Las bienaventuranzas, expresión del carácter perfecto de Cristo.

Viendo la multitud, subió al monte; y sentándose, vinieron a él sus discípulos. Y abriendo su boca les enseñaba, diciendo: Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación”.

– Mateo 5:1-4.

Las bienaventuranzas son uno de los primeros mensajes en el principio del ministerio del Señor Jesús; por lo tanto, es una palabra fundamental para continuar nuestra carrera desde el día en que creímos.

Las bienaventuranzas no están dirigidas a los incrédulos, porque todas ellas convergen en el carácter de Cristo, y al profundizar en el tema nos damos cuenta que ellos nunca podrán vivirlas. Están dirigidas a los creyentes. El Señor nos invita a ser partícipes de ellas, a practicar estas cosas. Y, puesto que denotan el carácter de Cristo, es complejo vivirlas aun para aquellos que contamos con la gracia de Dios.

Hay siete bienaventuranzas que aluden directamente al carácter de Cristo. Están ordenadas en sentido ascendente, y cada una le da el paso a la otra. Son como una escalera que comienza en el primer peldaño, hasta llegar a la séptima, que señala el carácter de Cristo referente a los pacificadores.

Los versículos 10 al 12 hablan acerca de la bienaventuranza de ser vituperados y perseguidos por causa del Señor. Si no hemos sufrido persecuciones es porque no hemos vivido las siete etapas primeras, o lo hemos hecho en un nivel muy bajo. Por lo tanto, consideremos con atención estas palabras del Señor.

Viendo la multitud

«Viendo la multitud». Jesús siempre tuvo compasión de la gente. Aquí, la multitud representa a aquellos que aún no son de Cristo. Jesús venía predicando el evangelio del reino en pueblos y aldeas, y le seguía mucha gente de Galilea, de Judea y del otro lado del Jordán.

«Viendo la multitud». El Señor contempla a la multitud enferma, cargada de tristezas y necesidades imperiosas, muertos en delitos y pecados. Luego, él sube al monte y les empieza a enseñar a sus discípulos, sabiendo que, si ellos no son llenos de Su misma vida y de Su carácter, difícilmente podrán bendecir a los demás.

Dichosos los pobres en espíritu

«Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos». Este es el primer escalón de las bienaventuranzas que conciernen al carácter de Cristo. Qué paradojal es esta declaración. La palabra bienaventurados es sinónimo de dichosos, felices, gozosos. ¿Por qué son felices los pobres? Nosotros siempre asociamos la pobreza con debilidad o carencia. Pareciera contradictorio lo que Jesús dice. Pero sí, los pobres son afortunados. Los discípulos son bienaventurados si son pobres.

El Señor pone aquí énfasis en la pobreza espiritual. Nosotros solemos decir: «Somos ricos en Cristo; lo tenemos todo en él». Esa es una revelación posicional preciosa. Pero aquí el Señor está hablando otra cosa. Para que la multitud sea bendecida, se necesitan siervos pobres en espíritu. Si no llegamos a ser pobres en espíritu, no seremos de bendición a una sociedad hambrienta y sedienta que necesita a Cristo.

Vaciarse de sí mismo

¿Qué es ser pobre en espíritu? Pobre en espíritu es aquel que está aprendiendo a vaciarse de sí mismo, que todo lo puede en Cristo, pero en sí mismo no tiene nada. Entre todos los hombres que han pisado la tierra, Cristo es el referente más precioso del hombre pobre en espíritu; porque poseyéndolo todo, él se empobreció, abandonó su gloria y se vació de sí mismo para vivir la vida de Otro.

La pobreza espiritual tiene que ver con el vaciarse de sí mismo. En Juan 5:19 vemos una característica de esta pobreza espiritual. «Respondió entonces Jesús, y les dijo: De cierto, de cierto os digo: No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente». Versículo 30: «No puedo yo hacer nada por mí mismo; según oigo, así juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió, la del Padre».

«Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras» (Juan 14:10). El Señor Jesús vivió esta bienaventuranza de forma perfecta y maravillosa. Él nunca se atribuyó nada como propio. Cuando alguien quiso halagarlo diciéndole «Maestro bueno», él replicó: «¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno sino uno: Dios» (Mat. 18:17). Cuando le alababan por los milagros, él atribuía todo al Padre.

A la luz de esta palabra, podemos señalar cuatro rasgos distintivos de los hombres pobres en espíritu: No son nada en sí mismos, no tienen nada por sí mismos, no saben nada por sí mismos y no pueden nada por sí mismos. Si somos algo, es por la gracia de Dios, porque Cristo vive en nosotros. Todo el potencial que tenemos es Cristo en nosotros. Las buenas intenciones o capacidades humanas no sirven.

Dichosos los que lloran

«Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación». Si no nos vaciamos de nosotros mismos, la segunda bienaventuranza está más lejos de poder ser vivida. Si somos egocéntricos, nunca seremos sensibles ni lloraremos por otros. No podremos llorar por la obra de Dios. Pero bendita sea la vida de Cristo en nosotros, porque entonces tenemos esperanza. Un hombre centrado en sí mismo no podrá ser de bendición a aquellos que yacen muertos en delitos y pecados.

Decíamos que todas las bienaventu-ranzas nos hablan del precioso carácter de Cristo. El hombre pobre de espíritu por excelencia, dependiente de Otro, viviendo la vida de Otro, fue Cristo. Él también fue quien realmente lloró desde sus entrañas; fue el hombre más manso que pisó la tierra; él tuvo hambre y sed de justicia; él es el misericordioso; él es de limpio corazón y solo él es el pacificador.

Nosotros somos invitados a vivir este carácter. Este es el gran propósito divino de nuestro llamamiento. Ser «hechos conformes a la imagen de su Hijo» (Rom. 8:29). ¿Cómo vivir esto de manera real? El Señor nos llama a aprender y a practicar estas cosas.

Esto no tiene nada que ver con un conocimiento elevado de las Escrituras. El pobre en espíritu puede ser incluso una persona que ni siquiera sabe leer, y aun así bendecir a muchos. Un hombre pobre en espíritu, que realmente vive la vida de Cristo, será sensible al ver una multitud necesitada.

¿Por qué lloramos hoy?

«Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación». Por supuesto, este llanto no tiene nada que ver con un llanto emotivo. A veces somos muy emocionales, y lloramos incluso por una buena noticia o por un problema familiar. Pero aquí el llanto tiene que ver con el carácter de Cristo.

Jesús lloró. Esta referencia puede ayudarnos mucho para seguir sus pisadas. ¿Cuál es la motivación de nuestro llanto? ¿Por qué lloramos hoy? ¿Lloramos por nuestros pecados? Es verdad, también somos bienaventurados cuando nos arrepentimos de nuestras maldades. Pero antes diremos algo al respecto.

Un hombre que llora y es bienaventurado es aquel que se da cuenta de su miserable condición espiritual. Ésta puede ser tan nefasta que, llevando largo tiempo en la fe, aún tiene necesidad de cosas básicas. Hay quienes llevan muchos años en la carrera cristiana, pero que ante la más mínima exhortación se levantan y resisten el consejo.

Necesitamos anhelar ser pobres en espíritu, ser sensibles y llorar ese llanto bienaventurado, por el Reino, por la condición de la iglesia, por los obreros, los ancianos y encargados de las iglesias.

Debemos reconocer que, por el hecho de no ser pobres en espíritu, nos cuesta llorar por la obra de Dios. El círculo de nuestro quebranto y nuestra oración es tan estrecho, que se reduce a mi familia, y a veces ni siquiera eso. Nos cuesta llorar por los hijos que están lejos del Señor, nos cuesta llorar por la condición de la iglesia en la cual estamos congregándonos, nos cuesta llorar por nuestra propia condición y nos cuesta llorar por lo que el pecado está haciendo hoy en toda la sociedad.

