros. ¿Qué son estos otros señores? Hay muchos señores. Nuestra propia alma puede estar dominándonos, nuestros sentimientos, nuestros gustos, preferencias y juicios, lo que no nos gusta, nuestras antipatías, nuestras tradiciones, nuestros maestros, estas cosas pueden estar gobernándonos. Son tantos los señores, y pueden estar gobernando. El Señor desea llevarnos a un lugar más amplio y más libre, un lugar donde el cielo está abierto. Sin embargo, hay algo que todavía nos tiraniza: nosotros mismos estamos en el centro, la vida natural, el yo está en el trono, tenemos una manera horrible de atraerlo todo hacia nosotros mismos. En el mismo momento en que surge algo y saltamos al centro de la palestra, la vida del yo está gobernando.

¿Qué clase de vida es ésta? Es una vida de sombras por decir lo mínimo. Es una vida de limitaciones, de variabilidad, de subidas y bajadas, de debilidad de incertidumbre. Si queremos salir de ahí y entrar en la luz, la completa luz, en la gloriosa libertad de los hijos de Dios, todos estos otros señores han de ser depuestos, y Cristo ha de ser Señor.

Mientras digo esto, estás por completo de acuerdo conmigo. Dices: ‘Sí, por supuesto que queremos que Cristo sea Señor, no queremos nada menos que esto, que Cristo sea Señor, y sabemos que ha de ser Señor. ¡Sabemos que Dios le ha hecho Señor y Cristo! Estamos de acuerdo’.

Amados, esto está bien, pero, ¿qué vamos a hacer? Después de asentir, de estar de acuerdo, ¿vamos a seguir imponiendo nuestro propio criterio, vamos a seguir tratando con los demás y con las situaciones en nuestra propia fuerza? ¿Vamos a seguir saliendo en la foto, vamos a seguir permitiendo a aquellos antiguos dominadores que nos influencien? Este establecimiento de Cristo como Señor es algo que sólo puede hacerse, no por asentir ni por estar de acuerdo – aunque esto es también necesario. Sólo puede ser hecho siendo nosotros quebrantados, y hemos de decirle al Señor: ‘Señor, rompe todo lo que esté en el camino, quita de en medio todo obstáculo a tu absoluto señorío’.

«Mi ídolo más amado, sea el que sea,
ayúdame a echarlo de tu trono
y adorarte sólo a ti».

Puede haber algo muy querido, una parte de nuestro mismo ser, y está obstaculizando el camino: nuestra misma vida, nuestro yo. Algo debe hacerse en nosotros, pero qué importante es que veamos cuántas cosas dependen del lugar y trascendencia de Cristo en el orden divino, Cristo como Señor. ¿Qué depende de esto? La gloria de Cristo.

¿Alguna vez has entrado en una nueva posición con el Señor en que su señorío haya sido establecido en una manera nueva, en algún nuevo asunto, en alguna nueva esfera? ¿Has experimentado esto y te has sentido mal por ello, sientes que has perdido algo? Sabes que es lo contrario. Puede que la experiencia haya sido terrible y profunda, pero cuando la has pasado glorificas a Dios. Cuando el Señor trata con cosas que obstaculizan el camino de su señorío, es un tiempo oscuro, lleno de sufrimiento, pero vas a llegar al lugar en que vas a darle gracias por todo ello. ¿Cómo puede ser esto? Esto es lo que sentimos mientras estamos en el proceso, pero estoy seguro, y la experiencia lo demuestra en cierto grado, que cuando estamos al otro lado, y el Señor tiene un nuevo lugar en nuestra vida, le damos gracias y le decimos: ‘Has sido justo fiel y verdadero’. Puedes decir esto por fe, pero qué maravilloso es decirlo por experiencia. Fiel y verdadero.

La gloria de Dios en la faz de Jesucristo, la gloria de Cristo, el evangelio de la gloria de Cristo como Hijo de Dios, todo esto nos llega en términos de vida, luz y señorío. Que el Señor nos guíe a la experiencia de estas cosas.