La despedida de Samuel, el gran siervo de Dios, tiene una nota de satisfacción. Esto, porque puede exhibir ante su pueblo una vida impecable, sin reprensiones: «Aquí estoy; atestiguad contra mí delante de Jehová», dice confiadamente (1 Sam. 12:3). Luego, confronta al pueblo con su propia justicia, diciendo: «Atestiguad … si he tomado el buey de alguno, si he calumniado a alguien, si agraviado a alguno, o si de alguien he tomado cohecho para cegar mis ojos con él; y os lo restituiré». El pueblo no puede sino confirmarlo: «Nunca nos has calumniado ni agraviado, ni has tomado algo de mano de ningún hombre».

¿Es esto una vana justicia propia, o es la justicia que Dios espera y aún exige de sus siervos? No es, por supuesto, una vana justicia propia, porque la Escritura nos atestigua que llegará el día en que todos seremos juzgados, no ya delante de los hombres, sino delante de Dios por lo que hicimos mientras estuvimos en el cuerpo (2 Cor. 5:10). Será una justicia procedente de nuestras obras, luego de haber sido salvados por fe y haber visto la inutilidad de nuestros esfuerzos por agradar a Dios. Será una justicia procedente de la fe, obtenida en el espíritu de la resurrección de Cristo.

Nuestra preocupación debiera ser, entonces, cómo concluir así también nuestra propia carrera. Cuando miramos a Josué y a Pablo percibimos en sus discursos de despedida la misma satisfacción (Josué 24 y Hechos 20). Josué habla con la autoridad de la misión cumplida. Pablo, por su parte, pone delante de los ancianos de Éfeso toda su trayectoria sobre la balanza: «Vosotros sabéis cómo me he comportado entre vosotros todo el tiempo, desde el primer día que entré en Asia … Yo os protesto en el día de hoy, que estoy limpio de la sangre de todos…».

¿Cómo se puede llegar a esta meta? Sin duda, la fe de ellos permitió a Dios sostenerles y guardarles. Su fe fue grande, y su consagración, completa. Samuel podía decir: «Yo he andado delante de vosotros desde mi juventud hasta este día». Y Pablo dice: «Nada que fuese útil he rehuido de anunciaros y enseñaros, públicamente y por las casas».

Sin embargo, hay algo más. Ellos debieron estar ejercitados en recibir el examen y la corrección de Dios. De seguro, hubo muchas ocasiones en que se sometieron voluntariamente a Su luz para ser reprendidos por ella. En ese noble ejercicio, ellos aprendieron a juzgarse, a no confiar en sí mismos, a pedir de Dios la gracia y la fuerza para vivir irreprensiblemente.

Seguramente ellos reconocieron su pequeñez, y su fragilidad, y recibieron el socorro oportuno de lo alto. Sometiéndonos a la luz, juzgándonos, despojándonos de todo pecado y toda mancha, y echando mano al poder de la gracia de Dios, es como avanzamos por al camino de la perfección. El Señor nos conceda la gracia para vivir así, y agradarle completamente.

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