La intención del Señor es rodearse de un grupo de personas que sean capaces de vaciarse de sí mismos y bendecir a muchos, siendo sensibles al dolor de otros. Que la palabra opere transformando nuestro corazón, para levantar un clamor de quebranto por los cercanos y por los que están lejos. Si esto se logra, daremos gloria al Señor, porque habremos pasado el primer peldaño de esta escalera y vamos a vivir allí, gustando el ser pobres en espíritu y teniendo aquel llanto bienaventurado.

El llanto por Jerusalén

«Y cuando llegó cerca de la ciudad, al verla, lloró sobre ella, diciendo: ¡Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora está encubierto de tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, cuando tus enemigos te rodearán con vallado, y te sitiarán, y por todas partes te estrecharán, y te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación» (Lucas 19:41-44).

Nos conmueve ver a nuestro Señor, tan perfecto, tan equilibrado en sus emociones, literalmente aquí vertiendo lágrimas por un motivo alto y sublime. Recordemos que Jerusalén es la ciudad elegida por Dios. «Porque Jehová ha elegido a Sion; la quiso por habitación para sí» (Sal. 132:13). Sus ojos estaban puestos en Jerusalén. Antes de entrar a la ciudad, Jesús se detiene, se conmueve en sus entrañas, y llora.

¿Por qué llora por la ciudad? ¿Qué ve en ella? ¿Qué discierne él en su sabiduría, tras los rostros de sus habitantes, en especial de sus autoridades políticas y religiosas? La ciudad está enloquecida, indiferente, fría, lejos de Dios, entretenida en rituales religiosos. Y aun estando él allí, no disciernen que la gloria de Dios está en medio de ellos. Están ciegos, sin corazón para ver y reconocer a quien les visitaba por amor.

El llanto por la iglesia actual

Jesús se entristece y llora. Ellos no tendrían paz, la ciudad sería totalmente destruida. Pero la Jerusalén terrenal es una figura de la iglesia en términos universales. ¿Cómo está la iglesia hoy? ¿Habrá motivos para llorar sobre ella? ¿Cómo estamos viviendo la vida cristiana?

Muchos están entretenidos en shows religiosos, indiferentes al Señor, ignorando a Cristo. Tienen a Cristo fuera. Sin discernir lo que es del Espíritu, se contaminan y pecan fácilmente, sin importarles que el nombre del Señor sea blasfemado entre los incrédulos. Tal es la condición general de la iglesia hoy.

Nosotros estamos tan llenos de nosotros mismos, que no nos queda tiempo para llorar, afanados en nuestros quehaceres, ocupados en adquirir bienes, en pasarlo bien, en ganar dinero y buscar un buen porvenir para nuestros hijos, en establecernos y echar raíces en la tierra.

Nosotros no lloramos. ¿Por qué no lloramos? Porque la primera bienaventuranza aún no es una viva realidad en nosotros. Somos tan egocéntricos, aún vivimos para nosotros. O estamos atareados en los aprendizajes bíblicos, llenándonos de conocimiento, pero cada vez más ególatras e insensibles. ¿No es ésta una motivación para llorar? Pero bendito sea Dios que, en su misericordia, nos exhorta con amor, para salvarnos de nuestra deficiente condición espiritual.

Tal como el Señor profetizó, un general romano destruyó Jerusalén en el año 70. Él lloró por una ciudad que no le amaba. Nosotros tal vez podamos llorar por alguien que amamos y que nos quiere; pero no tenemos amor para bendecir a quien no nos simpatiza. Jesús lloró por esa ciudad que le rechazaba. Solo si somos pobres en espíritu podemos ser sensibles y orar y llorar aun por nuestros enemigos.

Que este mensaje nos sirva de inspiración para orar, para quebran-tarnos y lograr el agrado del Señor.

Jesús lloró por la condición nefasta de una ciudad. Nosotros lloraremos por una iglesia indiferente, quizás la misma donde usted se está congregando. Tal vez a muchos allí no les interesa la centralidad de Cristo, sino otras cosas, y viven en la misma entretención que este mundo provee, con su corazón distante persona y obra de su Señor.

