– Mat. 9:9-13, Juan 21:20-23.

El Señor suele causarles sorpresas a sus discípulos con la llegada de un discípulo nuevo. Porque no siempre es el que ellos esperan. Así debe de haber ocurrido con Mateo, el publicano. Los discípulos anteriores pertenecían a una clase social esforzada, trabajadores artesanales, gentes «del vulgo», pero honesta. Pero, de pronto, el Señor llama a Mateo, un hombre rico y pudiente –pero de mala fama–, y eso debió de causarles estupor. Seguramente tuvieron los mismos reparos que los fariseos hicieron del Señor: «¿Por qué come vuestro Maestro con los publicanos y pecadores?».

Si hemos de creer a algunos eruditos bíblicos, Mateo era del peor tipo de los publicanos, un cobrador aduanero, para quienes –según se creía– el arrepentimiento era casi imposible. Estos eran más rapaces que los otros cobradores. Eran una raza de delincuentes, a los cuales bien se podía aplicar Levítico 20:5: «Entonces yo pondré mi rostro contra aquel varón y contra su familia, y le cortaré de entre su pueblo, con todos los que fornicaron en pos de él prostituyéndose con Moloc».

Sin embargo, la elección de los que siguen a Jesús no la realizan los discípulos, sino el Señor. A los discípulos solo les toca acoger al recién llegado (Rom. 15:7). La elección de Dios no siempre sigue los estándares nuestros. Él tiene sus propias razones, y muchas veces esas razones son muy diferentes a las nuestras. Los caracteres de los escogidos no siempre son lo que quisiéramos nosotros. Muchas veces esos caracteres, puestos en contacto, producen chispas (Mat. 20:24). Eso también forma parte de la soberanía del Señor, y de la disciplina de los discípulos. Solo Dios conoce el verdadero potencial de cada discípulo.

Pero no solo la entrada de un discípulo nuevo es algo privativo del Señor, sino también su suerte futura. Cuando Pedro le pregunta al Señor por Juan, en aquella conversación junto al mar, al final del Evangelio de Juan, el Señor le responde: «Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti?».

Pedro sentía celos de Juan, por eso el Señor le corrige. El lugar que cada discípulo ocupa en el corazón del Señor, y también en el contexto de la obra, son asuntos que decide el Señor. Lo mismo puede decirse del fin que ellos tendrán. Pedro sería llevado donde no querría ir; Juan podía quedarse hasta que el Señor viniese, si así el Señor lo quisiera. Todo eso lo decide el Señor; no lo deciden los discípulos.

Así pues, el Señor trae a los que quiere, los ubica donde quiere, y escoge para ellos el fin que quiere. Porque él es el Señor. A cada discípulo en particular le conviene inclinarse ante esta soberanía. Cuanto más dispuesto está a aceptarla, más pronto será promovido.

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