Como decíamos ayer, en su primera epístola, el apóstol Juan trata cuatro o cinco temas de manera circular, volviendo siempre sobre cada uno de ellos, pero agregando siempre algo nuevo. Cada uno de estos temas responde a alguna de las advertencias que nuestro Señor hizo respecto de los días finales.

El primer tema es el pecado. El Señor advirtió que en el tiempo final la maldad aumentaría (Mat. 24:12). Si miramos alrededor, veremos ya el cumplimiento de esta profecía, aunque sin duda esto aumentará todavía más. ¿Cuál será la suerte de un cristiano en un ambiente así? ¿Qué puede hacer el cristiano inmerso en un mundo tan pecaminoso? El apóstol nos ofrece la solución de Dios para este problema.

En primer lugar, el cristiano que ha pecado debe reconocer su pecado, y confesarlo. «Si decimos que no tenemos pecado nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros» (1 Jn. 1:8). Reconocer que se ha pecado, y confesarlo, es el primer paso para solucionar el problema.

Luego, tenemos la preciosa sangre del Señor a nuestro favor: «Si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado» (1 Jn. 1:7). La sangre del Señor es el «instrumento» más eficaz, y que nunca pierde su valor.

Lo tercero, Dios ha provisto para el cristiano que ha pecado, un Abogado en los cielos: «Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo» (1 Jn. 2:1). La falta ya ha sido cometida, pero tenemos el mejor Abogado que intercede por nosotros. ¿No será eficaz nuestra defensa?

Lo cuarto, es la propia vida de Dios que está dentro de nosotros, la cual no peca. Los recursos anteriores están fuera de nosotros; éste está dentro de nosotros. «Todo aquel que es nacido de Dios no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él» (1 Jn. 3:9). No se trata de que el cristiano no peque, sino de que no practica el pecado. El pecado es la excepción, no la regla. ¿Por qué? Porque la vida de Dios permanece en él.

En quinto lugar, tenemos la intercesión del hermano, en el caso de aquel que ha pecado, y que ha sido visto por otro. Él puede interceder por su hermano, y Dios le perdonará. «Si alguno viere a su hermano cometer pecado que no sea de muerte, pedirá, y Dios le dará vida» (1 Jn. 5:16). La oración de la iglesia (representada aquí por un hermano), es eficaz para ir en ayuda del miembro debilitado. El socorro, entonces, viene también del hermano.

Como vemos, la provisión de Dios para el problema del pecado es múltiple, y completamente eficaz. Unas operan desde afuera, con respecto a Dios, como la sangre de Jesucristo, y la función intercesora del Hijo de Dios como Abogado. Otra opera desde adentro: la simiente de Dios que permanece en nosotros, la cual nos da el poder para no cometer pecados. Finalmente, la ayuda viene otra vez desde afuera, esta vez en sentido horizontal, desde nuestro propio hermano.

¿Es, pues, el pecado que nos circunda –e intenta seducirnos– un problema insoluble para el cristiano? Es un problema, sí; pero no sin solución, porque Dios ha provisto todo lo necesario para nuestra victoria. ¡Aleluya!

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