El llanto por Lázaro

Jesús también lloró ante la tumba de Lázaro. A veces hemos pensado que él lloró porque Lázaro era el amigo que le atendía muy bien en su casa en Betania. Podría ser, pero no es lo principal. Jesús no lloró por la muerte de Lázaro, porque al leer con cuidado el capítulo 11 de Juan vemos que el Señor sabía que lo iba a resucitar, y lo reitera tres veces. «Esta enfermedad no es para muerte … Lázaro duerme; mas voy para despertarle … Tu hermano resucitará» (Juan 11:4, 11, 22).

Jesús le dijo a Marta: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá». Entonces, si él sabía que, oyendo su voz, Lázaro volvería a la vida, el llanto no tendría sentido. En los versículos 34 y 35, Jesús lloró al ver la condición en la cual estaba el hombre a causa del pecado. Podrido desde la cabeza a los pies, Lázaro hedía: el pecado había destruido la creación hecha a imagen de Dios.

«Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Rom. 5:12). Que cada vez que tengamos un pensamiento pecaminoso podamos sentir náuseas de aquello, y rechazarlo en el nombre del Señor, porque el pecado es lo más terrible que nos puede ocurrir.

Nos preguntamos por qué tantos hombres y mujeres se han quedado en el camino, y aún hay familias enteras corrompiéndose de nuevo, habiendo creído y habiendo tenido la vida de Cristo. También debemos llorar por aquellos que se han quedado atrás y, en vez de criticar su actitud, tengamos un gemir delante del Señor, porque si en algo Dios se deleita es en perdonar y en hacer misericordia.

Nosotros tenemos el cielo abierto; no juguemos ni transemos con el pecado que está destruyendo a la humanidad. ¿Y nosotros seremos amigos del pecado? Hoy más que nunca, debemos rechazar hasta el más mínimo de ellos. Nosotros tenemos entrada al Lugar Santísimo, y allí debemos permanecer.

Que el Señor nos socorra en estos días, para amar la justicia y amar la verdad, ser hombres y mujeres llenos de Su Espíritu, despojados de nosotros mismos, recordando siempre estos cuatro rasgos de aquellos que están aprendiendo a vaciarse: nada soy, nada sé, nada tengo y nada puedo por mí mismo.

El llanto de un apóstol

En algunos pasajes bíblicos vemos a Pablo llorar. Esto también nos ayuda. Pablo les anuncia una visita a los corintios, diciendo: «Pues me temo que cuando llegue, no os halle tales como quiero … que cuando vuelva, me humille Dios entre vosotros, y quizá tenga que llorar por muchos de los que antes han pecado, y no se han arrepentido de la inmundicia y fornicación y lascivia que han cometido» (2 Cor. 12:20-21). Por eso, también debemos llorar por aquellos que están pecando y que no se arrepienten.

En Filipenses 3:18 Pablo tiene una expresión conmovedora: «Porque por ahí andan muchos, de los cuales os dije muchas veces, y aun ahora lo digo llorando, que son enemigos de la cruz de Cristo». Te pregunto, aunque duela: ¿Conoces a alguien enemigo de la cruz de Cristo? Yo conozco a uno: yo mismo.

Hay quienes conocen la palabra de la cruz desde sus inicios en la carrera cristiana; pero cuando deben guardar silencio, o bendecir y amar fraternalmente, no tienen esa capacidad. Son altivos, soberbios; sus mujeres y sus hijos los delatan, sus vecinos los delatan. Están llenos de sí mismos. Cuán necesario es tener hambre de ser pobres en espíritu. Este es el principio. Desde aquí se empieza a ascender hasta llegar al carácter máximo de Cristo: «Bienaventurados los pacificadores».

Necesitamos imperiosamente aprender a vaciarnos de nosotros mismos, para llenarnos de Cristo y para vivir su vida, para rendirnos a él y para no hacer nuestra voluntad, sino la suya. Que podamos vivir el carácter maravilloso de Cristo aquí, en nuestro hogar, en nuestro trabajo y con los hermanos, siendo pobres en espíritu, viviendo la vida de Otro y siendo sensibles al dolor de los demás. Amén.

Síntesis de un mensaje oral impartido en Rucacura (Chile), en enero de 2019.